Análisis de Middle-Earth: Shadow of Mordor
Coctelera tolkiana.
Una de las mejores cosas que se puede decir de Shadow of Mordor es que no sólo trata de ser una golosina para el aficionado del Tolkienverso, sino que también se toma muy en serio lo de querer ser un buen videojuego en sus propios términos. O al menos un juego capaz de moverse en los mismos círculos que los Batman de Rocksteady o los Assassin's Creed sin desentonar y sin tener que tirar de su popular licencia como único argumento. Shadow of Mordor piensa antes en tu yo jugador que en tu yo fan, y eso, de entrada, es un punto a su favor. De la misma manera que son destacables esas ganas de hacer el mejor juego posible que se notan desde los primeros compases. Aunque nuestra concepción de "mejor juego posible" pueda no coincidir con la que tiene Monolith.
Pongámonos antes en situación: Shadow of Mordor es una aventura de mundo abierto levantada sobre la plantilla definida por los sandbox AAA de los últimos años, con mucho acento en la acción y el sigilo y algo menos en la exploración de un mapa que recrea de forma muy compacta las tierras baldías de Mordor y el Reino costero de Núrn. Su historia se sitúa entre los acontecimientos relatados en El Hobbit y El Señor de los Anillos y está protagonizada por el último capitán de la Puerta Negra, la primera línea defensiva frente al ejercito orco de Sauron. En la cinemática introductoria morimos a manos de los compinches del Señor Oscuro, lo que nos viene bien para que nuestro cuerpo sea poseído por el espectro de un Señor Elfo de las edades antiguas que no sólo nos devuelve a la vida con ganas de venganza, sino que lo hace con un set nuevo de habilidades sobrehumanas que se manifiestan tanto en los combates como en el desplazamiento por el mapa. Desde este punto de vista, Shadow of Mordor es un poco como un "Banjo-Kazooie meets Ubisoft", un juego en el que debemos aprender a combinar las habilidades de dos personajes fusionados en uno solo para ir limpiando el mapa de misiones principales (pocas, unas veinte), secundarias y coleccionables.
El dibujo de Shadow of Mordor va tomando forma a partir de préstamos e ideas ajenas que toma de una decena de éxitos de la pasada generación. Mete en la coctelera la mecánica de peleas de X, la estructura de Y y la progresión de Z, agita y el resultado no es un Frankenstein fofo, sino un juego sólido que, en momentos concretos, incluso supera a sus modelos. Una ejecución impecable a la que sólo se le puede echar en cara un exceso de familiaridad, la sensación continua de que los caminos por los que nos propone andar el juego de Monolith ya los hemos transitado varias veces; que se sienten más cómodos asegurando el tiro con fórmulas ya probadas que buscando la sorpresa.
Tal vez la más clara de todas estas apropiaciones sea la del sistema de combate: un calco de los ballets rítmicos y multitudinarios del Arkham Asylum. Se trata, eso sí, del mejor calco posible. Es complicado cansarse de estas peleas, casi musicales, en las que su melodía de hostias sintoniza tan rápido con tus ondas cerebrales que entrar en ese flow mental, ese estado de concentración tan placentero y adictivo, es cuestión de segundos. Es posible, incluso, que mandes a la porra el sigilo que el juego recomienda para ciertas misiones (los asaltos a fortalezas, por ejemplo) por meterte de cabeza en tormentas de espadas más grandes que La Comarca. Estos enfrentamientos yo-contra-Mordor no son sólo una delicia jugable, sino que además son, a su manera, muy hermosos: la satisfacción de asestar un golpe final en un slow motion altamente pornográfico -con zoom sobre todo tipo de mutilaciones, cortes en la carne y sobre cabezas que giran lentamente por el aire manchándolo todo de sangre negra y espesa- es algo que no desaparece ni después de las veinte horas de juego. Si, además, el blurayo corre en alguno de los cacharros de nueva generación, el nivel de detalle de los poropelos, las texturas de los objetos y las expresiones de dolor de los personajes, añaden aún más teatralidad a toda esta coreografía.
"Más allá de una ejecución impecable a la que sólo se le puede echar en cara un exceso de familiaridad, subyace una sensación continua de que los caminos por los que nos propone andar Monolith ya los hemos transitado varias veces; de que se sienten más cómodos asegurando el tiro con fórmulas ya probadas que buscando la sorpresa."
La influencia de Arkham Asylum no sólo sobrevuela sobre los combates. Al igual que el juego de Batman limitaba su campo de acción a una pequeña parte de Gotham City, el juego de Monolith deja de lado los grandes paisajes y las vastas extensiones del mapa de la Tierra Media para centrarse únicamente en Mordor y, a la mitad de partida, en un pequeño reino marítimo del sur de Gondor. La sensación nunca es la de ser un personaje, más o menos despreocupado, dentro de un geografía determinada, sino más bien la de un espía infiltrado en el campamento enemigo y, por tanto, siempre en peligro. Da igual en que punto no situemos, siempre hay a la vista una fortaleza, un grupo de rastreadores o una pequeña hoguera con orcos alrededor. La mayor parte de las veces nos entretendremos abriendo todas las cabezas verdes que nos encontremos por el camino, porque... en fin: es lo que nos va a estar pidiendo el cuerpo. Pero, cuando no sea así, el juego propone una solución estupenda para desplazarnos rápidamente por el terreno: el jaunteo, una idea muy similar al "guiño" de Dishonored, que aligera cualquier tiempo muerto (uno de los grandes enemigos de los sandbox) cuando lo único que queremos es cubrir, lo más rápido posible, la distancia entre A y B.
Antes, cuando he dicho que Shadow of Mordor era un conjunto de ideas prestadas, estaba mintiendo un poco. No es que el nuevo título de El Señor de los Anillos no sea un collage de decenas de fuentes, pero, en honor a la verdad, sí que ofrece, al menos, una gran idea propia: el sistema de Némesis, una respuesta dinámica del juego a nuestras victoria y derrotas, un algoritmo que convierte a cada orco de Mordor en un personaje único, con sus fortalezas y debilidades, con sus nombre, aspecto y ambiciones propias. Incluso es capaz de recordar encuentros anteriores, lo que lleva a establecer relaciones de rivalidad con nosotros que serán únicas para cada jugador. Es posible que Shadow of Mordor no llegue a los niveles de Skyrim o Fallout a la hora de dar la sensación que estamos dentro de un mundo vivo que respira a pesar nuestro, pero es una idea fabulosa que convierte enfrentamientos con masillas anodinos en algo cargado de mucho más significado. Aunque, eso sí, tarde casi una decena de horas en conseguir explicar a un desconcertado jugador cómo funciona y cuál es su importancia dentro de la aventura.
"Aunque es posible que Shadow of Mordor no llegue a los niveles de Skyrim o Fallout a la hora de dar la sensación que estamos dentro de un mundo vivo, el sistema Némesis es una idea fabulosa que convierte enfrentamientos con enemigos anodinos en algo cargado de mucho más significado."
Cuando dejamos de mirar el detalle, no obstante, y contemplamos la foto completa, entonces el conjunto pierde algo de brillo. Todo es tan formulaico, tan apegado a sus fuentes de inspiración y tan lleno de recuerdos a momentos de los pasados años que, en ocasiones, parece casi una parodia involuntaria de lo mainstream. Subir a torres para desvelar el mapeado, sets de movimientos que no cuadran con el personaje (por ejemplo: cuando Talion, el héroe que controlamos, salta de grandes alturas, cuenta con una animación muy similar al salto de fe de Assassin's Creed, un movimiento que, en parte, definía a los protagonistas de la serie histórica de Ubisoft, pero que aquí no encuentra mayor justificación) o su fijación por los coleccionables que no ofrecen nada, son soluciones ajenas que aquí parecen trasplantadas de manera muy artificial y que no hacen sino elevar hasta el once la sensación de déjà vu.
Sea como sea, no hay duda que Shadow of Mordor tiene sus valores y hasta los más picajosos (me temo que el que firma es uno de ellos) deberán reconocer que se trata de un juego que hace pocas cosas mal. Los parabienes que está recogiendo en la prensa especializada son entendibles y el interés despertado razonable. Aun así, tal vez no esté de más pedirle a los nuevas producciones elefantiásicas que intenten distanciarse de tics pretéritos y que, en la medida de lo posible, ofrezcan algo más que la enésima revisión de la misma fórmula protagonizada por el mismo hombre blanco enfadado, con su mismo traumita a cuestas y su misma colección de movimientos malotes ejecutados con sólo pulsar un botón.
Salvo eso, todo bien.