Análisis de El Escudero Valiente - Tan libre como solo puede serlo un niño
Cinema Paradiso.
Un torbellino de ideas visualmente arrebatador al que solo le pesa haber reventado demasiadas de sus propias sorpresas.
The Plucky Squire, o El Escudero Valiente para los amigos, es un juego escandalosamente bonito. Su estética, una descarada mezcla entre el look de un cuento infantil y la ambientación de un Zelda bidimensional de toda la vida, es tanto su principal carta de presentación como un punto de venta tan llamativo que corre el riesgo de eclipsar todo lo demás. Es el riesgo que corren los juegos que apuestan de manera tan decidida por un apartado artístico rompedor o particularmente currado, y aunque señalar está feo seguro que a todos se os ocurren unos cuantos ejemplos de títulos que se quedaron en una cara bonita con poco más que ofrecer. El Escudero Valiente no es uno de esos juegos. Tampoco es uno de esos proyectos que germinan alrededor de una idea genial pero nunca llegan a desarrollarla del todo, ni por entendernos una de esas presentaciones de ascensor que nunca dejan de serlo, y que estiran el chicle de su concepto fundacional durante diez horas porque la creatividad se les acabó ahí. Sí, es cierto que El Escudero Valiente es un juego sobre un cuento que cobra vida, pero lo importante es que después de esa idea llegaron más. Muchas más.
Si he decidido empezar aclarando todo esto, todo lo que el juego no es, es porque todos estos temores estaban bastante fundados, y porque ya nos han hecho daño antes. El Escudero Valiente parecía demasiado bonito para ser verdad, y aunque más adelante me reservaré un momentito para hablar de los trailers, al César lo que es del César: si el objetivo de estas piezas es ponernos los dientes largos, quizá habría que remontarse hasta Death Stranding para recordar una campaña de marketing con la misma efectividad. Era absolutamente imposible visionar ninguno de estos montajes sin quedar inmediatamente prendado de un juego que parecía ser cien juegos a la vez, y de un torbellino de ideas absurdamente libres que le sacaban punta no solo al concepto del libro viviente, sino también al propio medio del videojuego, homenajeándolo con ingenio infinito mientras le saca la lengua y juguetea burlón con sus límites. En lo personal, creo que me enamoré del todo en el tráiler que mostraba al protagonista saliendo del libro para entrecerrar una de sus tapas, haciendo que la gravedad hiciera rodar una carretilla. Una carretilla dibujada sobre sus páginas.
Si buscáis más de eso estáis en el sitio adecuado, porque El Escudero Valiente es así todo el rato. Son banderines de cumpleaños que también podrían ser una tirolina, son los pedazos desordenados de un puzzle dibujando un sendero en el bosque, y son puertas que se abren reordenando físicamente los adjetivos con los que el narrador acompaña las aventuras de Jota en los márgenes del papel. El Escudero Valiente son sus ideas, y aunque es cierto que algunas de las mejores son prestadas, no puedo evitar verlo como un homenaje. Quizá es porque el juego sabe caerte simpático, o por el cariño que destila cada una de sus escenas, pero creo que sobre todo tiene que ver con su manera de hacer colisionar entre sí todos estos conceptos para darle forma a algo nuevo. El Escudero Valiente es un hervidero de influencias, sí, pero jamás se limita a copiar.
Ni siquiera cuando estos homenajes son más evidentes, porque quien quiera jugar a tachar los guiños explícitos debería empezar a apuntar referencias tan dispares como Punch-Out!!, Resogun o Crypt of the Necrodancer. El juego, o más concretamente su nutridísima selección de minijuegos, no se pone ni un poco colorado a la hora de solventar un combate contra un jefe ensayando su propia versión de Magical Drop o disfrazándose de Rhythm Paradise, y de hecho lo subraya todo lo que puede porque su objetivo no es que no te des cuenta, sino arrancarte una sonrisa de complicidad. Lo mismo sucede con sus mecánicas, muchas de ellas deudoras de otros juegos geniales y préstamos que no se molesta en disimular demasiado: sería absurdo intentar fingir que la idea de reorganizar físicamente las palabras para alterar las condiciones de un puzzle no la tuvo Baba is You primero, o que ese “sello parada” que permite congelar a un bloque en su sitio o ralentizar una maquinaria infernal para que la atravesemos con seguridad no es, en esencia, el módulo de estasis de Dead Space.
Todo esto son los ingredientes, las mecánicas individuales, los riffs robados a ese o aquel grupo mítico que al unirse dan forma a una nueva canción. Y entonces llega la magia, y lo que hace verdaderamente especial a un juego que si aporta algo a la mezcla, más allá de unas cuantas ideas originales realmente inspiradas, es su radical y absoluto concepto de la libertad. Y no me refiero a la libertad en el sentido tradicional en el que la entendemos en los videojuegos, porque ya que hablamos de influencias y de moldes el que sirve de base a El Escudero Valiente es el de los Zeldas más clásicos, y dentro de ellos el de uno particularmente lineal. No. El Escudero Valiente no es un juego libre porque plantee nada parecido a un mundo abierto, o porque sus puzzles ofrezcan un montón de soluciones alternativas, ni siquiera porque plantee decisiones, consecuencias o algo parecido a un sistema de moralidad con el que decidir si Jota apuñala a un gatito o le paga la matrícula de la universidad. El Escudero Valiente es libre por algo mucho más importante: por su lógica. Por su manera de entender el mundo y la realidad. Por saber pensar como solo podría pensar un niño.
Porque para un niño todo es posible, y porque para su imaginación sin medida todas las limitaciones de la férrea y aburrida realidad que los adultos damos por sentadas simplemente no existen. Los niños, y esto lo digo por experiencia, suelen pensar que los médicos lo son simplemente por llevar bata y que un papelote pintarrajeado es dinero de verdad y sirve para pagar en las tiendas, y El Escudero Valiente funciona de la misma manera: haciendo colisionar todas sus realidades y todos sus conceptos con la naturalidad y la ausencia de ideas preconcebidas de un chaval de primaria. Por eso es posible dibujar una bomba dentro de un tanque y hacer estallar a su aterrorizado piloto, y por eso es perfectamente posible alimentar a un conejo dibujado en un post it con una zanahoria real que hemos metido dentro del cuento. Por eso la carretilla cae cuando inclinas la página, ¿Qué otra cosa iba a hacer si no?
Así, y sin hacer demasiados spoilers porque ejemplos hay a decenas, van sucediéndose los rompecabezas de lo que es en esencia un juego de puzzles maquillado bajo la apariencia de una aventura de acción cenital que ni siquiera brilla especialmente en ese apartado, porque El Escudero Valiente tiene de Zelda lo mismo que Braid tenía de Super Mario. La apariencia, una base mecánica y ante todo una gramática elemental que todo el mundo conoce, y que precisamente por eso resulta tan interesante subvertir para darle forma a algo nuevo y a una reflexión sobre el medio y sus propias limitaciones. Hay una escena particularmente dura en Indie Game: The Movie que intercala las lamentaciones de un Jonathan Blow abatidísimo e incomprendido con las carcajadas de Soulja Boy, un rapero que se ríe de su juego porque un Mario en el que puedes rebobinar el tiempo al morir no tiene sentido. Y esa es la cosa. Que en el fondo no le falta razón. Que Braid como juego de plataformas no vale nada, y que El Escudero Valiente no pasaría de ser una aventura ramplona con un combate simplón y prácticamente trivial. Que ambos juegos son algo más.
Y sobre todo que ambos juegos entienden que el videojuego ha avanzado lo suficiente como para tener un pasado. Un pasado que puede homenajearse con un cariño infinito buscando la sonrisa y el aplauso cómplice, por supuesto, pero sin restarle un ápice de valor a eso creo que lo que El Escudero Valiente propone es algo más valioso. Es releer los lugares comunes y los automatismos de todo un género, es reinterpretarlos desde esa nueva lógica infantil y libérrima y es hacer explotar sus límites, traspasándolos de la manera más literal posible: no hay que olvidar que una de las mecánicas elementales del juego es la de romper de manera física las fronteras del propio cuento, saliendo y entrando de él a voluntad y transitando libremente entre un mundo bidimensional y una realidad totalmente 3D que sucede sobre el escritorio de Sam, el niño que lee las aventuras del escudero.
Ese es el punto de partida real de una aventura que en lo argumental vuelve a ser engañosamente simple, como todo en el juego, porque en apariencia El Escudero Valiente es una aventura tontorrona y sencilla sobre un aprendiz de héroe encargado de pararle los pies al pérfido mago Gruñonzón para salvar el reino de Artia. Todo esto es verdad, y es tan inocentón y encantador como suena, pero nuevamente nos estamos quedando en el decorado. Porque sí, El Escudero valiente es un cuento para niños, pero también un artefacto narrativo extremadamente inteligente que juguetea en todo momento no ya con una cuarta pared que pulveriza a patadas, sino con la autoconciencia de sus personajes y la dimensión material del propio cuento que habitan, dejando para el recuerdo algunas de las secuencias más deliciosamente meta que se recuerdan y un tramo final que es, simplemente, una genialidad. Acostumbraos, porque el juego va absurdamente sobrado de ellas.
Y por eso es una lástima que muchas impacten menos porque nos las revelaron antes de tiempo. Habíamos quedado en hablar de los tráilers, y de ese chorro de creatividad a borbotones que hacía tan sencillo armar un montaje promocional impactante… y que ha terminado resultando tan dañino para el producto final. Creo que estamos ante uno de esos casos en los que la campaña promocional ha destripado demasiado, y aunque el juego se extienda a lo largo de diez capítulos y unas diez horas rebosantes de ideas y de contenido, es cierto que muchas de las más llamativas no van a pillaros de nuevas, y que un juego tan basado en sorprenderte constantemente pierde algo de punch cuando esas sorpresas se revientan meses antes del lanzamiento. Por eso recomiendo llegar al juego virgen en la medida de lo posible. Porque El Escudero Valiente vive de sus momentos, y porque otra cosa que solo tienen los niños es la capacidad de sorprenderse siempre como si fuera la primera vez. Los adultos somos más difíciles de maravillar dos veces con el mismo truco, y por eso es una suerte que El Escudero Valiente no se repita, y que encierre diez, quince, veinte, treinta momentos como el de la carretilla pero a la vez totalmente distintos. Momentos que emocionan porque te demuestran que aún no es demasiado tarde, y que hacen algo mejor que hacerte sentir un niño: exigirte que aprendas a pensar como ellos. Que entiendas que mover un bloque es más sencillo cuando las viñetas se pueden tocar, y que volver atrás en el tiempo es tan sencillo como retroceder unas cuantas páginas. Que comprendas que todo es posible cuando sustituyes la lógica por ilusión.
Decía Pablo Picasso que le tomó cuatro años pintar como Rafael, pero que le llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño. Pues eso.