Análisis de Binary Domain
Circuitos humanos.
Binary Domain es un juego que intenta aportar algo nuevo al trillado género de la acción en tercera persona. Trata sobre el choque del este con el oeste, de la cultura occidental con la oriental y del problema ético que supone el irrefrenable avance de la tecnología que, al superar la comprensión humana, llega a suplantar a las propias personas y toma consciencia de ella misma.
Toshihiro Nagoshi (sí, el mismo hombre que tuvo el suficiente criterio como para poner un mono dentro de una burbuja gigante de plástico en Super Monkey Ball) nos lleva hasta una Tokyo del futuro en que la sociedad está totalmente dominada por autómatas sin pretensiones y, como se descubre pronto, también por androides con aspecto y emociones humanas. A estos últimos se les conoce como los Hijos del Éter, robots que viven creyendo que son una persona más y que, por miedo o por intereses, están prohibidos en el contexto del juego por una renovada Convención de Ginebra.
Dan, el principal protagonista, lidera un grupo de soldados occidentales encargados de investigar las dudosas prácticas de la multinacional Amada, la responsable de dichas creaciones. Para ello se dirigen a una Tokyo del año 2080 dividida en dos partes: el sector inferior está repleto de caos y miseria, mientras que en el superior domina la opulencia de una sociedad idílica, acomodada gracias a los robots y ajena al marrón que se le está viniendo encima.
La cuestión central de Binary Domain es el límite que existe entre la tecnología al mero servicio de los humanos y el conflicto moral de jugar a ser Dios, pero se permite dejar las reflexiones existenciales en un segundo plano para mostrar que, en esencia, es un Gears of War a la japonesa con protagonistas estereotipados que se lían a tiros contra robots de tamaños diversos en un futuro cercano.
Aunque le cuesta un poco arrancar y los enfrentamientos llegan a ser tediosos y muy recurrentes (muchos de ellos parecen haberse incluido forzosamente con el objetivo de alargar una sección o aumentar el desafío), los tiroteos tienen un factor añadido, y es que podemos destrozar de forma estratégica a los enemigos: unos cuantos tiros certeros en las piernas y el robot caerá y se arrastrará hasta nosotros para auto-destruirse; unas balas en la cabeza y se desactivará repentinamente o, quizá, atacará a los suyos.
No es tan maravilloso como parece porque las opciones son muy limitadas y la inteligencia artificial no es como para tirar cohetes, pero es satisfactorio ver cómo gracias a la experiencia acumulada, que podemos usar para comprar munición y mejorar las armas, y a determinados objetos que otorgan habilidades tanto al protagonista como a los aliados, destrozar bichos mecánicos se convierte en algo entretenido. Y desde luego todo lo que esperáis ver en un juego de estas características está aquí: escenas de acción a gran escala, amoríos, humor forzado, jefes finales que ocupan toda la pantalla y muchos, muchos tiroteos.
"Binary Domain no deja de ser Frankenstein de ideas y conceptos de distintos juegos que, eso sí, ejecuta con bastante soltura"
Binary Domain también se permite algunas concesiones para poner su propio granito de arena. Dentro de su limitado sistema de conversaciones podemos usar el micrófono de Xbox 360 o de PS3 para dar órdenes a nuestro equipo con nuestra propia voz ("fuego", "cubridme", "reagrupar", etc.) o responder en los momentos en los que se nos permite intimar con los personajes, algo que no funciona del todo mal y que reconoce una amplia lista de palabras. Dentro de ese mismo sistema de conversaciones, por cierto, entra en juego la afinidad con los personajes, que aumenta o disminuye según lo que digamos o cómo lo digamos. Las consecuencias son nimias y no tienen un efecto real en las relaciones más allá de lo efectivos que puedan ser ayudándote, así que solo resulta útil a la hora de decidir qué compañero prefieres mantener a tu lado.
El esfuerzo por reinterpretar la ciudad de Tokyo es considerable y bebe mucho, como es normal, de la saga Yakuza en diseño, aunque el planteamiento difiera totalmente. Gráficamente es parecido, no resulta brillante pero se las apaña para mantenerse resultón. Sí que le achaca un complejo pasillero y una sobresaturación de habitaciones clónicas, grises y poco inspiradas, que por suerte se alternan con algunos escenarios abiertos y de grandes dimensiones que denotan algo más de creatividad.
El multijugador tampoco destaca, básicamente porque ofrece los típicos modos deathmatch, capturar la bandera y uno al estilo Horda llamado Invasión en el que -os sonará- debemos eliminar diferentes oleadas de enemigos. Pasa desapercibido porque no ofrece nada nuevo y porque se nota, sin duda, que el protagonista es el modo para un jugador, y que ahí es donde se han centrado los esfuerzos.
En síntesis, Binary Domain no resalta especialmente donde debería hacerlo. No aprovecha su sello diferenciador, el dilema moral, ni se arriesga en ofrecer ninguna propuesta ni argumento que vaya más allá de la acción hollywoodiense y lo políticamente correcto. Y cuando imita mecánicas de otros títulos, aunque lo hace de forma competente, no logra destacar con la suficiente contundencia. Es una pena porque Nagoshi juega con una propuesta aparentemente arriesgada, pero no apuesta por el riesgo a la hora de desarrollarla. Sin embargo sí que ofrece, y sería una estupidez negarlo, una conclusión coherente a los dilemas y sucesos que plantea.
Ya lo dijo Asimov: reservamos para nosotros esas cosas que los ordenadores no pueden hacer. La imaginación o la creatividad, aseguraba el maestro, son valores que un ordenador nunca podrá alcanzar, que son intrínsecas al ser humano. Binary Domain es un poco eso: tampoco resulta excelso en ninguno de esos aspectos y termina siendo una recopilación, un Frankenstein de ideas y conceptos de distintos juegos que, eso sí, ejecuta con bastante soltura. Una imitación, un reflejo, uno más. Como esos androides que, a pesar de parecer y sentirse humanos, en realidad no lo son.