Análisis de Videoball
Agárralo, brother.
"Videoball es un juego libre de las limitaciones del mundo tangible: en Videoball no hay movimientos ilegales (o bien: no es posible realizar movimientos ilegales). Todas las penalidades involucran al jugador y nada interrumpe el ritmo del juego".
Pese a su aparente simpleza, Videoball es un juego profundamente preocupado por explicarse a sí mismo. Uno de los ejemplos más evidentes son este tipo de frases, pequeños mantras como de galleta de la fortuna que discurren por el margen inferior del menú principal y que mezclan chascarrillos más prosaicos sobre vecinos llamando a la policía con sentencias como esta, que definen no solo al juego sino las posibilidades del propio medio. Pero atención: cuando hablo de explicarse, no me refiero en absoluto a su conjunto de reglas: como cualquier deporte que merezca la pena (evidentemente aquí queda fuera el baseball) Videoball tiene la virtud de hacerse comprensible y disfrutable en apenas cinco minutos. Por el contrario, lo que parece quitarle el sueño es llamar nuestra atención sobre el nuevo marco de posibilidades que plantea una posibilidad radical: la de desligarse por completo del mundo real.
Hace unos cuantos años, cuando me tocó analizar Super Hexagon, hablaba del significado real de la palabra videojuego, y aunque puede que necesitemos otros cien años para volver a toparnos con un diseño tan meticulosamente perfecto como el de la obra maestra de Cavanagh creo que la comparación viene al pelo: puede que esta absurda carrera armamentística en pos del fotorealismo nos haya hecho olvidarlo, pero el verdadero potencial del videojuego, su verdadero hecho diferenciador, es darnos la posibilidad de manejar la abstracción pura. De jugar con vídeo, en definitiva, y plantear un interfaz directo entre nuestro cerebro y el concepto desnudo, sin necesidad de referentes mundanos. Por eso el nombre elegido no podría ser más certero: si el basket o el volleyball son actividades definidas por su piedra angular, la canasta y la volea, aquí esa partícula elemental viene a ser la pantalla, el screen, y esa línea magnética del Nintendo que producirá epilepsia incurable en la vida de tu hijo. Recuerdo hablar también de la hiperrealidad, un concepto que Baudrillard bautizaba como esa parte de lo real configurada por signos y modelos que no buscan reproducir ningún referente. Videoball juega en ese terreno porque obvia las limitaciones del cuerpo del deportista, porque no pretende imitarlo ni reproducirlo, y porque al no hacerlo, al conferir identidad a su propia simbología, multiplica las posibilidades. Por eso manejamos triángulos, por eso puede haber tres pelotas, o cinco, y por eso, despojados de todo lo accesorio, lo único que permanece son las mecánicas. "This is Videoball", proclama con orgullo el narrador después de cada partido. No es para menos.
Pero hay una pequeña trampa, una que aleja al juego de los niveles de abstracción de Super Hexagon y lo acerca un poquito más a la realidad de infantería, al mundo físico de andar por casa. Y es que pese a su apuesta por el minimalismo y a esas entidades geométricas que sustituyen aquí a los señores en pantalón corto, Videoball es, irónicamente, un juego sobrado de referentes: concretamente, los de una lista interminable de deportes de carne y hueso que descompone y mezcla al gusto para configurar unas mecánicas que tienen mucho de experimento genético: un ejercicio eugenésico que mezcla futbol, rugby, billar, hockey de mesa y dual stick shooter en la búsqueda del deporte definitivo, aunque sea uno que solo tendría sentido en el marco del videojuego. El resultado es un conjunto de reglas de una simplicidad y una elegancia encomiables, y como tendría poco sentido hablar del baloncesto sin mencionar las canastas, la línea de triples y los vídeos de rap, creo que es el momento de desgranarlas.
Cada uno de los equipos de uno, dos o tres jugadores se sitúa al inicio en un extremo del campo, y en el centro aparece una pelota. El objetivo inmediato es empujarla hasta superar la línea de meta, un área coloreada situada justo en el margen contrario en una configuración similar a un campo de futbol americano. Una vez puesta en movimiento, el punto central irá liberando nuevas pelotas hasta un total de tres, manteniéndolas simultáneamente en juego hasta que alguien anote y se genere una nueva esfera. El truco, sin embargo, es que no podremos hacer contacto con el esférico de manera directa: hacerlo generará una reacción que nos despedirá varios metros en dirección contraria, y por eso todo reside en nuestro disparo: una serie de proyectiles de forma triangular (como nosotros mismos) que pueden ser cargados de cuatro maneras diferentes. El disparo sencillo empuja la pelota unos centímetros pero puede ser utilizado en ráfagas. El intermedio, algo más potente, permite conducir la pelota un trecho considerable, siempre que acertemos exactamente en el centro. El potente, y aquí viene el meollo, consiste en un mate poderosísimo que lanza la pelota a velocidad de vértigo hacia el otro extremo de la pantalla, pero que rebota con la misma facilidad hacia nuestra meta si se cruza con un contrincante u otra pelota. Por último, si apuramos demasiado la carga, el disparo se convierte en un bloque cuadrado que permite obstaculizar lanzamientos y resiste hasta tres impactos de fuego normal. Por supuesto, también podemos disparar a otros jugadores, sean amigos o enemigos: hacerlo producirá el mismo efecto que tocar la propia pelota, lanzando a los defensores lejos de la zona de acción. Para terminar de complicar las cosas, cualquier disparo, incluso el más sencillo, cancela inmediatamente los del contrario en caso de interceptarlos.
Lo realmente bonito es que esto es solo el principio. He mencionado muchas veces la palabra deporte, y es que, como en el fútbol, el conjunto de reglas básicas (meterla entre los tres palos, no tocar el balón con la mano) pronto da paso a otro mucho más amplio, a un rosario de normas tácitas que aportan la verdadera profundidad. Es un aprendizaje orgánico, que solo implica ponerse a jugar: a las pocas partidas empezamos a entender que realizar un mate con oposición en campo propio es una ruleta rusa, que el disparo intermedio es una excelente opción defensiva y que plantar cuatro bloques dentro de la propia meta es justificación de sobra para que te lancen piedras a la salida del autobús. Que el ángulo de impacto es determinante, que el punto central es una posición de ataque y que ese segundo de menos que separa el mate de la generación de bloques funciona como un castigo a nuestra avaricia. Todo está calculado, y cada partido se convierte en una sucesión de decisiones tomadas en microsegundos y de duelos y alianzas que nacen y mueren a la misma velocidad, conformando un todo que el espectador novato bien podría confundir con el caos. Pero ante todo, es un juego que deja espacio para mejorar: puede que suene a tópico, pero se me ocurren pocos juegos recientes que me hayan hecho tener tantas ganas de aprender a jugar bien de verdad.
Y por eso llevo unos cuantos días descolocado. Porque Videoball lo tiene todo para convertirse en un fenómeno de masas, y todo parece indicar que esas masas se lo acabarán perdiendo. Los motivos, de haberlos, desde luego son ajenos a su diseño, aunque se podrían identificar un par de candidatos interesantes: la falta de valentía a la hora de reproducir un modelo de lanzamiento gratuito que se ha demostrado demoledor en el pasado reciente, y sobre todo un componente online que hoy por hoy no cumple las expectativas. Es una verdadera lástima, aunque no deja de tener su parte romántica que en estos momentos disfrutar de una buena partida implique un sofá y unos cuantos colegas: si la cosa va de copiar a los deportes de verdad, no se me ocurre un escenario más adecuado que ese.