Análisis de Kairo
Atmósfera cero.
Kairo es una aventura en primera persona con puzles, pero está bastante lejos de parecerse a Myst. Sin ninguna clase de introducción aparecemos en un extraño mundo de geometrías perfectas, donde todos los escenarios se componen de planos ortogonales (con alguna breve aparición de una esfera) y alrededor solo queda un vacío sobre el que se apoyan estas enigmáticas construcciones. El argumento queda relegado a un plano irrisorio, con apenas un par de pinceladas. El juego se centra más en crear un ambiente y sumergirnos en él.
Los entornos tienen un aspecto casi alienígena y un atractivo complicado de explicar. El material granuloso del que están hechos la gran mayoría de los elementos es frío en apariencia, pero simplemente cambiando unos pocos colores esa especie de hormigón se transforma dentro un rango amplio e interesante: cuando el espacio se vuelve azul parece congelado en el tiempo, en rojo transmite vida, verde parece trasladarnos a otro mundo…
Gran parte de la responsabilidad de que todo funcione tan bien recae en la banda sonora. Es capaz de hacernos sentir incómodos con una melodía en una zona concreta, y solo nos sentiremos a salvo en otro sitio que esté en silencio o reproduciendo algo más calmado, sin existir un solo elemento que pueda ser interpretado como amenaza. Este pequeño juego se produce de una manera sutil, sin necesidad de hacerlo evidente en ningún momento, tratando de llegar al subconsciente y atacando desde allí sin que nos percatemos.
"El juego se centra más en crear un ambiente y sumergirnos en él [...] La recompensa por resolver un puzle es descubrir una nueva localización y no estar más cerca del final"
Casi todo el juego gira en torno a la exploración de estos parajes. La recompensa por resolver un puzle es descubrir una nueva localización y no estar más cerca del final; uno de los momentos más duros del juego es cuando te das cuenta de que estás en los últimos compases y que ya no te queda nada nuevo por descubrir.
El control de Kairo resulta ser algo antinatural al principio: la primera persona invita a hacer clic en todos lados, pero no existe botón alguno para interactuar con el entorno. Todo se hace con el propio cuerpo del protagonista: pisar botones, activar aparatos con nuestra simple presencia, engranajes que reaccionan a nuestro movimiento…
Esta manera de manejar el juego resulta ser un arma de doble filo: por una parte, reduce bastante las posibilidades de interacción y no siempre queda claro qué hemos hecho; por otra, éstas parecen más naturales, no hay confusión en cuanto a qué podemos hacer con qué objetos y aumenta esa sensación de identificación con el protagonista, que va descubriendo el mundo a la vez que nosotros. En Kairo funciona, probablemente por lo diferente de la propuesta y por el mundo que recorremos, pero estoy casi seguro de que muchos otros juegos se habrían estrellado con una idea así por no saber manejarla bien.
Aquí es donde Richard Perrin saca a pasear su talento: las estancias que contienen puzles no se parecen nada entre sí; cada lugar es un reto nuevo donde tendremos que hallar incluso la manera en que podemos interactuar en esta ocasión. Al llegar a una nueva sala nuestra experiencia previa se desvanece y nos encontramos ante un mecanismo diferente del que tendremos que descifrar la lógica interna. Por si acaso tenemos disponibles tres pistas para poder resolver los acertijos que se nos atasquen.
La sensación de repetición solo se produce en los pocos momentos en que nos perdemos y no sabemos muy bien por dónde tirar; durante unos minutos el juego parece que se va a desmoronar mientras pasamos una y otra vez por las mismas estancias, perdiendo esa fascinación que nos acompaña en todo momento. Por suerte estos momentos suelen ser puntuales, y el juego apenas dura una tarde, salvando así el problema de ritmo que habría sufrido de haber durado más.
Kairo es un juego donde es más importante el lugar donde ocurre la acción que ésta en sí. Quienes busquen puzles sesudos no terminarán satisfechos del todo, pero quienes estén dispuestos a olvidarse por unas horas de nuestro mundo y se zambuyan por completo en el de Richard Perrin se encontrarán con un universo en el que es fácil dejarse atrapar por su majestuosidad.