Análisis de Fire Emblem Engage – Un gran RPG táctico mediocre en todo lo demás
Saltar cinemática.
Fire Emblem Engage es un juego enorme. Es una historia de anillos, y dioses, y príncipes, de reinos enfrentados, de batallas masivas y de profecías transmitidas durante milenios; es exactamente el tipo de epopeya épica y grandilocuente que el género y la franquicia nos han acostumbrado a amar. Sus personajes se cuentan por decenas y tras cada escaramuza, o en ocasiones durante ellas, podemos recorrer el campo de batalla y conversar cara a cara con todos ellos. Las líneas de diálogo parecen no agotarse nunca, y lo mismo sucede cuando llega la calma, de vuelta a la tranquilidad del Somniel. Allí, paseando entre los cerezos o al calor de una taza de té, nuestro protagonista estrechará lazos con sus camaradas mientras practica gimnasia o cocina algo para el camino; allí manejaremos las finanzas de todo el reino en un pequeño mapa de guerra, allí forjaremos anillos bendecidos por innumerables espíritus, allí grabaremos runas antiguas en nuestras armas y allí acariciaremos a los animales que hayamos decidido adoptar a lo largo de la aventura. Fire Emblem Engage encuentra tiempo para todas estas cosas porque como digo es un juego enorme, pero también una sucesión de momentos cálidos e intrascendentes que deberían vertebrar ese vínculo que siempre ha servido de base a la saga: los del jugador con quienes deberían ser mucho más que simples unidades.
Fire Emblem Engage también es un juego que funcionaría mejor prescindiendo de todo esto.
Es una sensación que se va tornando en certeza capítulo a capítulo, cinemática tras cinemática, y aunque supongo que esperar que no se me malinterprete es una batalla perdida de antemano, al menos me gustaría intentarlo. Al menos me gustaría aclarar que habrá muy poca gente a la que esto le duela más que a mi. Y me duele porque sé de sobras que es importante, y porque entiendo que la franquicia está donde está por su elegancia a la hora de detenerse en lo irrelevante. Fire Emblem es plantarse con un arquero en la base de una montaña para anular la ventaja territorial de los jinetes alados, por supuesto, pero sobre todo es conversar más tarde con él y preguntarle por qué lleva ese medallón y a dónde va cada noche. Son esos pequeños retazos de humanidad los que convirtieron a Three Houses, un RPG táctico resultón y un simulador de gestión algo repetitivo, en un auténtico juego de culto, y lo hicieron porque encerraban un cariño y un mimo infinitos. Porque tenían un corazón. Ese es solo uno de los dos motivos por los que creo que a Engage le hubiera ido mejor soltar lastre.
Más adelante profundizaremos en ello, pero permitidme empezar por las buenas noticias: el segundo motivo para meter tijera y para deshacerse de los minijuegos, de los desvíos, de los constantes y soporíferos paseos para recolectar materiales e incluso de la mayor parte de su argumento es que todo esto termina por ser una zancadilla constante al ritmo y a la frecuencia de unos combates que son, que a nadie le quepa ninguna duda, el verdadero jugador franquicia de Fire Emblem Engage. Aún así, entiendo que al referirme a esto como buenas noticias estoy dirigiéndome solo a una parte de la bancada, porque en el fandom de Fire Emblem siempre ha habido dos tipos de jugadores: los que lo adoran por lo que tiene de Advance Wars, y los que lo adoran por lo que tiene de Persona. Si sois de los primeros, de los que acuden aquí tan solo a contar casillas y a disfrutar de una experiencia táctica de alto nivel en la que un solo movimiento en falso puede echar al traste una batalla entera, id aflojando ese cinturón porque el festín que se os viene encima es de los de comer con las manos.
De hecho, la única pega que podría sacársele va precisamente por ahí, por esa mayor permisividad que implica el regreso del rebobinado que ya debutó en Three Houses; Fire Emblem Engage puede y debe jugarse con la muerte permanente de las unidades condicionando nuestra estrategia y elevando las apuestas constantemente, pero quizá los jugadores más hardcore no acaben de ver con buenos ojos lo que es en el fondo una mecánica de calidad de vida que nos ahorra tener que cargar partida a las bravas. Por lo demás esto de paseo militar tiene muy poquito, y progresar con garantías sigue implicando conocer al dedillo las ahora multiplicadas posibilidades de cada unidad: de hecho, y hablando puramente de memoria, diría que nunca habíamos visto un Fire Emblem tan granular, tan enfocado a la microgestión y el manejo de decenas de habilidades y excepciones que condicionan su funcionamiento. Más allá de las acostumbradas clases avanzadas y básicas y del abanico de roles mixtos que abren los tanques con capacidad de sanación o los arqueros montados, más allá incluso de novedades como los tiradores de élite o los jinetes de lobos, hablamos de una complejísima madeja de habilidades pasivas o contextuales que, por ejemplo, pueden otorgarnos una bonificación al daño si recorremos grandes distancias antes de golpear, o incrementar nuestra defensa si nos rodeamos de unidades femeninas o estamos cerca del Dragon Divino, un rol especial que encarna nuestro protagonista. Es una cantidad de información en bruto que bien podría haber supuesto un problema si no estuviera presentada de manera tan accesible, y por fortuna más allá de la sencilla pero efectiva organización visual de los propios menús y fichas de personaje el juego ofrece unas cuantas ayudas contextuales y multitud de filtros y modos de visualización para facilitar las cosas. Es complejo, pero sobre todo es consciente de su propia complejidad. Y funciona.
Todo bien por tanto en el terreno de los numeritos, aunque es un esfuerzo que se hubiera quedado en nada sin una base sólida con la que sacar partido a todas estas posibilidades tácticas. Una base que pasa, como siempre, por el diseño de los propios mapeados, absolutamente genial, y ante todo por un compromiso absoluto con la variedad de situaciones y con sacarle punta a todos estos sistemas planteando mecánicas como la oscuridad, una suerte de niebla de guerra que en algunos niveles convertirá las antorchas en un recurso extremadamente preciado y las almenaras en un objetivo militar más importante que las propias fortificaciones. Arenas movedizas, murallas y parapetos destructibles, fenomenales armas de asedio que cubren casi todo el mapa y que nos obligarán a pelear por su control… Fire Emblem Engage ensaya nuevas ideas con un ritmo y una creatividad portentosas, y casi todas le salen bien. Por eso apetece seguir encadenando batallas. Por eso, y porque lo que sucede fuera de ellas resiste muy poco la comparación.
De eso es de lo que hablaba al principio, y ese es el primero de los dos motivos por los que todo lo que rodea al conflicto mismo se siente en esta ocasión como lastre y mero relleno. Y no es solo que todos los pasatiempos que articulan la experiencia en el Somniel, ese hub localizado en el centro del mapa que hace las veces de base, se muevan en un rango que va de lo poco inspirado a lo directamente infumable: quizá decir esto levante algunas ampollas, pero los episodios de la academia en Three Houses tampoco eran candidatos a ningún premio al mejor diseño. Si entonces funcionaban, y si ahora se atragantan como lo hacen, es de nuevo por un problema de base; un problema que me ha costado decenas de horas identificar, y que hace un par de semanas, en la preview, achacaba a su obsesión con el gacha. Pero el gacha es solo un problema estético: es cierto que está ahí, es cierto que a la estructura de la campaña no le hace ningún favor su foco en desbloquear nuevos héroes y desde luego es ciertísimo que el minijuego de craftear anillos de diez en diez es un borrón muy feo en lo que se supone que es una experiencia premium, pero con el dinero real fuera de la ecuación nada de esto hace verdadero daño. Three Houses, Fates, Awakening, cualquiera de las vacas sagradas de la franquicia hubieran seguido siendo juegos fenomenales aún incluyendo decenas de minijuegos en los que abrieramos sobres sorpresa. Y lo serían porque nos seguirían importando sus personajes.
Por eso están aquí, por eso Engage se obsesiona por hacer desfilar por pantalla a los espectros de Marth, de Roy, de Ike o del propio Byleth, y esa es su principal paradoja: la de un juego construído sobre el carisma de generaciones pasadas que se olvida de generar el suyo propio. Es un problema, el del fanservice apenas camuflado reinando en solitario en lo más alto de la lista de prioridades del juego, que para empezar hiere de muerte cualquier posible suspensión de la incredulidad: cualquier obra de ficción esencialmente es una mentira, pero es imposible disfrutarlas si no creemos por un momento. No se puede disfrutar de Star Wars si no aceptamos que existen los Jedi, y, por volver a Three Houses, no es posible sumergirse en lo que propone si no damos como cierto ese Hogwarts para principitos. Jugando a Fire Emblem Engage, sin embargo, no sentimos que el juego nos quiera contar una historia, porque solo vemos lo que hay detrás: una sala de reuniones en la que unos tipos encorbatados subrayan proyecciones de ventas con sus aburridos punteros láser.
Esa es la primera ficha del dominó, y tras ella cae todo lo demás. Es obvio que todos esos personajes no pintan nada en la historia. Está claro que condicionan el argumento. Es dolorosamente evidente que los acontecimientos nos llevan de un lugar a otro solo para desbloquearlos, y que no tienen ninguna coherencia interna. Es imposible creerse nada. Y como el argumento no importa tampoco lo hacen sus personajes, y por eso se hace tan cuesta arriba pasar tiempo con ellos. A tomar viento el castillo de naipes. Al menos los nuevos lo intentan, y de cuando en cuando alguna conversación con Vander, nuestro voluntarioso paladín defensor, o con Alcryst, timorato pero noble como un león, nos hacen esbozar una sonrisa cómplice. Irónicamente el mayor problema está en los cameos, en los espíritus, en esos héroes recalentados que deberían ser la piedra angular de Engage y que parecen bien conscientes de su condición de pegote y de mera excusa para vender camisetas de Beckham. Así, con la actitud de un exfutbolista que se va a jugar a Los Ángeles para arañar unos cuantos millones saludando con la manita, los espectros de los Fire Emblem pasados se arrastran por el argumento como sin querer hacer demasiado ruido, con diálogos blandos y apenas peso en los acontecimientos en sí. Y sería injusto culparlos: es muy difícil hacer encajar una pieza redonda en un agujero cuadrado, y con semejante marrón encima de la mesa la única salida digna para el equipo de guionistas era la del mínimo esfuerzo.
Supongo que también sería injusto cargar solo sobre los hombros de esta franquicia el peso de este tipo de productos, porque el RPG japonés es especialmente aficionado a las entregas refrito y sagas legendarias como Final Fantasy, Tales o Dragon Quest también tienen unos cuantos experimentos de carácter coral y sabor a croquetas de ayer de los que sacar muy poquito pecho. El asunto es que normalmente suelen ir de frente, con la etiqueta de spin off izada en lo más alto del mástil y tratados como lo que son: café para muy cafeteros, y entregas menores para hacer caja. Quizá, ya que hablamos de sabores, lo que acaba amargando a este Engage es la pompa y la ceremonia, el tratamiento y los honores de entrega numerada y de sucesor de pleno derecho de los mitos sobre cuyos hombros intenta auparse. De los juegos que, en definitiva, sentaron las bases que hoy Engage intenta revender bajo un nuevo envoltorio. Y puede que la jugada tenga sentido, al menos por el momento, y ese es su error: obsesionarse con el pasado de la franquicia, y olvidar por completo su futuro. Un futuro que llegará dentro de diez, de quince o veinte años, cuando toque repetir la jugada. Cuando te toque vivir de las rentas que hoy olvidaste cuidar. Cuando toque revendernos el espectro de un personaje protagonista que hoy, tras decenas de horas de juego, ni siquiera recuerdo como se llama.