Análisis de The Order: 1886
Monster Truck.
Eurogamer.es ha dejado de poner notas en los análisis en favor de un nuevo sistema de recomendaciones. Aquí podéis leer todos los detalles sobre este cambio editorial.
El adjetivo cinemático siempre ha sido conflictivo cuando se aplica a los videojuegos; un arma de doble filo que a veces denota virtud y otras se usa de manera peyorativa. Por un lado tenemos la grandilocuencia bien entendida de juegos como Uncharted 2, que usa algunos de los elementos del cine y los encaja dentro de una fórmula narrativa propia de los juegos y la mezcla es increíblemente satisfactoria. Por otro lado, en cambio, tenemos esos juegos que intentan alargar historias no demasiado buenas mediante cinemáticas interminables y quick time events y con los que, constantemente, te estás preguntando por qué demonios te impiden disfrutar de esas partes y solo te sueltan de la mano en los tiroteos y en zonas pasilleras. The Order 1886 abre un hueco en medio de esos dos conceptos, una zona extraña, donde la satisfacción y la decepción se dan de puñetazos.
Sin duda la razón más destacable por la que jugarlo es su espectacularidad; sus gráficos son, posiblemente, los mejores que hemos visto en esta generación de consolas y desde luego es un festín visual que tiene un valor innegable por sí mismo. Es decir, no es para nada descabellado querer jugar a The Order 1886 única y exclusivamente por sus gráficos. Es un placer culpable. Son una sorpresa constante, una maravilla tras otra, un retrato de una Londres victoriana y steampunk lleno de detalle y de cuidado, con una dirección artística brutal y muy cinemática -aquí uso la acepción positiva del término. El juego se presenta con unas barras negras arriba y abajo, con una resolución 2.35:1 tipo CinemaScope, y filtros que juegan con el grano, el desenfoque o el viñeteado. Cada detalle es un pequeño asombro, desde los increíblemente bien modelados mecanismos de las armas hasta los asientos de terciopelo de un zepelín de lujo, el desorden de un almacén clandestino o los barrios más sucios de Londres.
Esta ciudad es el centro de la trama del juego, que es una mezcla algo exagerada de mitos, leyendas y fábulas. Los Caballeros de la Orden, un grupo que desciende del Rey Arturo, se ven atrapados en medio de una rebelión civil -agitada por los crímenes de Jack el Destripador, además-, la extraña presencia de hombres lobo y una trama corrupta con misterios que no desvelaremos aquí. Se juega bien con la tensión y consiguen que dudes de tus aliados y enemigos, y Sir Galahad, el protagonista, no es un personaje plano, tiene una evolución a lo largo de la historia. Ya está entrado en años, su bigote lo delata, pero The Order 1886 -y más teniendo en cuenta la anticlimática resolución final- parece que implica, para él, el nacimiento de su leyenda. Si todo va bien las puertas están abiertas de par en par para una continuación. Los personajes secundarios, sin embargo, reúnen casi todos los clichés que os podáis imaginar, desde la damisela celosa hasta el francés ligón o el malo malísimo. No molesta, a pesar de todo, porque te lo cuentan de una forma cómoda y agradable. La historia no rebosa de momentos memorables pero tampoco está del todo mal construída.
Nikola Tesla, otro de los cameos históricos del juego, es el científico encargado de darnos armas capaces de vencer a los poderosos y numerosos enemigos a los que hay que hacer frente. Tesla viene a ser el Da Vinci de Assassin's Creed -juego con el que comparte algunas mecánicas y estética, por cierto-, nuestro Q particular al que volvemos cada cierto tiempo para que nos renueve el arsenal. La tecnología es de lejos la parcela en la que más licencias históricas se han tomado, si no contamos los hombres lobo, con rifles eléctricos o de termita o intercomunicadores que hacen de radio para hablar con nuestros aliados -solo les falta tener Whatsapp. Por otro lado, sin embargo, sorprende la poca variedad de armas con la que nos encontramos; solo tenemos un par de artilugios verdaderamente originales y luego hay que tirar de los rifles, metralletas o escopetas que robamos a los enemigos; da la sensación de que se ha desaprovechado cierto potencial, en ese sentido, porque los momentos en los que probamos los inventos de Tesla por primera vez son de lo más gratificante. Nuestro personaje solo puede llevar una pistola y un arma pesada al mismo tiempo y granadas, además, y eso también se siente algo escaso.
La razón más destacable por la que jugar a The Order: 1886 es su espectacularidad; sus gráficos son, posiblemente, los mejores que hemos visto en esta generación de consolas y desde luego un festín visual que tiene un valor innegable por sí mismo.
La intervención del jugador a lo largo de la historia está salpicada por muchos altos y bajos y desde luego es de los puntos más punibles de The Order. En la primera hora y pico de juego solo tocaremos el mando en contadas ocasiones y es para caminar pasillos de arriba abajo. Constantemente se te presentan varios caminos por delante pero solo uno es el correcto y al final acabas aprendiendo que es mejor no explorar, porque no hay recompensa alguna. La propia naturaleza del juego hace que prácticamente todo se cuente a partir de escenas cinemáticas en las que no podemos hacer nada, salvo apretar algún botón a modo de Quick Time Event, y que a veces enfada más que otra cosa, y solo nos ponemos en las botas del protagonista para ir de un lado para otro o para liarnos a tiros. Esta estructura narrativa es, evidentemente, muy clásica. Tanto las mecánicas con las que luchamos, que no deja de ser la típica cobertura y el disparar y recargar sin más, como el sigilo o la exploración, no añaden nada nuevo al género. Pero tampoco es para alarmarse, las fases de lucha, que es lo más interesante cuando tenemos el mando en la mano, se presentan habitualmente en pequeñas arenas llenas de enemigos y son satisfactorias.No innova pero sí que lo hace bien y te recompensa con un feedback visual extraordinario -y, por cierto, un gore muy bien llevado. Es increíble como los escenarios, siempre bien dispuestos, se despedazan cuando disparamos; botellas que saltan por los aires, cazos que retumban y paredes que se agujerean.
Pero a partir de ahí no hay decisiones narrativas que tomar, la historia no se bifurca, no aumentamos nuestra habilidad ni la de las armas, no mejoramos al personaje ni podemos personalizarlo, los coleccionables son una anécdota, no existe multijugador... no hay, en definitiva, nada que nos anime a volver a jugarlo una vez completamos la escueta campaña, que nos ha durado entre seis y siete horas.
The Order 1886 me recuerda un poco a un Monster Truck, y perdonad la digresión y la comparación estrambótica, uno de esos coches gigantes con ruedas todavía más grandes. Todo el mundo quiere subirse y montarlo y la experiencia tiene que ser la monda y espectacular, pero en escenarios muy controlados y durante un periodo de tiempo limitado. No es un coche para ir por ciudad ni cómodo de aparcar, solo funciona en circuitos específicos creados para ellos. The Order 1886 es un ejercicio visual estratosférico, pero funciona solo por esa razón; si te compensa el subidón que supone montarte en sus enormes ruedas durante un rato adelante, pero luego no pretendas llevártelo a casa y aparcarlo en medio de la ciudad. Sirve para lo que sirve, y en eso es el mejor, pero su falta de versatilidad es evidente.