Análisis de Abzû
Mecerme así, moverme yo.
Hace unos años, mirando por los internetes, uno podía ver el anuncio de una nueva película, Trascendence, con el nombre de Christopher Nolan detrás. Una historia original, sobre inteligencias artificiales, que podía servir como medio para explorar algunos de los temas favoritos del cineasta. Pero entonces uno leía quién estaba realmente tras las cámaras y no, resultaba ser Wally Pfister, el director de fotografía del susodicho. Nolan ejercía de productor. Trascendence acabó como una mala copia de su referente, imitando a medias su estilo visual y manierismos, con un guión soso y mal llevado. Irónicamente, una cinta olvidable e intrascendente, y cuando vi el anuncio de Abzû con los nombres de Matt Nava, director artístico en Journey, y Austin Wintory, compositor en el mismo proyecto, lo disfruté, aunque con miedo. Esa idea de que quizá fueran como Wally Pfister y no supieran pensar fuera de su anterior trabajo. Abzû es hermoso y visualmente impactante, de movimientos sugerentes y paisajes sonoros poéticos. Un manjar sensorial. También vive bajo la sombra de Journey.
El despertar de este extraño submarinista en tierra de nadie, un vasto océano sin tierra a la vista, y el viaje que prosigue, guardan demasiadas similitudes con la obra de Thatgamecompany. Aparecemos entre aguas cristalinas sintiendo alguna llamada, un vórtice que se nos ha aparecido en una visión, pero en realidad este pobre diablo parece más guiado por la inercia, esa necesidad de seguir porque, a pesar de su belleza, cada pequeño escenario y habitación acaban haciéndose pequeños y hay que avanzar. Poco a poco empiezan a aparecer patrones: se avanza por distintos módulos, hay un momento en que la corriente nos impulsa e intentamos repetir aquél maravilloso momento de esquí entre la arena, y finalmente acabamos en una habitación tranquila, de aguas profundas y horizonte difuso, con un colosal triángulo metálico en el fondo que debemos atravesar. Por el camino nos topamos con los restos de una antigua civilización y, por ciencia infusa, porque sí, porque es lo que toca, tomamos parte en un rito ambiguo que devuelve la vida a ese fondo del océano que parece de todo menos muerto. Seré yo, que necesito llevar gafas.
Se podría hacer un esquema de los puntos por los que pasan Journey y Abzû y sus similitudes y cantaríamos bingo. Esta historia de descenso y ascenso, muerte, resurrección, evolución y máquina contra natura huele a comida sacada del congelador y metida al horno para ver si todavía está fresca. Los pocos momentos de sorpresa se ven prontamente contrarrestados por el hábito de lo conocido, encima de una referencia bien clara, y el resto es una sucesión de escenas familiares. Rehecho bajo el mar, que se vive contento y siendo buceador se es feliz, pero se nota la diferencia del estudio en aquellos matices que hacían tan pura a la creación de Jenova Chen. Journey tenía un objetivo claro desde el principio, aquella montaña tan claramente visible y llamativa, y dejaba claro el funcionamiento de su mundo desde el momento en que veías a las telas atrapadas, casi sufriendo, y cómo volaban y hacían que todo pareciese más alegre cuando finalmente las dejabas libres. Había un lazo emocional y se entendía cada nuevo paso, pero Abzû se pierde en la experiencia audiovisual. Navegas a tus anchas, perdido en el sonido, los colores, todos esos peces a los que te puedes agarrar. Cada nuevo espacio pide ser absorbido en su totalidad, rogando una pausa, como desconectándote del mundo y clamando la belleza de la naturaleza submarina. Demasiadas distracciones como para después interesarse por lo que puedan decir.
No hay una sensación de urgencia o necesidad sino que el juego oculta conchas para coleccionar y, de vez en cuando, entierra sondas que intentan imitar aquél rol de las telas y bufandas que acompañaban al viajero a través del desierto. Pero sin prisas, que estás bajo el agua y aquí hay mucho por explorar. Parece haber una colisión de propósitos, como si por una parte Abzû quisiera ser un videojuego tradicional, de exprimir a base de porcentajes y trofeos, subirte a cada pez, tortuga y cetáceo, pero también quiere ser una obra contemplativa. No faltan los paisajes que se extienden a lo alto y ancho, exhibiendo una riquísima paleta de colores, entre bancos de peces que decoran el vacío. Hasta la nada absoluta, el abismo donde la luz se pierde y apenas se adivinan las siluetas de lo que podría ser un cachalote, es hermosa en este océano profundo, y con cada nuevo sonido o forma viene la sugerencia de que quizá merezca la pena descubrir qué puede ser esa criatura. Una ballena jorobada. Un manatí. Hasta los tiburones son preciosos.
Pero entonces el juego exige que te emociones y extraigas un mensaje profundo. Casi con una sacudida, cambia la marcha y sugiere un guión que no termina de llegar ni verse. Restaurar la paz de un océano ya tranquilo. De acuerdo. Abzû aspira a la trascendencia por encima de sus posibilidades y no logra acertar en las claves que hicieron grande a Journey. Es breve y hermoso, es cierto. Apunta a un significado profundo, estoy de acuerdo. El simple hecho de moverse y casi bailar en aquellas aguas ya es un placer, por supuesto. Pero con todos sus intentos y aspiraciones, por mucho que quiera acercarse en lo superficial, carece de los elementos que puedan hacerlo grande. Esa conexión. Esa emoción honesta. Sobre todo, esa originalidad, la chispa creativa que hizo que tantos nos fijáramos en Thatgamecompany. Es triste ver a los autores independientes repetirse. Más aún cuando está claro que ponen pasión y cariño. Pero la triste verdad es que estábamos mejor en aquél desierto.