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Análisis de Card Shark - Hacer trampas nunca había sido tan divertido

Francia, tierra de tramposos.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Mecánicamente soberbio, a Card Shark solo le falta un hervor en lo narrativo para ser un juego absolutamente excepcional.

Todos los juegos presuponen cierta confianza. No es solo que tengamos que confiar en los otros jugadores, que actuarán de forma honorable y respetando las reglas, o en los diseñadores del juego, que no crearán situaciones injustas y arbitrarias allá donde algo pueda sentirse mal, sino que además nos cabe esperar un nivel de civismo mínimo entre todos los involucrados. Incluso si se cumplen todas las reglas y el sistema es perfectamente justo, el juego se sentirá injugable si se respira una atmósfera malsana de falta de respeto y exclusión. Por supuesto, estas actitudes son más probables cuando los propios mecanismos de juego las fomentan, como ocurre más a menudo de lo que debería en el videojuego, quien acaba pagando el precio es la confianza del jugador en el juego y todos los involucrados en el mismo. Incluso en sí mismo. Y con ello, lo que debería ser una fuente de diversión, se convierte en una fuente de estrés, ayudando a arruinar el juego a todos los involucrados.

Si bien todo esto podría parecer poco relevante, en realidad lo es mucho para Card Shark. Transcurriendo durante el siglo XVIII, pocos años antes de la Revolución Francesa, encarnamos a un joven mudo que trabaja de tabernero que, un día como otro cualquiera, conoce al Conde de Saint-Germain, un famoso timador e intelectual de la época, que ve en él talento para ser iniciado en un oficio tan lucrativo como peligroso y poco ético: el juego. Obviamente no el juego limpio, legal, que se da en la mayoría de las mesas de Francia. No. El juego trucado donde, si se juegan bien las manos, es absolutamente imposible perder nunca.

Aunque pueda parecer lo contrario, Card Shark no es solo un juego de hacer trampas. Tampoco es solo un juego de cartas. Es un juego de conseguir ganarnos la confianza de personas, para que quieran jugar con nosotros, y no perderla, para que no quieran evitar tener que jugar con nosotros o que nadie más tenga que hacerlo, ya sea a través de la vía judicial o de la vía de la violencia. Porque en Card Shark se puede morir, pero es prácticamente imposible defenderse porque, a fin de cuentas, somos trileros, nuestra forma de defendernos es que los demás confíen en que no estamos haciendo trampas, incluso cuando las estamos haciendo.

No por nada, en el juego vamos de mesa en mesa de Francia, buscando llegar desde las tabernas más lamentables hasta la misma corte de Versalles, avanzando lentamente en nuestro ascenso social de la mano del Conde, siempre aprendiendo unos cuantos trucos por el camino. Con su mayoría basándose en manipular barajas, marcar cartas, barajar de forma que las cartas queden donde nos interesan y repartir de tal manera que distribuyamos las manos con más consciencia de la que deberíamos, la variedad la aportan ciertos trucos basados en juegos de manos más obvios, pero igualmente efectivos, como conseguir que una moneda caiga del lado que nos interesa o ser capaz de lanzar una carta a través del aire para que caiga donde queramos. Pequeños trucos que quizás no tengan particular sustancia pero que, gracias al guion, tienen momentos para brillar en nuestro meteórico ascenso en busca de nuestro verdadero objetivo: llegar a tener una audiencia para jugar a las cartas con el rey.

Ahora bien, nada de eso serviría de nada si el juego fuera un desastre mecánicamente. Por fortuna, en lo mecánico es donde mejor funciona. Con una leyenda siempre disponible para consultar los pasos y la terminología de cada truco, los desarrolladores han hecho un esfuerzo consciente para que sea igual de cómodo jugar con mando que con ratón. Si bien son dos experiencias completamente diferentes, siendo con el ratón mucho más gestual y con el mando mucho más rítmica, ninguna se siente como la forma superior o predeterminada de jugar. En ambos casos es igualmente precisa, respetando esa experiencia casi táctil que replica, ya sea con sticks, ya sea con ratón, la sensación de estar manipulando físicamente una baraja de cartas.

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Entrando ya a la implementación de estas mecánicas dentro del diseño del juego, el loop jugable es muy simple. Empezamos en un campamento de gitanos donde podemos aportar el dinero que queramos de nuestras ganancias para causas sociales que nunca nos aclaran cuáles son, después el Conde nos enseña un truco mientras viajamos hacia nuestro siguiente objetivo, ya en la mesa apostamos, y se acaba todo cuando no podemos seguir pagando las apuestas o cuando hemos ganado tres partidas, independientemente de si a nuestro rival le queda o no dinero o confianza en nosotros. Porque al respecto de esto segundo, es donde reside una de las decisiones de diseño más inteligentes del juego: el contador de sospecha del rival.

Cuando empezamos una partida contra alguien, en la parte inferior de la pantalla, tenemos una barra con un indicador con el rostro de nuestro rival. Al empezar la partida tenemos que apostar, y podemos hacer la apuesta mínima, pero también podemos aumentar la apuesta tanto como queramos. Ahí entra en juego esa barra. Cuanto más aumentemos la apuesta, más aumentará la barra, y ocurrirá lo mismo si, durante el juego, fallamos nuestros trucos, los hacemos de forma torpe o tardamos mucho en hacerlos. Porque esta es una barra de sospecha. Indica cómo de cerca está nuestro rival de perder los estribos, furiosos son nuestros torpes intentamos de esquilmarlos. Ya que, si la barra se llena, nuestro rival se levantará de la mesa, nos acusará de estar haciendo trampas y mandará que nos arresten o, en el peor de los casos, intentará matarnos. Y como ya hemos dicho, matarnos es fácil, porque ni vamos armados ni estamos entrenados para sobrevivir a un duelo.

Esta mecánica es la que da profundidad al conjunto del juego. Saber cuándo subir las apuestas, cuando no hacerlo, qué partes de nuestras trampas podemos permitirnos hacer con calma y cuáles tenemos que automatizar y que nos salgan como una segunda naturaleza, es parte esencial de Card Shark. Si el saber hacer el truco es la parte táctica, y en todo momento podemos consultar cómo hacerla, la existencia de este contador de sospecha crea una capa estratégica que nos obliga a pensar constantemente cómo podemos maximizar nuestros beneficios. O evitar la cárcel o la horca.

Es por eso que la confianza es importante. Si no conseguimos mantener la confianza de la gente, no conseguiremos avanzar — para que hacer trampas funcione, también es necesario que el otro confíe en que no hacemos trampas. Y ocurre lo mismo con la historia. Siendo todo el intento de desentrañar una conspiración en la que estaba involucrado el rey, al mantenernos durante más de dos tercios del juego ignorantes de lo que está ocurriendo o por lo que estamos intentando descubrir las razones para esta conspiración, la historia no consigue calar tanto como debería. No tenemos motivos para implicarnos en los sucesos, nuestro protagonista no cambia ni evoluciona a lo largo de la historia y el Conde puede ser un personaje extremadamente desagradable, lo cual hace difícil empatizar y mantener el interés en una historia que, cuando por fin despega, es soberbia, pero que hasta entonces nos pide un constante acto de fe para mantenernos interesados en lo que está ocurriendo.

Para que esa fe pueda materializarse tenemos, además de sus excelentes sistemas, un interesante departamento artístico. Aunque su banda sonora nunca destaca especialmente, nunca se hace pesada y en su estilo de música de cámara, nos hace sentir dentro de una pintura de época. Algo que refuerza el arte de Nicolai Troshinsky, que nos recuerda mucho al estilo de artistas como Quentin Blake, dándole a todo no solo un estilo muy particular, sino realmente un estilo que asociamos con el siglo XVIII francés, algo que bien sirve como sustituto a la fragilidad de una narrativa no del todo bien asentada.

Al final del día, Card Shark vive y muere por sus mecánicas. Narrativamente tiene un cierre soberbio e hilvana todo su conjunto de una forma prodigiosa, pero su historia queda un tanto coja, movida más por la curiosidad que por el interés, hasta el momento que decide mostrarnos todas sus cartas. Y eso es un problema. No un gran problema, dado lo exquisito de su arte y lo adictivo de su bucle jugable, que consiguen mantener nuestra confianza incluso en los momentos en que nos insiste que merece la pena aguantar, que hay una gran recompensa si aceptamos seguirle el juego. Y es cierto. La hay. Por eso es tan importante la confianza cuando hablamos de juegos; y por eso es tan importante conseguir crearla, que todos los sistemas no solo obliguen a volver a jugar al jugador, sino que este genuinamente quiera seguir jugando no por adicción, sino por interés. Porque sin confianza, es cuando podríamos malinterpretar los pequeños tropiezos, como poner demasiado peso en los giros de la historia, como fallos tremendos que hacen de menos a un juego, por lo demás, fantástico.

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