Avance de Nioh
Trono de sangre.
En la escena inaugural de Yojimbo, una de las incontables obras maestras del director japonés Akira Kurosawa, un campesino corre a gorrazos a su díscolo hijo ante la atónita mirada del samurái errante interpretado por Toshiro Mifune. Pese a la proverbial paliza, el joven sigue en sus trece: la vida sencilla de un campesino no es para él, y prefiere abandonar el hogar familiar para unirse a un clan local porque "prefiero una vida corta pero llena de aventuras a morir de viejo y comer gachas todos los días". Es una decisión con la que todos hemos jugueteado alguna vez, supongo, mientras fantaseamos con abandonar la relativa seguridad de nuestros trabajos para abrir una escuela de surf o un chiringuito de piñas coladas en alguna playa de Aruba. Como elocuentemente lo resumiría años más tarde otro genio como Quentin Tarantino en un claro homenaje al maestro japonés, puedes irte a casa con mamá, o puedes andar jodiendo con los yakuza.
Dicen las malas lenguas que el propio desarrollo de Ni-Oh, otro de esos proyectos malditos que ha necesitado más de diez años y no pocas reinvenciones para llegar a ver la luz del sol, parte de un guión que a Kurosawa se le quedó en el tintero. Desde el estudio aseguran que todo eso ya quedó atrás, pero las influencias son más que evidentes: como ellos mismos afirman, es imposible pensar en samuráis sin pensar en su cine, y en una estética que se ha intentado trasladar al videojuego con respeto reverencial. En una breve charla a puerta cerrada su director sonríe y nos habla, por ejemplo, del Tate, el concepto japonés que describe la tensión entre dos katanas que chocan; vamos a ver mucho de eso en el juego, porque Ni-Oh es uno de esos títulos que se juegan despacio, con la guardia bien alta, porque todo es una amenaza y nunca sabes cuando un mindundi con el kimono raído va a encadenar esas dos estocadas que te manden al otro barrio. Por eso, y quizá sin pretenderlo, Ni-Oh vuelve a incidir en la misma pregunta: ¿Queremos vivir una vida fácil, o queremos morir pronto y vivir de verdad?
Evidentemente no es el primer juego que plantea una pregunta así, y a estas alturas tendría poco sentido intentar maquillar el peso de su otra gran influencia: los títulos de From Software. Como en la saga Souls, como en Bloodborne, en Ni-Oh nadie regala nada, y por los mismos motivos resulta reconfortante que la segunda palabra más repetida durante la charla de presentación, inmediatamente después de "dificultad", fuera "satisfacción". Porque por fortuna el Team Ninja ha sabido ver que Dark Souls es algo más que un juego implacable, y los pilares que sustentan su versión con katanas se levantan sobre un terreno igual de firme: el del aprendizaje, el ensayo y error, y la sensación de euforia que produce superar ese escollo contra el que hemos chocado mil veces sin que nadie acuda a tomarnos de la mano. Y, sobre todo, en ser absolutamente justo: morir en Ni-Oh, pese a ser extremadamente frecuente, no recuerda a cuando los matones del patio te robaban la merienda, sino a esa leyenda con la que el juego adorna las pantallas de carga de su dojo de prácticas: "aquí, los samuráis entrenan para pulir sus técnicas con sangre, sudor y lágrimas". Volviendo a Kill Bill, Ni-Oh es ese maestro de cejas pobladas y milenario bigote que te recompensa con un bastonazo en la cabeza cada vez que no consigues romper el tablón. Y lo hace porque te respeta.
Es un respeto edificado en torno a un sistema de combate que va a plantearnos pruebas durísimas pero que en ningún momento intenta dejarnos con el culo al aire: todo depende de nosotros mismos, y jugando bien siempre es posible encontrar una salida. De nuevo, es el mismo concepto sobre el que From Software ha forjado su leyenda, y en un primer vistazo todo resulta extremadamente familiar: la manera de fijar los blancos, la gestión del espacio, el juego de fintas y aproximaciones hasta que alguien deja un hueco en su guardia y entramos con todo... incluso las animaciones y esa sensación de inercia, de peso específico marca de la casa son idénticas, aunque Ni-Oh se siente un par de puntos más ágil, como corresponde a una ambientación que sustituye las armaduras pesadas por kimonos con dragones bordados. Y puede que con eso bastara, porque un clon de Dark Souls con ninjas tiene todo el sentido del mundo, pero por suerte el equipo ha encontrado tiempo para añadir ingredientes de su cosecha.
El más llamativo es sin duda su sistema de guardias, un piedra papel o tijera que podría recordar levemente a lo visto en For Honor pero que en la práctica tiene implicaciones bien diferentes: podemos elegir entre mantener una guardia alta, una media o una baja, pero no es algo que influya a la hora de bloquear los golpes, sino que de alguna manera define nuestra actitud ante el combate; la guardia alta implica daños mayores pero también causa estragos sobre el medidor de stamina, la media equilibra un poco las cosas y la baja es ideal para recuperar algo de resuello cuando nos están partiendo la cara en un callejón. Pese a que suene un poco marciano, quizá un ejemplo más certero sería la asignación de la energía de armas, motores y escudo en un space sim de toda la vida, un sistema que nos permite administrar nuestros recursos y aporta un componente aun más táctico a la gestión de la verdadera reina del baile: la mencionada barra de stamina, de una importancia incluso mayor que la propia barra de vida. Malgastar nuestras fuerzas machacando botones sin ton ni son o intentar salvar el pellejo bloqueando una decena de ataques seguidos es un billete sin escalas al punto de inicio más cercano, y es en este terreno donde Ni-Oh incorpora otra de sus anotaciones más lúcidas al pie de la página de la fórmula From: una serie de esferas de energía, Ki para los amigos, que se desprenden de nuestro cuerpo después de cada ataque, y que podemos reabsorber con una certera pulsación del bumper derecho para recuperar aguante de forma instantánea. El timing es puñetero, pero como decía al principio jugando bien nada es imposible.
Ya que hablamos de Souls, supongo que tiene sentido hacerlo también de diseño de niveles, y de esa endiablada arquitectura de atajos y fogatas que es ya tan protagonista de la saga como el mismísimo cartel de "has muerto". En esta ocasión cambiamos las fogatas por templos, pero lo que nos queda es una de cal y una de arena: de manera individual, y al menos basándonos en el nivel que pudimos testear en la demo, todo parece estar donde toca, y un par de horas de partida fueron suficientes para aprender que el bicho con alas resulta sencillo de sortear por el sendero de la montaña y que bajando unas escaleras de mano podíamos acceder al templo de las cuevas desde casi cualquier lugar. Sin embargo, lo que sí se ha perdido es la sensación de cohesión, de ese todo que encaja de manera maquiavélica la totalidad de escenarios en un inmenso diseño global. El principal culpable es una estructura de niveles independientes que, aseguran, permite al juego ofrecer ambientaciones diferentes y hace avanzar a la narrativa, pero cuesta no ver aquí una salida fácil y, por qué no decirlo, un punto menos de genio.
En cuanto al apartado técnico realmente hay poco que contar, porque Ni-Oh es uno de esos juegos simplemente cumplidores que confían la mayor parte de su impacto visual a unos diseños y una manera de trabajar la ambientación que va más allá de los shaders bonitos. Creo que la palabra correcta sería eficiente, porque pese a no destacar en nada, en ningún momento la técnica se convierte en un obstáculo para lo que intenta llevar a la práctica: los combates son fluidos, el control se siente ágil, y el ambiente general clava la mezcla entre lo puramente estético y la sensación de amenaza constante. Si acaso cabría destacar su apuesta por dejar libertad al jugador, y por una escalabilidad que no solo se limita a los afortunados poseedores de una Playstation 4 Pro: en su versión base el juego ya nos permite optar por un modo 1080p a 60 fps o sacrificar fluidez a cambio de un antialiasing más nítido, y en el caso de contar con el extra de potencia de la nueva sobremesa de Sony podremos optar incluso a los 4K reales, a cambio de unos 30 fps que se sentían considerablemente menos estables que en la versión 1080. El salto en definición obviamente es espectacular, pero tratándose de un juego tan poco dado a perdonar errores la elección debería estar clara.
Y si a alguien le quedan dudas, solo le invito a enfrentarse a los jefes, un tour de force de agresión constante que deja pocas dudas acerca de las ganas del juego de mostrarse comprensivo: baste decir que, de todos los redactores enviados a cubrir el evento, ni uno solo consiguió superar el final de la demo y vivir para contarlo. Pero lo realmente importante no es eso; lo realmente importante es la sensación de que podríamos haberlo hecho, de rozar la victoria con la punta de los dedos. Es imaginar que hubiera pasado si hubiéramos esquivado antes, o si hubiéramos reservado energías para bloquear esa ráfaga desde el aire. Es, en definitiva, una sala llena de gente gritando "soy un idiota" en lugar de "pero esto qué es".
Al final de la peli, y ante la certeza de una muerte tan segura como la katana de Mifune, el joven pandillero arroja sus armas al suelo y corre llorando de vuelta a su granja, mientras el samurái le espeta que al final sí era mejor vivir mucho tiempo y comer gachas todos los días. Supongo que en el fondo es a lo que estamos acostumbrados, y por eso aquel día muchos tomamos la misma decisión, hartos de morir una y otra vez. Una decisión comprensible, incluso me atrevería a decir que humana: en la mano del Team Ninja queda demostrar que todas esas penalidades merecen la pena.