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Análisis de Stray - Bonito, pero lejos de ser purrfecto

Gato con guantes no caza ratones.

Aunque vistoso técnicamente, cada elemento del juego parece dirigirse en una dirección diferente, haciendo que no funcione con la fineza que debería.

La cohesión es una parte importante de toda obra artística. Poco importa lo bonitos que sean los gráficos, lo espectacular que sea el diseño de arte, lo interesante que sea la narrativa o lo pulidas que estén las mecánicas si todas estas cosas no casan entre sí. En el peor de los casos, podríamos decir que incluso el marketing tiene algo que decir de esto; si nos decepcionamos cuando no se cumplen las expectativas de lo que nos han vendido es, precisamente, porque la obra aparenta estar falta de cohesión. Y cuando sentimos que algo está fuera de lugar, sea cierto o no, no podemos empatizar como desearíamos con aquello que tenemos delante.

Stray es un juego que a veces parece no entender que la cohesión es una parte importante de todo videojuego. Y es que, aunque en el vacío sus defectos pueden parecer menores, en cuanto empiezan a apilarse es fácil ver que sus problemas son mucho mayores que la mera suma de sus partes.

Empezando por el principio, Stray es un juego desarrollado por BlueTwelve Studio donde encarnamos a un gato que, en una expedición en busca de su comida junto con su colonia, acaba extraviado y encontrándose en mitad de una ciudad cyberpunk. Allí conocerá al robot B-12, el cual ejercerá el papel de compañero, guía y traductor, siendo el ancla para las partes donde la historia del juego cobra mayor importancia. De ese modo, el juego combina partes de exploración, plataformas y descubrir lo que ha ocurrido en esta ciudad olvidada bajo tierra donde parece que hace siglos que nada va como debería, buscando darle un tono de aventuras al conjunto.

En lo mecánico, Stray está un poco rebajado de más. Basando en grueso de sus acciones en prompts, pequeños indicadores de que debemos pulsar un botón específico en ese lugar concreto, nunca tenemos un movimiento realmente libre por la ciudad o los escenarios circundantes. Podemos saltar obstáculos, escalar lugares y, como buen gato, escabullirnos por los espacios más absurdamente minúsculos, pero siempre condicionados por lo que nos permite el juego en cada ocasión. Eso significa que muchas veces, más que mirar al escenario, estaremos mirando la aparición de estos prompts que en bastantes ocasiones se sienten perfectamente colocados y adelantándose a nuestro pensamiento, pero otras muchas parecen lastrados por el propio diseño de niveles, exigiéndonos asumir exclusivamente la ruta que los diseñadores han pensado de antemano.

Esto es especialmente obvio en las secciones más propias de mundo abierto. Cuando nos dejan explorar y nos hacen buscar pistas e indicios, muchas veces podemos ver claramente donde ir y por donde sería lógico que pudiéramos dar un salto o escabullirnos, pero la ausencia de prompts para ello nos lo impide. Eso hace que se hagan un poco frustrante de más ciertos momentos de exploración, donde los límites de este sistema se hacen más patentes.

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En este sentido tampoco ayuda que nuestro amigo B-12 se ofrezca siempre a ayudarnos, ya que tampoco parece que tenga nunca nada que aportar. Aunque es a través de él como se resuelven la mayoría de los puzles no ambientales, si nos atascamos buscando cómo avanzar, pedirle ayuda tiende a ser completamente inútil. Repitiéndonos como un papagayo lo que debemos hacer, sin darnos ninguna pista al respecto, atascarse en alguno de los momentos más innecesariamente opacos del juego, ya sea por un fallo con los prompts o por lo mal explicado de algunos de estos puzles, no es una experiencia todo lo rara que debería. A esto no ayuda la ausencia de cualquier clase de mapa, suponemos que por razones intradiegéticas — eres un gato, no sabes usar un mapa —, que se sostienen mal con la presencia de B-12, que es el que ejerce de condición humana a lo largo del juego. A fin de cuentas, si eres un gato y no sabes usar un mapa, tampoco deberías ser capaz de comunicarte con otras personas, ni siquiera con el propio B-12.

Porque, por desgracia, la presencia del pequeño robot no supone algo positivo para el conjunto. B-12, lejos de ser el agradable descubrimiento hasta ahora oculto del juego, es más bien la pieza que siempre parece ir a contrapelo de todo lo que pretende conseguir Stray.

Donde más evidente se hace es en que, aunque encarnamos a un gato, B-12 ejerce de traductor, permitiéndonos comunicarnos con los otros habitantes del subsuelo. Esto choca frontalmente con el hecho de que somos un gato, y nuestra relación con el entorno es diferente a la de los seres humanos o sus herederos, y su único sentido parece estar en la propia subtrama de B-12, que ejerce como historia principal del guion del juego. Todos sus puntos de giro y su catarsis giran a través de B-12, haciendo que el gato sea el vehículo, literal y metafóricamente, a través de la cual se cuenta su historia, haciendo que el conjunto se sienta extraño y desaprovechado, como si B-12 hablara con nosotros para que pilotemos al gato, el cual, en realidad, no tiene ninguna motivación para hacer lo que hace, excepto el estar siendo controlados por nosotros.

Esto hace que todo el juego vaya a contrapelo de forma constante. Controlamos a un gato, la perspectiva de todo es absurdamente grande para nuestro tamaño y no podemos comunicarnos con esos extraños seres robóticos que nos encontramos, pero a la vez B-12 está constantemente reflexionando sobre la condición humana, traduciéndonos lo que dicen los otros individuos y toda la trama gira alrededor de B-12, su progresión y su aceptación de la situación. Esto solo empeora cuando consideramos cómo toda la parte de B-12 acaba comiéndose el grueso de la experiencia del juego, con puzles genéricos y una narrativa torpe y extremadamente previsible, lastrando las partes más sutiles y encantadoras del juego, definidas en el hecho de ser un gato, la poco común experiencia de experimentar el mundo como si fuéramos un cuadrúpedo peludito.

Pero si nos ceñimos en los aspectos gatunos, hay que admitir que en términos visuales es una delicia. Se ve muy bien, sus animaciones son convincentes y satisfactorias, y su dirección de arte tiene mucha personalidad. Su problema es que, de nuevo, su narrativa y su arte chocan frontalmente, ofreciéndonos una experiencia cyberpunk con una estética amable, rozando la dulzura empalagosa, que acaba blanqueando en exceso todo lo que quiere contar. Porque, por alguna razón, una historia existencialista sobre lo que significa ser humano y el legado que dejamos atrás, no casa bien con la historia de un gatito sin consciencia humana que simplemente quiere volver con su su colonia. Y por alguna razón, lo que piden cada una de ellas artísticamente, tanto en lo estético como en lo narrativo o lo mecánico, tampoco parecen tener nada que ver entre sí.

Todo eso hace que Stray sea un juego por el cual es fácil sentir desafección. Es posible proyectar en él ideas profundas sobre la humanidad, la conexión con los otros y la naturaleza, pero solo porque el juego es lo suficientemente vago en todo ello como para que cada cual proyecte allí lo que le apetezca. Porque, por desgracia, a Stray le preocupa más ser bonito y gustar al público que aportar una experiencia lúdica o narrativa sólida; es un simulador curioso, pero fallido, de la experiencia de ser un gato, y un juego de aventuras cyberpunk muy torpe que apenas sí es capaz de justificarse mecánica o narrativamente. Algo que hace de Stray un canto de cisne, sin duda bonito, sin duda torpe, cuya falta de sustancia y un enfoque claro hace que sea difícil pensar que ni siete vidas puedan salvar a este gato de ser nada más que mediocre.

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