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Análisis de Lumo

Hechizo nostálgico.

A Lumo se le dan estupendamente los puzzles lógicos, y no tan bien los de habilidad, pero está lleno de amor por los videojuegos de los 80.

Lumo empieza con una premisa manida como pocas: nuestro protagonista, por algún motivo que no se nos explica entonces, queda atrapado dentro de un videojuego de los años 80. Hace tan sólo unos segundos que hemos creado a nuestro avatar, pero el juego se olvida de él y lo reemplaza por un pequeño mago con traje y capucha de colores. A partir de aquí, estaremos encerrados en una infinita sucesión de mazmorras de perspectiva isométrica llenas de rompecabezas y obstáculos de diferentes características que tendremos que resolver para salir de allí.

Las habitaciones por las que nos movemos están colocadas de forma lineal, por lo general sin demasiadas ramificaciones, y explorarlas por completo no nos llevará más de quince segundos. En caso de haber algún puzzle que resolver allí, no tardaremos más de diez minutos en encontrar la respuesta al acertijo. Este tipo de fragmentación del contenido lo hace un título específicamente agradable de jugar en consola portátil: es muy complicado sentirnos perdidos durante más de unos instantes, incluso aunque dejemos algún reto a medio resolver, así que las partidas cortas son casi la forma óptima de disfrutarlo. En lo técnico, se juega estupendamente en el modo tablet de Switch, con una performance sin demasiados fallos, si bien sí es cierto que en lo visual es un poco menos sutil que el resto de sus versiones de consola. El suavizado de los bordes se ha reducido, probablemente por motivos técnicos, y esto le quita al juego algún que otro punto en lo estético respecto a otras plataformas.

Hasta aquí, nada particularmente interesante: con esta descripción, bien podría pasar por un juego más de puzzles y plataformas sin ninguna característica especial. Pero el matiz de diferenciador subyace un poco más oculto: si conseguimos abstraernos de los gráficos 3D, más actuales, el esqueleto del juego, la estructura y la dinámica se asemejan más a las de un título que podríamos jugar en un Spectrum. Por si no estamos demasiado versados en títulos como Knight Lore (1984) o Head Over Heels (1987), Lumo hace sus omnipresentes inspiraciones un poco más explícitas desde el mismo momento en el que arrancamos el juego, dándonos la bienvenida con una pantalla de carga que es una referencia directa a las que utilizaba este ordenador.

Es de aquí de donde rescata alguno de sus elementos más característicos, como el diseño de sonido - estridente y repetitivo a ratos, pero en la mejor de las maneras - y el uso de colores saturados y chillones. Puede parecer, al ver el juego en imágenes, que lo que priman son los tonos negros y marrones, pero nada más lejos de la realidad: casi todos los niveles tendrán un pequeño elemento llamativo de color amarillo, azul o rosa brillante.

Si conseguimos abstraernos de los gráficos 3D, más actuales, el esqueleto del juego, la estructura y la dinámica se asemejan más a las de títulos que podríamos jugar en un Spectrum, como Knight Lore o Head Over Heels.

Evocando también esta inspiración retro, en lo mecánico, el control es tosco y complicado. Muchas veces la dificultad de resolver una situación concreta radicará más en conseguir efectuar el movimiento que necesitamos o entender cómo funciona la construcción de la habitación, que no siempre será evidente debido al limitado movimiento de la cámara. A veces, simplemente caminar una línea recta sin caernos de una plataforma supondrá un reto. Hay un motivo detrás de esto, claro, y es que el juego nos sabe acostumbrados al control multidireccional bien calibrado y quiere apoderarse de los sentimientos de los nostálgicos con un pequeño flashback de cuando las cosas no eran así. Entiende que parte del carisma que a día de hoy conservan los títulos de renombre de hace décadas reside no sólo en lo estético, sino en ser juegos ásperos, duros, que no nos ponen facilidades y nos hacen pelear cada centímetro del avance.

El problema es que el juego está tan bien diseñado para guiarte de forma intuitiva por todos los demás elementos que, en el año actual, es difícil consentirle que nos pida quince intentos para saltar de un lado a otro de una habitación porque la perspectiva hace difícil saber cuándo es el momento idóneo para agarrar la cuerda que nos facilitará el acceso a la plataforma. A la larga, y particularmente en alguno de los niveles finales, la sensación de satisfacción y superación que dan los puzzles lógicos termina siendo aplacada por la frustración que generan los de habilidad, y estos terminan pareciendo un mero trámite en comparación al genuino encanto del resto. No sería un gran problema si estuviésemos jugando a un juego de puzzles con plataformeo ocasional, claro, pero es que conforme avanzamos, y especialmente en los compases finales de la historia, los niveles tienden a inclinarse más hacia el uso de esto último, y los rompecabezas basados en la inteligencia quedan en gran medida relegados a un segundo plano, seguramente más de lo deseable.

De todos modos, incluso en los momentos concretos en los que Lumo deja de ser un juego complicado para convertirse en una aventura un pelín frustrante, hay que reconocerle la grandísima habilidad con la que introduce las nuevas mecánicas y elementos de progresivamente, de modo que el jugador no tiene ningún problema en entender cómo funcionan sin tutoriales, diálogos ni explicaciones. Quizás su virtud más grande es que siempre parece anticiparse a nuestros pensamientos, entender qué camino vamos a tomar primero en una bifurcación, cuales van a ser nuestras dificultades, nuestros fallos y nuestros vicios a la hora de aproximarnos a las situaciones, y sabe colocar cada elemento de las habitaciones para ayudarnos a crear una experiencia fluida y dinámica, que no se atasca ni nos crea la necesidad de buscar guías o ayuda externa.

Es difícil no encontrar en Lumo algo cálido y atractivo, una sensación bonita dentro de él que nos anime a seguir jugando.

Nada mal para un videojuego que es, esencialmente, la ópera prima del estudio que lo desarrolla. Quedan algunas aristas por pulir, pero en esencia sabe limitarse a tratar los temas que entiende, a reimaginar un videojuego de entonces con los medios de ahora y a atacar con punzadas de nostalgia a quienes todavía recuerden aquellos tiempos. Lo más preocupante puede ser, tal vez, que esto no sea suficiente para los jugadores nuevos, aquellos que no vivieron esta etapa de los videojuegos por edad o por distancia con el medio. Y es aquí donde surgen algunas dudas sobre la decisión de trasladar a Switch un juego de 2016 que ya puede jugarse en casi todas las plataformas vigentes (PS4, Xbox One, PS Vita y PC, faltando quizás su paso a los smartphones) y que llega algo más tarde a una consola que, precisamente, se diferencia del resto por apelar a un público más joven y familiar.

Aun así, como la mayoría de videojuegos que se basan en ser una carta de amor sincera a un género hace ya tiempo olvidado, es difícil no encontrar en él algo cálido y atractivo, una sensación bonita dentro de él que nos anima a seguir jugando. Y es el propio encanto de la nostalgia de tiempos de videojuegos más duros y menos considerados con nosotros lo que hará que para muchos, sus defectos importen menos. Como mínimo, una cosa sí que podemos afirmar de forma rotunda: el amor hacia la época en la que se inspira está tan latente en todo el juego que ni siquiera hace falta haberla vivido para entender su mensaje, porque impregna cada centímetro del mapa de la forma más sincera y pura.

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