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Análisis de The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom - El rey ha muerto, larga vida al rey

Project Reality.

Eurogamer.es - Imprescindible sello
Inmenso, emocionante y pulido hasta bordear lo absurdo, Tears of the Kingdom bien podría ser el mejor juego de todos los tiempos.
“Aquel que tiene capacidad para hundirse en lo más profundo tiene la misma capacidad para elevarse más alto de lo que jamás habría imaginado”

Borja Pavón - Videojuegos y ansiedad, un viaje personal

La secuencia de introducción de Breath of the Wild es uno de los momentos que más me han marcado en mi vida como jugador. Diría que es una sensación compartida, y buena muestra de ello es que el párrafo que me dispongo a escribir resulte más bien redundante; que seis años después ese momento, apenas un suspiro en un juego en el que los momentos se cuentan por cientos, permanezca indeleble en nuestras retinas. Es una pequeña pared que escalar y una salida a lo lejos, son los primeros rayos de sol recortándose contra las paredes de roca y es correr como solo podría correr un niño. Es el viento, la hierba, el horizonte y la libertad. Y entonces, la música. Esa música. Los acordes con los que Nintendo te regalaba el mundo, y la promesa de que todo aquello era tuyo. Salta. O no lo hagas. A partir de ahora, puedes hacer lo que quieras.

Muy pocas veces se ha logrado transmitir más con menos, aunque el héroe del tiempo siempre ha sido un tipo de pocas palabras. Quizá por eso Tears of the Kingdom juega a sabiendas a la auto referencia y al homenaje, planteando una secuencia inicial calcada que también nos hace despertar en la oscuridad, y un nuevo corredor tras el que nos aguarda el mundo. Y al atravesarlo, esta vez, silencio. No hay crescendo incendiando esos últimos metros, ni melodía que acompañe nuestro primer contacto con un nuevo horizonte. Saltamos, porque esta vez no nos queda otra, y el juego parece sentir nuestra decepción. La comprende, la acepta, juguetea con ella, y entonces decide explotar. La cámara comienza a orbitar lentamente, y lo que en 2017 era un tímido arpegio de piano se convierte en cuerdas, en vientos, en percusión, en un océano de nubes e islas flotantes que acompañan la caída libre mientras al fondo se recorta un dragón. Es más, es mucho más. Es la libertad de verdad, hasta donde alcance la vista, y un detalle sutil que vuelve a destilar en segundos el significado del juego entero. Es de una elegancia casi insultante.

Y el asunto es que no dice una sola mentira. Tears of The Kingdom es desarmante en su escala, es una obra maestra levantada a golpe de exceso puro y es una apuesta que prácticamente triplica en extensión al original (y más importante aún, lo hace también en densidad de ideas por metro cuadrado, aunque de eso hablaremos más adelante), pero el más y mejor no es suficiente cuando toca salir al escenario después de Nirvana. Suceder al que muchos consideramos el mejor videojuego que se ha hecho jamás era un papelón importante, y quizá por eso cuando tuve que enfrentarme yo a otro, esto es, a un análisis que le hiciera justicia a Breath of the Wild, entendí que lo suyo era hablar de Messi y de Maradona, y de gestas deportivas inolvidables que retratasen lo que implica ser el mejor de todos los tiempos. Jugando a Tears of the Kingdom, sin embargo, no he podido dejar de darle vueltas a la figura de un protagonista mucho menos glamouroso: la de un simple balón de fútbol.

Y es que sin balón no hay hazañas, ni épica, ni finales de infarto, y si me llevo la pelota a casa se acabó el partido. Sin la física, las inercias y el propio destino decidiendo si entra entre los tres palos o no todos esos ídolos se nos caen, y lo mismo sucede con un proyecto mastodóntico que nos habla de asaltar los cielos y que sin embargo se apoya sobre los mismos pilares: las fuerzas, las fricciones, la gravedad. Sobre el delicado equilibrio de una barca improvisada que flota porque es de madera, o de un teleférico impulsado tan sólo por la pendiente y un poquito de astucia. Breath of The Wild cambió el mundo con una manzana asada, pero lo que su sucesor nos propone es moldearlo a nuestro antojo y someterlo a nuestra voluntad. Es prender fuego al árbol y asar la manzana, o cortarlo de raíz y construir un tejado sobre la hoguera si la lluvia intenta apagarla. Y de ahí que la escala al final sea lo de menos: Tears of the Kingdom es un juego casi inabarcable, pero sin ese corazón tan vivo, sin esa pelota con la que jugar, sería un mundo abierto como los demás. Uno excelente, probablemente de los mejores que se han hecho nunca. Pero uno más.

Ahora bien, nada de esto funcionaría si los resultados no fueran previsibles, o si las físicas obedecieran a alguna caprichosa lógica de videojuego. Si tocase explicar con aburridas cajas de texto que hay excepciones, y si nuestros planes se vieran limitados por la cantidad de escenarios posibles que han previsto los programadores; si el juego dijera siempre que sí, salvo cuando toca decir que no. Y esa es la verdadera magia de Tears of the Kingdom: que no hay escenarios previstos. Que no hace falta aprender a jugar. Que sus reglas ya las conocemos, porque son las reglas de la realidad.

Y es algo hermoso, creedme. También da un poquito de vértigo, porque las exigencias que se ha autoimpuesto Nintendo aquí son abrumadoras: libertad absoluta, variables literalmente infinitas, resultados siempre perfectos. Ver como el juego aterriza una y otra vez situaciones de una complejidad técnica pavorosa con la precisión de una gimnasta soviética de hecho solo maravilla al principio, porque el sortilegio se sella cuando pasan un par de horas y comienzas a darlo todo por sentado; cuando olvidas que es un videojuego y empiezas a afrontar los problemas como lo harías en el mundo real. Y no estoy hablando de crear cochecitos o de improvisar un avión con un par de ventiladores, porque el juego encierra un tipo de profundidad que deja en ridículo a los truquitos que se ha reservado para los tráilers.

Sí, es perfectamente posible verse superado por una horda de Bokoblins, encerrarse cuatro minutos en un improvisado taller y salir de allí a lomos de un bulldozer con lanzallamas y rayos láser construído con cuatro tablones como si aquello fuera un episodio del Equipo A, pero lo que te deja con la boca abierta es la posibilidad de diseñar máquinas. Máquinas de verdad. De devolver las bolas curvas que el juego te lanza constantemente ideando dispositivos complejos que aprovechen la energía cinética o el rozamiento, y que serían imposibles en un juego en el que las ruedas giran porque una animación precocinada así lo dispone. En Tears of the Kingdom los motores son motores y las ruedas son ruedas, punto, y por eso pueden situarse sobre un rail para inventarnos un ascensor o fijarse a un contrapeso para que la cadena se enrolle a su alrededor y la puerta finalmente se abra. Es una proeza inimaginable que se hace especialmente presente en los santuarios, esa suerte de mazmorras de bolsillo que por supuesto repiten (cifras no voy a dar, pero quedaros con que son más, y sobre todo con que son mejores), ejerciendo aquí como una demostración de fuerza constante. Hablo de construir puentes con una manguera y lava petrificada, o de columnas funcionando como un enorme bate de béisbol, o de hacer girar una plataforma para recoger la cuerda de la que cuelga un pequeño cofre. Hablo, maldita sea, de reparar unos enormes engranajes disparando una flecha al techo para utilizar una estalactita de hielo como barra de transmisión.

Plantear un sistema de una complejidad semejante sería, en condiciones normales, una receta para el desastre, o al menos eso nos han acostumbrado a esperar los innumerables proyectos millonarios que solo necesitan que un tipo caiga por las escaleras para que las físicas comiencen a perder los papeles. Y la verdad, este viernes no me gustaría estar en la piel de ninguno de sus responsables, porque lo que ha conseguido Nintendo aquí daría para plantearse unas cuantas cosas. Por ejemplo, cómo es posible que no falle nunca, y que en casi 70 horas de partida, 70 horas que he pasado levantando torres de veinte metros y bloqueando paredes trampa con piedras de varias toneladas, todavía esté por ver un solo error de clipping, o algún objeto que haga un extraño cuando lo encajo entre dos raíles, le cuelgo una carretilla y le pego un puto cohete a los lados. En Tears of the Kingdom las losas de piedra que intentas colar por una rendija de un par de centímetros se sienten y se comportan y pesan como la piedra porque su sistema de físicas, en definitiva, no está pulido. Su sistema de físicas es perfecto. Es perfecto y es un juguete, porque de eso va todo aquí. De jugar, jugar y jugar.

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Y si hay alguna limitación, si existe algo que no podamos hacer, solo lo hace porque en la ecuación de posibilidades y resultados que mencionábamos antes se nos olvidaba un factor capital en Nintendo: la simplicidad. Insisto en que Tears of the Kingdom es un juguete, y los juguetes no se manejan como se maneja el 3D Studio Max. De ahí que la Ultramano, el primer poder que Link obtendrá y el que le da sentido a toda la aventura, tome solo un par de notas de ese tipo de programas y ofrezca una interfaz sencilla y extremadamente ágil que jamás se pone en el camino de la diversión, y que vuelve a sacar los colores a chapuzas como Valheim o el modo de construcción de casitas de Fallout 4. Olvidaos de dar vueltas y vueltas intentando que dos paneles se alineen y de paredes asimétricas que juegan con vuestro TOC: con un sistema de movimiento libre que combina la cruceta y el giroscopio, un gatillo para rotar que emplea solo un par de ejes y ángulos predefinidos y sobre todo gracias a un sistema de anclajes inteligentes que parece leerte la mente, la diferencia entre el plano que tienes en la cabeza y un triciclo con lanzallamas es solo de un par de segundos, e incluso ese proceso acaba facilitándose con la introducción, si es que sabemos ganárnoslo, del Generador de Esquemas, una Ultramano hipervitaminada que nos permitirá almacenar presets de construcción y materializar nuestro avioncito instantáneamente siempre que contemos con los materiales. Simple, efectivo, una vez más perfecto.

En cuanto al resto de los poderes, y reservándome unas cuantas sorpresas que acaban rellenando los otros cuatro huecos del menú circular, el nivel es igualmente estelar y pronto se hace evidente que todo forma parte del mismo plan. Así, la habilidad Retroceso, que esencialmente nos permite rebobinar el recorrido de cualquier objeto sujeto a las leyes físicas, acaba funcionando como una pìeza más de los puzzles, porque una plataforma que cae debido a la gravedad también puede ser un ascensor si andamos un poquito vivos. Un ascensor o un punto de apoyo, porque Link solo necesita un techo sobre su cabeza para ascender a un nivel superior: así funciona Infiltración, ese poder de atravesar superficies que en un principio parecía poner en peligro la sensación de aventura y trivializar puntos clave del original como la escalada. Era, como no, un temor infundado. En la práctica hablamos de una mecánica que resignifica el mapa por completo, que tiene todo el sentido del mundo en un juego tan vertical, y que permite a los diseñadores pensar a un nivel tridimensional que rápidamente se contagia en el jugador: supongo que tocará acostumbrarse, pero ahora mismo me costaría horrores jugar a un juego en el que un techo no signifique una oportunidad.

Pero falta una guinda en la tarta, y en Tears of the Kingdom ese postre lo pone Combinación, ese gemelo malvado de la Ultramano que en esta ocasión nos permite juguetear con la pulsión más antigua del ser humano: atar un palo a una piedra para que hagan más pupa que por separado. Y quien dice un palo y una piedra dice una flecha y un fruto explosivo o un garrote y la caja torácica de un robot del desierto, porque Tears of the Kingdom pulveriza el debate sobre si las armas deberían romperse estableciendo un sistema de progresión sin experiencia ni niveles ni zarandajas que perdería todo el sentido si nuestros inventos durasen más que un puñado de tajos. De nuevo, todo es jugar jugar y jugar, y ver en cada nuevo enemigo caído y cada nuevo entorno un nuevo Kinder Sorpresa y la posibilidad de dar con una combinación un poquito más letal que la anterior, aunque en esta ocasión sí hay una limitación: solo podemos combinar dos elementos en cada arma, así que olvidaos de las lanzas de siete metros hechas con cuatro espadas. O no, porque nada te impide tirarlas al suelo, fusionarlas con la Ultramano y arrojarlas con suficiente fuerza, y eso es lo verdaderamente genial: que todos los poderes tienen segundas, terceras y cuartas lecturas. Que retroceso también puede convertir las piedras que te arrojan los enemigos en un proyectil apuntando a su propia cabeza, y que dejar caer una losa de piedra desde la suficiente altura con la Ultramano también es un arma ofensiva. Que Infiltración sirve para ascender a repisas inalcanzables, pero también para jugar a Shadow of the Colossus. Sí, sí, sí y sí. La respuesta siempre es la misma.

Y lo mismo contesta cuando es hora de utilizar todos esos poderes para encontrar formas cada vez más creativas de ascender a los cielos, y es que toca hablar por fin de esa panorámica inicial, de esa caída libre en un mar de nubes y de un juego de alturas, de islotes flotantes y de cascadas que manan de ninguna parte que abarca todo el firmamento de la vieja Hyrule. Y aquí lo fácil sería tirar del tópico de los dos juegos en uno, aunque sería mentir descaradamente. Por dos motivos. El primero es que cualquier noción de los mapas superpuestos que funcionan como compartimentos estancos se evapora tras un primer par de horas que funcionan a modo de tutorial y nos confinan en un archipiélago volador concreto, como hiciera el original con la Meseta de los Albores. Hay mucho que contar, hay mucho que experimentar y hay incluso una cierta linealidad en esos primeros pasos, pero cuando el juego decide que puede soltarnos la mano, cuando descendemos por fin a un mundo familiar pero profundamente cambiado, no hay marcha atrás. Y no la hay porque Tears of the Kingdom funciona constantemente como un todo, como un constante juego de ascenso y caída que tan pronto nos envía a los cielos para tomar perspectiva como nos impulsa a zambullirnos entre las nubes gloriosamente volumétricas para alcanzar ese santuario a lo lejos.

Si algo tiene de especial esta subsaga, si algo maravilla a nivel de diseño, es su capacidad de guiarnos sin que nos demos cuenta y de convertir un trayecto de diez minutos en una aventura de cuatro horas porque solo hace falta orbitar la cámara para que un nuevo interrogante capture nuestra atención, y un océano de nuevas posibilidades pendiendo literalmente sobre nuestras cabezas solo multiplica esa sensación. Por eso es imposible dejar de jugar. Porque allí arriba hay más templos, más puzzles, más fauna, porque conquistar una nueva atalaya que te propulse hacia el cielo para intentar planear hasta ese jeroglífico que se dibuja en las faldas de una montaña suele acabar peleando contra un Golem a cuatrocientos metros de altura. Por eso, y por la segunda mentira: no son dos juegos en uno. Son tres. Porque en la vieja Hyrule también hay abismos, y bajo ellos un subsuelo oscuro y amenazante que esconde más templos, más montes, más sorpresas, más ideas. Sobre su extensión no quiero revelar nada, así que permitidme que me limite a observaros con una sonrisa burlona mientras afirmo con la cabeza. Sí, han sido capaces. Sí, están así de locos. ¿El Rio Siofra? Principiantes.

Pero toda esta extensión y este delirante juego de alturas, este gigantesco puzzle tridimensional que abarca hasta donde llega la vista, bajo el suelo y sobre nuestra cabeza, se quedaría en nada si no estuviera poblado por literalmente miles de cosas que hacer. Por pequeñas aventuras emergentes que simplemente ocurren, por campamentos de monstruos a los que llegar en globo o apilando tablones más allá de lo que la sensatez aconseja, pero también por un rosario de misiones principales, secundarias, heróicas y de cualquier categoría que se os ocurra que vuelven a dejar a Breath of the Wild como poco más que un prototipo bienintencionado. Hablando concretamente de las secundarias, su número y su calidad son incomparables, pero si hay algo que me fascina de ellas es la confianza que depositan en el jugador. No voy a jugar a las referencias facilonas ni a recordaros esa manera en la que los juegos de From Software asumen que has estado prestando atención, porque en Tears of the Kingdom hay un menú de misiones explícito y algunos waypoints ocasionales que generalmente solo dan indicaciones vagas: te orientan, te echan una mano, te indican por dónde empezar a buscar. Pero por lo demás, la filosofía a la hora de afrontar la búsqueda del Templo del Agua o de un pequeño flautista que se ha perdido en el bosque es la misma que aplica a los propios puzzles: búscate la vida. Pregunta. Atiende. Echa un nuevo vistazo al horizonte, y pregúntate qué puede significar “una gota en el cielo”. De hecho, llegados a cierto punto de la quest principal que por supuesto no revelaré, el juego te abandona completamente, y en lo personal me costó un buen rato entender que no habría pistas explícitas y que continuar iba a suponer atar cabos y sacarme las castañas del fuego. Quería una salida fácil, y por primera vez el juego me estaba diciendo que no. Usa la cabeza. Vuelve sobre tus pasos. La X marca el lugar.

Y quizá por eso, porque entiende el potencial de la idea y la satisfacción que produce llegar a conclusiones tú mismo, el juego aplica ese mismo principio no ya a sus mazmorras canónicas, sino a algo incluso mejor: la manera de acceder a ellas. Y es que Tears of The kingdom es en cierto modo la suma de todos los que vinieron antes que él, un Zelda definitivo que toma de Wind Waker la indefensión y la inmensidad, de Majora’s la oscuridad y el tono crepuscular y de Skyward Sword no ya el cielo, sino su manera de entender el mundo mismo como una extensión de cada mazmorra. Así, ascender al templo Orni suspendido en el centro de una tormenta o descender al mausoleo de los Goron en las mismísimas entrañas de la tierra (ya que sacamos el tema, sí, vuelve a haber una mazmorra por cada una de las cuatro tribus principales; más allá de eso, mis labios están sellados) implica en cada caso aventuras de horas que abarcan diferentes localizaciones y que se cuentan entre los momentos más épicos que servidor haya experimentado con un mando en las manos. Y en cuanto a las mazmorras en sí, pues bien: diría que se encuentran entre las mejores de la franquicia, aunque no necesariamente por su diseño (excelente, no preocuparse) sino por cómo colisionan y absorben y abrazan ese nuevo paradigma que dice que cualquier solución es correcta, y por la manera en que regalan momentos eureka sin apenas descanso en un juego en el que fusionar tres carretillas y apoyarlas en una pared que no se podía escalar es una posibilidad tan válida como cualquiera. Espero que Aonuma sepa perdonarme por lo que hice en el Templo del Agua, pero el destino de Hyrule pendía de un hilo.

Y ya que hemos sacado el tema de la épica permitidme que os de un par de pinceladas sobre su argumento, el clásico convidado de piedra de la saga y la única pata que podía fallarle a un juego tan redondo y tan ambicioso que ni siquiera ha descuidado eso esta vez. Quizá el hecho de que esta vez el juego comience con narrativa y que antes de la secuencia que mencionaba en la introducción lleguen un par de cinemáticas de esas que ponen los pelos de punta suponga una pista importante, pero el caso es que por primera vez en la historia siento que realmente me importa lo que un Zelda me está contando. Aunque lo haga con las concesiones de siempre, y con una estructura férrea y dada a la repetición que en cierto modo nos hace sentir en casa: Tears of the Kingdom sigue siendo un juego de encadenar mazmorras hasta que los acontecimientos se precipitan en la recta final y supongo que sería absurdo pedirle otra cosa, pero hay algo en la elegancia de sus secuencias no interactivas, en su manera de manejar la intriga y en esa historia fragmentada que se vuelve a contar en recuerdos diseminados por todo el mapa que realmente consigue atraparte. Quizá sea la sensación de amenaza, o el tono decadente y marchito, o la presencia de un villano que te hiela la sangre en las venas. O Quizá, probablemente de hecho, sea la sensación de aventura. Porque en Tears of the Kingdom todo, todo, todo obedece a ese único fin.

Y por eso podría hablaros ahora del combate, tan efectivo como en Breath of the Wild aunque considerablemente más desafiante. Podría hablaros del papel de los Sabios, esos líderes tribales que ahora nos acompañan poniendo sus habilidades a nuestro servicio y planteando por primera vez el combate en grupo. Podría hablaros de las postas, de la doma de caballos, de las batidas de caza o de esos monstruos más feos que aparecen en las noches de luna llena. Pero como decía Joseju en su último e imprescindible vídeo, todo eso os lo podría contar cualquiera. Lo que yo realmente quiero contaros, y le agradezco enormemente haberme dado el valor de hacerlo, es que no estoy bien. Que no estaba bien. Fingía estarlo, porque supongo que es mi trabajo, y también fingía emocionarme con noticias y lanzamientos que no me importaban en absoluto porque cuando estás en el hoyo todo lo que suceda fuera da un poco igual. Mis problemas, los físicos y los mentales, no vienen al caso, pero el asunto es que pensar que nunca vas a poder volver a jugar con cierta comodidad es duro. Que ni siquiera te importe, sin embargo, lo es muchísimo más.

Tears of the Kingdom ha cambiado eso.

No voy a decir que me ha curado, porque eso sería una estupidez. Tampoco creo que un videojuego, ni siquiera este, sea la solución a ningún problema, como curiosamente parece afirmar el anuncio de Nintendo Australia. Si os sentís como el protagonista, si estáis deprimidos, si os cuesta encontrarle un sentido a la vida o levantaros por las mañanas, apagad la consola y pedid ayuda. Yo lo hice, y tarde es mejor que nunca. Sin embargo, lo que sí puedo agradecerle a este Zelda es haberme devuelto una ilusión que pensaba que había perdido; haberme devuelto una parte de mi vida que considero importante, y poder decir esto en tiempo presente es exactamente lo que le debo. Y el mérito no es de su tamaño, ni de su ambición, ni de su tecnología, ni siquiera de su inteligencia infinita e inagotable, porque insisto que todo eso solo son herramientas y medios para un único fin: regalar momentos.

Uno detrás de otro, sin freno, constantemente, conformando un minuto a minuto con el que absolutamente ningún otro videojuego puede competir, y haciéndote sentir, por fin, como supongo que se sentía Miyamoto cuando exploraba aquellas cavernas: como un niño al que todas las preocupaciones le quedan grandes. Volver a sentirme así me ha ayudado, y quizá por eso no pueda ser objetivo. Quizá, a la hora de valorar lo que se ha conseguido aquí y el lugar que Tears of the Kingdom debería ocupar en la historia del videojuego, ya no tenga sentido hablar de Maradona y de Messi, sino de aquel vídeo por el que todos vamos a ir al infierno: el de Maradona colándole un gol por la escuadra a un chaval discapacitado. Comparado con el resto, con el nivel general de la industria, con los demás, la superioridad es tan insultante como lo fue la de Breath of the Wild en su día, y por eso mucho me temo que el efecto será equivalente, y que volverán a pasar unos meses hasta que pueda disfrutar otro juego. Hasta que vuelva a acostumbrarme a la mediocridad de títulos que no son tan emocionantes ni tan pulidos ni tan grandes ni tan perfectos, pero sobre todo a juegos que sueñan con ofrecer a lo largo de sus decenas de horas uno, dos, o a lo sumo un puñado de instantes que se acerquen a lo que Tears of the Kingdom parece lograr sin esfuerzo alguno en cada minuto de su metraje. Ese momento llegará, pero mientras dure el embrujo permitidme disfrutar del momento. En su día reconozco que me dejé llevar, y acabé dándole las gracias a Nintendo por los videojuegos. Hoy, después de que Zelda haya vuelto a salvarlos, al menos para mí, me veo en la obligación de hacerlo de nuevo.

Gracias. De corazón.

2-0.

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