Análisis de Little Nightmares
Contra la muerte de la luz.
"The Nine Deaths of Six" es el sugerente nombre elegido para el segundo montaje promocional dedicado a publicitar el lanzamiento de Little Nightmares. Como el lector avispado podrá anticipar, se trata de una colección de accidentes fatales (irónicamente, solo ocho de ellos son realmente mortales) que sorprende por su variedad: hay manos fantasmales, y cocineros armados con grandes cuchillos, y también cosas más prosaicas como aplastamientos, caídas e inoportunos escapes de gas. Más allá del hábil juego de palabras, la intención de la pieza es más que evidente, y diría que inteligente si atendemos al éxito de formatos televisivos como "1000 maneras de morir" o el indescriptible y altamente bizarro "Alarma TV" que triunfa al otro lado del charco: aunque no nos guste reconocerlo todos sentimos una incómoda fascinación por la muerte, y pulsar el play en un vídeo que asegura una buena ración de calamidades suele ejercer un magnetismo difícil de justificar. Apostar por el morbo siempre ha sido una jugada de manual, y aun así considero que se trata de un tráiler fallido, tanto en lo estético como en lo emocional.
Para empezar, por insistir en un ensañamiento que sin duda está presente en el juego, pero que aquí acaba haciendo aguas por una simple cuestión de cadencia: como en todos esos programas la sobreexposición acaba insensibilizando al espectador, y todas esas muertes seguidas no consiguen más que provocar la sonrisa del niño que juega a cortarle la cola a las lagartijas. Es una crueldad cómica, infantil, una crueldad de mentira, que choca de frente con la de la experiencia real y no muestra una fracción de su verdadero potencial. Una lástima, porque esos momentos también están ahí, aunque la pieza solo se atreva a apuntarlos. Son lo momentos que pasamos escondidos, o aquellos en los que cruzamos un saliente conteniendo la respiración; los momentos en los que cruzamos la cocina a hurtadillas o nos aferramos desesperados a un gancho de los de colgar la carne. Pese a haber dedicado un montaje entero a la muerte, mucho me temo que los chicos de marketing no han terminado de comprender lo que esta representa en Little Nightmares. Un juego que concentra el terror en los minutos inmediatamente anteriores. Un juego en el que morir es una liberación.
O al menos una nueva oportunidad, una segunda, tercera o decimoquinta vuelta en la que volver a intentarlo con un plan más sólido en la cabeza y los músculos menos atenazados por lo que pueda llegar a continuación. Dejando de lado la puramente estética, esta es quizá la mayor aportación del juego a la receta Playdead, y a ese par de aventuras que claramente tiene en lo más alto de su lista de referencias y que también mostraban una morbosa fascinación por el desmembramiento de tiernos infantes. Son sus puzles, pilar fundamental de todo el diseño y que aquí tienden a incorporar con mucha mayor frecuencia la presencia de amenazas externas. En Little Nightmares pensar despacio suele matarte, y puede que por eso el juego sea un punto más generoso de lo acostumbrado con el puro desafío intelectual: nadie tiene tiempo de mover demasiadas cajas cuando siente cerca el filo de la navaja. Siempre hay alguien que acecha, alguien que nos persigue o alguien que intenta agarrarnos a través de una estantería o cruzando la puerta que no hemos conseguido cerrar. Por eso también hay sigilo, aunque generalmente suele ser infructuoso, porque esa grotesca presencia a la que creíamos haber dado esquinazo tiene la incómoda costumbre de recortar su silueta entre los barrotes del siguiente ascensor. Son amenazas muy reales que pronto aprenderemos a odiar, y que insisten hasta tal punto de aportar cierta estructura al juego: está el nivel del cocinero y el nivel del hombre con dedos largos, para entendernos. También recibiremos ayuda de cuando en cuando, aunque no conviene fiarse: en Little Nightmares todo quiere matarnos, aunque cada vez que morimos volvemos a despertar.
Porque en el fondo estamos hablando de pesadillas, y sobre ellas decía García Márquez que su favorita era aquella en la que despertaba solo en una habitación cuadrada. Al salir de ella encontraba otra, otra, y otra, en un ciclo sin fin que irónicamente se parece mucho a lo que, ya que hablábamos de estructuras, ofrece el juego de Tarsier. Porque su interpretación de lo onírico y su articulación del terror también se basan en la soledad, y pocas cosas la hacen resonar con más fuerza que una sucesión de estancias absurdas que juntas conforman un todo que nadie se molestará en explicar. No sabemos donde estamos, y aunque el juego en esencia se juegue de izquierda a derecha también se bifurca hacia arriba, desciende o nos hace retroceder. No hay una meta clara, ni un camino fiable a la salvación, solo un sin fin de habitaciones donde volver a perderse. Simplemente avanzamos por donde nos dicte el puzle, y aunque hay referentes reales todo en el juego transita esa delgada línea entre lo que es real y lo que nunca podría serlo: hay cocinas, y vestidores, y sórdidas salas de comensales, pero también puertas con ojos y pianos colgantes y montañas de platos que se elevan hasta el infinito. Esas, decía Márquez, son las pesadillas más terroríficas, las que casi podrían parecerse a un sueño ordinario. Él las llamaba pesadillas absolutas. Por algo será.
Little Nightmares es una preciosidad, pero también sabe ser descarnadamente turbador cuando toca, y es ese malsano equilibrio el que te impulsa constantemente a avanzar una sala más, a volver a colarte en los sueños de otra persona.
Son estancias, además, que generalmente recorremos en la más absoluta oscuridad. Es el miedo más universal de todos, y un recurso que el juego explota con la maestría de los mejores: tomándose su tiempo, aguantando el plano y huyendo con determinación de los sustos baratos porque entiende que nada acojona más que estar solo cuando se apagan las luces. O no del todo, porque en este terreno reserva un nuevo detalle de clase, quizá el más magistral de todo el diseño: un esquema de control que se reduce a saltar, correr, agacharse, aferrarse a objetos o superficies y encender una pequeña llama cuya única utilidad práctica es hacernos sentir seguros. Reconozco que tras la primera versión de demostración tuve miedo porque hacen falta un tipo muy especial de agallas para plantear algo así, pero eso es todo: no hay un gran puzle clave ni un conejo saliendo de la chistera que justifique y a la vez reste impacto a lo que en esencia es un clavo ardiente donde agarrarnos. Y lo describo así porque lo que encontramos al iluminar esa oscuridad suele ser más terrible aun; suelen ser muñecas sin cara, o salpicaduras de sangre, o huellas que dejan el suelo y suben por las paredes. No es esperanza. En Little Nightmares no hay lugar para la esperanza.
Es algo que nos queda claro desde un principio, cuando avanzamos unos cuantos metros y encontramos los pies de un hombre colgante meciéndose lentamente sobre una silla. Hay una carta en el suelo, y aunque no podemos leerla no hace falta decir mucho más; mas tarde volveremos a ver esa horca, o quien sabe si otras diferentes, porque al juego le encanta jugar con los símbolos; con los haces de luz que se cuelan por las rendijas, con los espejos rotos y con las picadoras de carne de tamaño industrial. Puede que no siempre sea exactamente sutil, pero todo en su estética esconde significados, y jugar a interpretarlos es solo una parte de lo que lo hace tan poderoso. La otra es la belleza en bruto, claro, aunque sea de esas que provocan cierto rechazo. Little Nightmares es una preciosidad, pero también sabe ser descarnadamente turbador cuando toca, y es ese malsano equilibrio el que te impulsa constantemente a avanzar una sala más, a volver a colarte en los sueños de otra persona. Supongo que la palabra que busco es creatividad, y en ese sentido recuerdo pocos juegos tan generosos, tan fascinantes y tan desproporcionadamente entregados.
Todos sospechábamos que Little Nightmares sería un juego corto, y aunque la sensación al final del viaje es más que satisfactoria cuesta no echar de menos un tramo extra que profundice en algunos temas.
Desgraciadamente esa entrega tiene un precio, porque Tarsier Studios no se ha guardado nada dentro y nadie podrá encontrar aquí una onza de material de relleno. Sin embargo, y ya que hablábamos antes de la llama que lleva Six en la mano, suele decirse que las que brillan más intensamente suelen morir en la mitad de tiempo. Todos sospechábamos que Little Nightmares sería un juego corto, y aunque la sensación al final del viaje es más que satisfactoria (o precisamente a causa de ello) cuesta no echar de menos un tramo extra que profundice en algunos temas, deje otros más cerca de una resolución y en general nos ofrezca más de algo tan excelente. Quizá no en su final, porque el juego acaba exactamente en el punto que debe hacerlo y no continuar artificialmente es un acto de valentía, pero cinco capítulos que pueden completarse en algo menos de una hora por cabeza a poco que andemos espabilados saben a poco, y sin duda el nudo de la narración daba para más. Es cierto que hay una buena ración de secretos e incluso estancias opcionales que estaría feo revelar, pero por norma general las demoras y las partidas inusualmente prolongadas tienen menos que ver con el contenido y más con una respuesta al control que en ocasiones nos deja con el culo al aire. No es especialmente grave, pero no es extraño encontrarse con persecuciones o eventos scriptados que dejan escaso margen para el error, y duele especialmente cuando este llega y no es del todo culpa nuestra. Con todo, me atrevería a decir que dejando de lado alguna frustración puntual ese puntito de imprecisión ayuda a construir el personaje, una niña de seis años al fin y al cabo. Esto no es un Tomb Raider.
Un personaje que es el centro de todo y del que me gustaría poder hablar más, pero no quiero ser yo el desalmado que os haga eso. Por eso prefiero volver a los tráilers, y más concretamente a ese otro que cerraba retándonos a enfrentarnos a nuestros miedos infantiles en la por entonces próxima Gamescom. No iba desencaminado del todo, porque como digo este es un juego construido sobre la oscuridad: hace unos días escribía sobre atravesar el pasillo de casa muy despacito cuando llegábamos con unas copas de más, pero antes todos lo habíamos atravesado corriendo para dormir junto a nuestros padres. Sin embargo, en Little Nightmares hay más cosas que oscuridad. Hay carne muerta, y seres abominables pisándose unos a otros, y una sociedad enferma que devora de manera compulsiva e irresponsable hasta que colapsa sobre la mesa, demasiado hinchada como para ponerse en pie. Y con mis 37 años esas son las cosas que no me dejan dormir por las noches.