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Machinarium

Conexión emocional.

Aunque muchos de mis conocidos no lo dirían, siendo un joven amante de las tecnologías y tratando siempre de encontrar el producto más nuevo, la última noticia todavía no diseminada o el grupo de música que despuntará en unas semanas, soy una persona muy nostálgica. Guardo como oro en paño hasta el último de los juegos de mis antiguas consolas, todas las revistas y recortes de periódico que fui encontrando en mi infancia, cada cuaderno del colegio desde primaria... Supongo que por eso sufro bastante a menudo lo que John Tones definía como retro-rotura, la sensación que se produce cuando vuelves a un juego antiguo y te encuentras que lo que una vez fue el objeto de un estado similar a la adicción te resulta ahora un extraño.

Ya no divierte, los gráficos ya no llaman la atención, algo ha cambiado. Poco o nada sé sobre psicología, pero sí que sé que la mayoría de juegos con los que no tengo retro-rotura destacan por un diseño atemporal, alejado de la carrera gráfica que un día todos siguieron como borregos y que ahora es ridiculizada por una nueva carrera más estúpida que la anterior. Por eso admiro a Amanita Design. Un estudio checo con apenas media docena de juegos flash a sus espaldas, pero que sabe manejar a la perfección los mecanismos emocionales a través de un buen diseño. Por eso esperaba como agua de Mayo su primer proyecto a una escala mayor, y por eso, tras jugar al título que nos ocupa, les admiro todavía más.

Machinarium nos sumerge en un mundo metálico y oxidado, donde los seres que lo habitan son robots. Nuestro protagonista es un pequeño androide que ha sido separado de su novia y que termina estrellándose en una nave por causas en principio desconocidas. Para rescatarla tendremos que recomponernos (literalmente) de la situación y volver a la ciudad. Un argumento simple, pero no estamos ante un título que busque tanto la profundidad en la historia como en captar nuestra atención por las sensaciones que provoca.

Los personajes de este peculiar mundo no hablan en ningún momento. Como mucho emiten algún sonido gutural. Así, el argumento se desarrolla a través de los clásicos bocadillos en forma de nube de los cómics, donde nos mostrarán vídeos con un estilo radicalmente diferente al habitual, con dibujos casi esquemáticos. Además, en muchas ocasiones la manera de conocer lo que pasó antes de empezar nuestra particular odisea será quedándose quieto en lugares clave, lo que activará la memoria del robot. Nuestro metálico protagonista se convierte así en una carcasa para nuestras propias emociones, de forma sutil y poco intrusiva.

Si algo se le da bien a Amanita Design son las aventuras gráficas Point & Click de toda la vida, y para su obra de mayor envergadura no iba a ser menos. Sin embargo, han introducido unos cuantos cambios conforme a trabajos como Samorost. El más evidente es que no podemos ir haciendo click por toda la pantalla al azar en busca del píxel perdido. Nuestro robot solo puede interactuar con los objetos que tiene cerca. Es bastante irritante tener seleccionado un objeto, intentar juntarlo con otro y ver que no podemos por estar a unos metros de distancia. Para paliar esto han reducido las zonas a las que nos podemos mover a aquellas que tienen algún objeto con el que se pueda interactuar (incluso aunque no tenga función real en la aventura).

Una característica de nuestro protagonista es que puede estirar y comprimir su cuerpo como si de un muelle se tratara, bien sea para alcanzar objetos altos, bien para colarse por recovecos. En un principio yo mismo veía ésto como una simple excusa para hacernos rebuscar por los escenarios tres veces, pero lo cierto es que se ha implementado bastante bien en ciertos puzles (uno en concreto realmente imaginativo) y su aparición está justificada.