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Análisis de The Last Tinker: City of Colours

Monocromo.

No recuerdo haber disfrutado más de un juego por ser fácil cuando era pequeño. Quizá por eso se me hace cada vez más difícil de tragar que cuando un juego es descafeinado y sin dificultad alguna se ponga la excusa de que "es para niños", un público que suele tener tiempo libre y ganas de sobra para acometer cualquier desafío. El juego que nos ocupa adolece de ese defecto, que al final termina por lastrar una obra con potencial.

The Last Tinker: City of Colours se sitúa en Colortown, una ciudad donde se puede construir cualquier cosa con cartón, pegamento y algo de imaginación. En los últimos tiempos ha vivido una escisión entre sus habitantes; han empezado a separarse según el color de su piel, un factor que dicta su carácter (los rojos son iracundos, los azules depresivos y los verdes miedosos).

El protagonista, Koru, vive en el único distrito donde la gente aún convive sin importar su color. Allí vive una apacible vida y su mayor preocupación es apuntarse a tiempo a una carrera, hasta que tras una serie de acontecimientos termina causando por accidente la llegada de la Monocromía, que engulle todos los colores, congela a sus habitantes e invoca monstruos. Suya será la responsabilidad de devolver la normalidad a Colortown con la ayuda del poder de los espíritus de colores.

El mensaje del juego, dirigido en su forma al público infantil pero que se podría aplicar a mucha más gente, es un claro alegato en contra del racismo y a favor de la colaboración entre culturas, aunque sabe cuándo intercalar otros mensajes de superación personal sin olvidar su principal propósito.

El mundo de Colortown tiene una paleta de colores más amplia que casi toda la generación pasada junta, creando paisajes vistosos y apacibles. Si el juego no fuese tan lineal se le podría sacar más partido, porque es un lugar que para el jugador merece la pena salvar -aunque solo sea para admirarlo mejor- pero no tiene oportunidad de explorarlo tanto como desearía excepto en un par de ocasiones.

La estética de los personajes se acomoda al mundo, con diseños caricaturescos que refuerzan la personalidad de cada raza. Solo fijándonos en las vestimentas de diferentes colores podemos saber si alguien viene de la zona común o de los barrios separados.

Otro aspecto que contribuye en dar carácter propio a este mundo es la música, de género distinto según el lugar donde nos encontremos, ya sea jazz melódico en el mundo azul o música con tintes africanos en el mundo rojo. Se le da gran protagonismo, estando casi siempre en primer plano de la acción.

Los primeros compases del juego son lentos hasta la exasperación, obligándonos a repetir tareas de lo más básicas tres o cuatro veces para asegurarse de que nos enteramos de todo. Una hora para saber que una especie de setas llamadas Biggs nos siguen si pulsamos un botón y que el combate es una versión simple y facilona de un Batman Arkham, con las esquivas convertidas en un botón un poco inútil.

"Una serie de mecánicas demasiado simples que nunca terminan de explotar privan a The Last Tinker: City of Colours del interés que podría haber suscitado con su mundo colorido y su estética particular."

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Tiene aún menos sentido dar tanto tiempo al tutorial sabiendo que el salto es automático. Mantenemos pulsado un botón y Koru se mueve hacia el obstáculo que le indiquemos. Es una decisión cobarde que en la práctica nos obliga a pasarnos casi todo el juego manteniendo una tecla (o gatillo, si jugamos con mando) todo el rato, ya que también sirve para correr. Reducidos los saltos a una mera cuestión de tirar hacia delante y, de vez en cuando, asegurarnos de que no se va a hundir la plataforma sobre la que nos apoyamos, el peso del juego recae en el combate y los puzles.

Ambos dependen de las habilidades que encontramos a lo largo del juego. Cada vez que nos encontramos con un espíritu recibimos un nuevo poder: el rojo sirve para pelear mejor, el verde para congelar el tiempo y asustar a algunos enemigos y el azul para aturdirlos.

Decía que el combate era similar a los últimos juegos de Batman, con la ayuda de símbolos de exclamación para que reaccionemos con tiempo más que de sobra a los ataques. El combate es lento, predecible y algo pesado hasta que obtenemos el segundo poder. En ese momento se introduce alguna opción más, como enviar a los enemigos hacia trampas del entorno o congelarlos y eliminarlos de un solo golpe por la espalda.

La aparición de estas mecánicas logra darle un poco más de emoción y complejidad, pero llega bien entrado el juego y en la práctica está muy desaprovechado. Los poderes de combate verdes se usan en el mundo verde y los azules en el mundo azul, sin que se perciba una auténtica progresión en el personaje.

Un consejo: si no se juega en modo Difícil puede convertirse en un paseo que nos hará perder el interés por el juego muy rápido. La diferencia entre dificultades no estriba tanto en la IA (casi inexistente) como en el daño, que nos obliga a ser algo más cautelosos y a no dedicarnos a machacar botones.

Donde sí han estado algo más finos Mimimi Games ha sido en los puzles, aunque tampoco llegan a ser gran cosa. Casi todos giran en torno al uso de las setas en sus dos formas: Biggs y Bomber. Biggs es grandullón y podemos usarlo para pulsar botones o cargar contra obstáculos y Bomber, su versión reducida, puede explotar y pasar a través de tuberías.

No suelen ser muy complicados, pero sí satisfactorios en su resolución e introducen variedad en el desarrollo. Por lo general son bastante distintos unos de otros e introducen, esta vez sí, la sensación de que Koru evoluciona, obligándonos a usar todo el conocimiento y las habilidades que hemos ido acumulando hasta el momento.

The Last Tinker: City of Colours tiene muy claro su mensaje y cómo contarlo, pero el juego que se construye en torno al tema no termina de cuajar. Una serie de mecánicas demasiado simples que nunca terminan de explotar privan al juego del interés que podría haber suscitado con su mundo colorido y su estética particular.

6 / 10

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