Amnesia: A Machine for Pigs
El axioma de Miguel Ángel.
Este análisis forma parte de la sección de Game Over.
El pasado 10 de septiembre vio la luz el esperado Amnesia: A Machine for Pigs, secuela de The Dark Descent, anterior trabajo de Frictional Games, y nueva entrega temática y espiritual de lo viene a constituir la propuesta lúdica esencial de este estudio de desarrollo. Un catálogo, el suyo, de carácter sin duda modesto en términos de nivel de producción pero al mismo tiempo pleno de coherencia, inaugurado en 2007 con Penumbra: Overture y que cuenta ya con cinco títulos, incluido el que nos ocupa, en su haber.
Este nuevo episodio supone la reconversión de Frictional Games en labores de publisher en sentido estricto y la atribución por vez primera del desarrollo propiamente dicho a un tercero, The Chinese Room, un modesto estudio británico cuyo repertorio cuenta únicamente con dos títulos previos: Korsakovia (2009) y Dear Esther (2012). Concebidos como mods iniciales de Half-Life 2, ambos juegos -especialmente el segundo de ellos- se articulan como experiencias en primera persona de carácter experimental y contemplativo, con especial hincapié en los elementos narrativos antes que en la interacción propiamente dicha.
En A Machine for Pigs nada es lo que parece y aquello que constituye un punto de partida de aparente sencillez acaba desembocando en una historia rica en matices y cuyas implicaciones van mucho más allá de la peripecia personal del protagonista.
Amnesia: A Machine for Pigs es desde un punto de vista argumental un título autónomo respecto de la anterior entrega y propone un considerable salto temporal con relación a ella. Su discurso se sitúa en el Londres de finales del siglo XIX, cuando la reina Victoria está a punto de abandonar el trono de una nación que dejó de ser agrícola hace ya tiempo y que se ha situado a la vanguardia del desarrollo industrial. Allí encarnas a Oswald Mandus, un poderoso empresario que ha permanecido convaleciente durante meses a causa de una grave enfermedad y que recupera el conocimiento impelido por la necesidad de encontrar a sus dos hijos, Edwin y Enoc, que al parecer se encuentran atrapados en los sótanos del inmueble. El tono del juego, como ya es habitual en la serie, es considerablemente fatalista y onírico, casi irreal. En él nada es lo que parece y aquello que constituye un punto de partida de aparente sencillez acaba desembocando en una historia rica en matices y cuyas implicaciones van mucho más allá de la peripecia personal del protagonista.
El cambio de titularidad en la paternidad del juego es imperceptible y el resultado final resulta en términos generales continuista. A Machine for Pigs se engarza, así, con total naturalidad en la idiosincrasia de la franquicia y en su código es posible apreciar con claridad todas y cada una de las señas de identidad del repertorio de Frictional Games:
El protagonismo recae en un individuo que se enfrenta en la más absoluta soledad y bajo una perspectiva en primera persona a un oscuro misterio que normalmente consiste en la identidad de alguien cercano (Penumbra) o la suya propia (Amnesia).
El argumento posee una importancia capital y junto con la atmósfera constituyen los puntos fuertes del título. La narrativa se articula, por otro lado, en base a las notas y documentos que el personaje va recopilando a medida que progresa en su aventura, circunstancia que permite hacer partícipe al jugador de la construcción de la trama.
La práctica totalidad del juego transcurre en interiores débilmente iluminados y en los que la única fuente de luz es la que porta el protagonista, lo que permite al estudio ocultar las limitaciones del motor gráfico y componer una atmósfera opresiva. Es frecuente, además, el empleo de recursos audiovisuales que tienen por objeto trasladar al jugador el pánico que se adueña del personaje en determinados momentos.
La premisa jugable se basa en la exploración y la resolución de puzles con ligerísimas pinceladas de acción.
El sistema de control pretende la simulación de una manera más o menos realista de la física mediante el desplazamiento del ratón con objeto de realizar acciones tales como abrir puertas, manipular objetos, etc. Este último episodio incorpora por primera vez, eso sí, la posibilidad de utilizar pad.
Como título plenamente continuista que es, A Machine for Pigs ha de lidiar con la alargada sombra de las anteriores entregas, pero también con el progresivo minimalismo que se ha ido adueñando de la franquicia desde que en 2006 apareciera la demo inicial de Penumbra. Esta decidida evolución hacia lo esencial por parte de Friccional Games puede apreciarse con claridad en los sucesivos episodios que han ido apareciendo:
El sistema de control basado en la física, que constituía la apuesta más reseñable del estudio, ha ido perdiendo peso hasta quedar relegado a la apertura de puertas, armarios o cajones.
El caótico sistema de combate de las primeras entregas ha desaparecido y en su lugar hay fases de sigilo y ocultación. El propio protagonista dejó de portar, de hecho, arma alguna hace ya tiempo.
El diseño de los puzzles, reseñable en Overture e, incluso, en Black Plague, se ha simplificado considerablemente, de manera que los rompecabezas no entrañan desafío alguno y se limitan, en el mejor de los casos, al acto de colocar piezas o engranajes situados en las cercanías.
El hecho de mejorar a base de "ir quitando aquello que no termina de funcionar" se ha traducido en la formulación a lo largo de los sucesivos episodios de una propuesta cada vez más refinada y pura, cuyo punto álgido quizás sea Black Plague, probablemente el juego más redondo de Frictional Games hasta la fecha. Pero al mismo tiempo esa vocación por lo elemental es algo que condena en cierta medida el futuro de la franquicia, ya que menoscaba el margen que queda a la innovación: cada vez hay menos que sustraer o simplificar.
En la compleja tarea que entraña gestionar una fórmula que apenas es ya hueso y piel, The Chinese Room opta por renunciar al atrevimiento que implica incorporar novedades sobre lo ajeno y prefiere tocar lo menos posible.
Esta circunstancia, puesta ya de manifiesto con The Dark Descent, reaparece ahora con mayor intensidad si cabe en A Machine for Pigs, en cuyo código es posible atisbar evidentes síntomas de estancamiento. En la compleja tarea que entraña gestionar una fórmula que apenas es ya hueso y piel, The Chinese Room opta por la exquisita educación británica. Renuncia al atrevimiento que implica incorporar novedades sobre lo ajeno y prefiere tocar lo menos posible, respetando escrupulosamente el legado recibido y simplificando aún más, si cabe, determinados aspectos -desaparecen el pánico y la oscuridad como elementos con trascendencia jugable- con objeto de centrar los focos sobre aquello que verdaderamente le interesa: la narración en primera persona de una historia de terror. El resultado es, por tanto, un título sin duda satisfactorio pero rebosante al mismo tiempo de continuismo y que, más allá de su brillante argumento, no difiere sustancialmente de la anterior entrega.
Al igual que el escultor, The Chinese Room se enfrenta al desafío que entraña quitar la piedra sobrante hasta dejar exactamente la figura que se encuentra prisionera en el interior del bloque de granito. Sin embargo, cuando se dirige hacia él cincel y martillo en ristre, se encuentra con la desagradable sorpresa de una escultura bella y resplandeciente, liberada por Frictional Games, el anterior escultor, que ha apartado ya a lo largo de las sucesivas entregas todo aquello que se interponía entre él y la obra. A The Chinese Room no le queda, por tanto, resquicio alguno dónde rascar, por lo que abandona resignada sobre la mesa las herramientas y comienza a abrillantar enérgicamente la fenomenal escultura con su pañuelo de bolsillo. Se aplica a ello con un tesón tan encomiable que finalmente logrará una figura deslumbrante y que duela con solo mirarla, pero aún con eso sus formas serán milimétricamente idénticas a las que ya existían cuando llegó.