Análisis de Metal Gear Rising: Revengeance
Templo hack and slash.
A veces lo hablamos en la oficina: parece que la simple existencia del personaje de Raiden haya sido un reto personal de Hideo Kojima, una cabezonería. Tras su primera aparición en la serie, nadie apostaba por volver a encontrarse con el -en teoría- sucesor aniñado del carismático Solid Snake. Tanto fue así que desde su debut corrieron mares de tinta en contra de aquél intruso en Metal Gear. Pero lejos de echarse atrás y olvidarse del personaje... Kojima, en un alarde de valentía y estoicismo, mantuvo a Raiden en su particular novela y le dotó de la suficiente personalidad como para hacer cambiar de opinión a muchos de los que antes le habían criticado. Quizá fue esa personalidad y aquellos momentos memorables de Metal Gear 4, o quizás fue el hecho de que los fans más acérrimos del viejo Solid, al ver a Raiden vestido de Ninja, dejaron de percibir al rubito como un posible sucesor de Snake. El caso es que Raiden no solo no ha abandonado la saga, sino que cuenta con la suya propia, que acaba de empezar.
Esa personalidad de la que hablábamos antes es la que convierte a Metal Gear Rising: Revengeance en un juego extremadamente opuesto a lo que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en el famoso subtítulo de Tactical Espionage Action. Platinum cambia la pistola de dardos por la katana, y el espionaje por la acción casi a lo Crank, la peculiar película de Jason Statham. Desde que damos el primer espadazo ya estamos deseando el siguiente, y el siguiente, y el que viene después; atacar a nuestros enemigos se convierte en una adicción sin remedios ni curas, el veneno ha entrado en nuestra sangre y solo las médulas de nuestros maltrechos enemigos nos sirven de alivio -una sola de ellas, por cierto, recupera nuestra salud al máximo, por lo que podemos decidir a quién quitársela y cuándo.
Si habéis visto alguno de los casi contraproducentes y numerosos vídeos de promoción del juego con los que Konami nos ha estado bombardeando en las últimas semanas, la animación de arrancar la médula disminuye mucho el ritmo del combate y a primera vista puede parecer un incordio, pero nada más lejos: supone un pequeño respiro de un par de segundos que los músculos de nuestros brazos agradecerán enormemente.
Este modo de recuperar la salud es una de las mecánicas más importantes del juego, una de esas pequeñas características bien implementadas que, junto a los parrys y el Zan-datsu, convierten al primer "juego de Raiden" en un título único y exquisitamente bien diseñado, al menos en lo que se refiere al combate.
Los parrys siguen esa premisa de empujar al jugador al ataque sin descanso. No tenemos casi ninguna acción para evadir, así que si nos atacan debemos defendernos... y eso se hace atacando. No hay una posición de defensa como en God of War ni un botón para cubrirnos, para contrarrestar los ataques debemos sincronizar nuestro ataque con el del rival, por lo que en todo momento hay que enseñarle la espada a los contrincantes, no solo para matarles, sino también para que no nos maten. Es el doble filo de la navaja de Raiden, y funciona increíblemente bien.
El otro punto clave que marca la identidad del combate es el Zan-datsu, un modo a cámara lenta que nos permite decidir exactamente qué y cuántos cortes hacer. Corremos hacia nuestro enemigo, lo aturdimos con innumerables cortes de katana, lo elevamos y todo se ralentiza; su cuerpo queda suspendido en el aire y, por unos segundos, somos capaces de visualizar los dos cortes que necesitamos: uno para cortar su brazo izquierdo y obtener distintas bonificaciones y un segundo tajo en el punto exacto, para dejar al descubierto su médula espinal. No hay ningún otro título que consiga representar de una manera más pura la esencia de un hack and slash; sin trampa ni cartón. Tenemos control total sobre la espada para poder mutilar extremidad a extremidad a los enemigos. Allá por donde pasa todo queda dividido en dos. Brillante.
Y esto nos lleva a hablar del rendimiento del juego en el aspecto técnico, ya que visualmente es muy justito, con unos escenarios bastante vacíos y pobres en general. Pero es lo que hay si queremos 60 fps, y poder cortar a los enemigos, o el escenario, en trescientos, o más, pedazos. Con esto comienza el pequeño drama de Metal Gear Rising. Mientras todo lo relacionado con el combate está ajustado de forma enfermiza, todos los demás aspectos sufren de un síndrome de bipolaridad que deja un extraño sabor agridulce en el paladar.
Se centra en las sensaciones, en la esencia, en lo realmente importante -algo que está muy bien- pero se olvida de toda la parte "vulgar" de un videojuego. Se echan en falta modos de entrenamiento, o mejores tutoriales, más situaciones en las que explotar el modo Zan-datsu o una mayor profundidad en el desarrollo del personaje y de las tres armas secundarias, que no acaban de funcionar del todo bien. En la mayoría de los casos es preferible ir solo con la katana, que podemos manejar con el pie si presionamos el botón del arma secundaria. Es más espectacular y casi más útil.
Si nos salimos de la parte más puramente jugable, Rising se convierte en una montaña rusa de aciertos y despropósitos. Por ejemplo: como cualquier Metal Gear, ya que el guión viene desde Konami, es un juego de jefes finales. Jefes con carisma y personalidad muy marcada. Cada uno de estos combates es un espectáculo épico que disfrutaremos y recordaremos durante mucho tiempo pero, sin embargo, se echa en falta algo más de "persecución", que se hagan un poco de rogar.
Esto último tiene como resultado que, en dificultad normal, el juego no dure mucho más de cuatro horas y media. Sí, este es el tiempo sumando solo el mejor intento de cada misión y dejando de lado los vídeos y demás, pero aun así se hace demasiado corto. No hay tiempo para descubrir demasiadas cosas, desarrollar muchos atributos o andarnos con chiquitas con los jefes. Todo es muy rápido y directo y, seguramente, un año más de desarrollo habría solucionado la mayoría de los problemas del juego.
Las misiones VR, que deberemos desbloquear encontrando ordenadores escondidos por los niveles, son un buen intento de alargar la vida del juego, pero también tienen sus luces y sombras. Estas fases fuera del contexto de la historia suponen varias horas de juego extra gracias, sobre todo, a la dificultad endiablada que proponen. Ya desde los primeros niveles conseguir una medalla de bronce es todo un reto.
Y luego está el guión. Han pasado varios años desde lo acontecido en Sons of the Patriots y Raiden ahora trabaja de escolta para una empresa privada. El desarrollo de la historia, de nuevo, sufre ese síndrome bipolar, capaz de ofrecernos tanto momentos épicos y memorables como algunas de las secuencias y situaciones más ridículas que hayamos visto. Es como ver el momento de la transformación de Gohan contra Célula y, justo después, una de las rídiculas secuencias de Resident Evil 6.
Metal Gear Solid: Rising es un juego que hay que entender y aceptar tal y como es. Si os gusta dar espadazos más rápido que los puñetazos de la Estrella del Norte, Metal Gear y, además, sois de los que os picáis a repetir una y otra vez una misión hasta conseguir la S, este es vuestro templo.
Seguramente si pusiéramos todos sus, llamémoslos atributos, sobre la mesa e hiciéramos un recuento aritmético de lo positivo y lo negativo, ganarían los puntos negativos; es corto, no tiene un gran nivel de personalización y el desarrollo de la historia, en determinados momentos, no sabemos si es una genialidad o una soberana estupidez con pretensiones más allá de sus posibilidades. Pero señores: esto es un hack and slash y aquí no hemos venido a escuchar historietas, aquí hemos venido a rebanar a todo el que se nos ponga por delante y - ¡ay madre! - en eso Metal Gear Solid Rising: Revengeance, con el permiso de Bayonetta, es el mejor juego al que podéis jugar.