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Avance de Animal Crossing: Happy Home Designer

Interioristas sin fronteras.

Desde prácticamente cualquier punto de vista, la serie Animal Crossing supone una anomalía difícil de cuantificar. A primera vista, estamos ante una serie de profunda inspiración oriental y estética marcadamente infantil, que sin embargo es jugada y disfrutada por adultos de todas partes del mundo, en no pocos casos hasta la obsesión. Hablamos también de un producto que por enfoque, aspiraciones y distancia respecto al mercado del triple A podría considerarse profundamente de nicho, y que sin embargo arrastra multitudes y se ha ganado a golpe de millones de unidades vendidas su puesto como una de las IP de referencia de la compañía. Y por encima de todo esto, se trata de una saga que entrega tras entrega permanece fiel a su compromiso de desafiar dos de los pilares fundacionales del videojuego tradicional como son el concepto de desafío y su correspondiente recompensa. No es en absoluto una mala carta de presentación.

En este sentido, y pese a su condición de spin-off plenamente consciente de sí mismo, este Animal Crossing: Happy Home Designer hereda de sus hermanos mayores ese papel de rara avis dentro de una industria empeñada en reducir las posibilidades del medio a una versión digital y carísima del palo y la zanahoria, basada en retos de intensidad creciente tras los que espera la palmadita en la espalda en la forma de trofeos, desbloqueables y letreros bien gordos felicitándonos por la cantidad de gente que hemos liquidado. En lo que tristemente supone una idea absolutamente radical, el núcleo de la jugabilidad de la serie y su propuesta en cuanto a la interacción con el mundo se basa simplemente en eso, en interactuar con él. En cuidar de un huerto, pescar, dar paseos en barca y ante todo en formar parte de una comunidad, en encarnar el papel del recién llegado en un pueblecito habitado por decenas de personajes por los que pronto estableceremos un vínculo que no precisa de recompensas ni puntos de afinidad para sentirse real.

Resulta sumamente curioso que la clave de una serie a la que tantas veces se ha tildado de suponer una suerte de introducción al capitalismo para niños sea precisamente esa, el desinterés. Mas allá de hipotecas y astronómicas deudas frutales, la auténtica receta del éxito y el motivo de tantas y tantas visitas furtivas a la portátil es que lo que hacemos en el juego lo hacemos porque realmente nos importa. Porque queremos saber más de esos personajes, porque nos interesa lo que tienen que contarnos, y porque queremos convertir nuestro pequeño pueblo en un lugar mejor para todos. Es una vocación de servicio público en la que New Leaf profundizaba al otorgarnos el papel de alcalde y que irónicamente Happy Home Designer lleva hasta sus últimas consecuencias al permitirnos encarnar a un novato diseñador de interiores, una promoción en toda regla dentro de un universo en el que lo único realmente importante es que todo se vea monísimo. Como no podía ser de otra manera, trabajaremos a las órdenes de Tom Nook, que en la mejor tradición de la serie preferirá emplear su tiempo jugando al golf y dejarle a otro el marrón de satisfacer las peticiones de cada uno de nuestros vecinos. En la práctica, es un cambio de planteamiento a medio camino entre el God Mode y un día de barra libre en el Ikea que pone en nuestras manos la llave de todas y cada una de las viviendas y edificios públicos y libera al jugador de meses de ahorro en pos de hacerse con esa cómoda tan cuqui que hace juego con las cortinas del salón. El único requisito para progresar e ir desbloqueando todos los componentes de un catálogo que se adivina apabullante será simplemente ir cumpliendo encargos, que en los primeros días como aprendiz nos vendrán marcados y posteriormente deberemos conseguir por nosotros mismos, asaltando a puerta fría a los recién llegados para convencerles de nuestras habilidades como decorador.

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Cada uno de nuestros clientes tendrá unas preferencias muy específicas, convirtiendo cada nuevo encargo en una suerte de pequeño puzle temático en el que contaremos con unos cuantos elementos obligatorios y una serie de indicaciones a menudo bastante surrealistas ("quiero que me recuerde al espacio" o "veo la vida en blanco y negro", por poner un par de ejemplos) para conseguir un nuevo éxito que vendrá representado por nuestro avatar y el de nuestro nuevo amigo bailando alborozados en el salón. Como es habitual en la serie, se trata de una concepción del desafío amable y despreocupada, que da mucha más importancia a la libertad y a la experimentación que a una interpretación estricta de las reglas, y que vuelve a poner de manifiesto esa faceta altruista que comentábamos antes. Bastarán unos pocos minutos y algo de atención al lenguaje corporal de unos clientes con muy poco futuro en el mundo del póker profesional para dar en el clavo y dar por finalizado el encargo, pero pronto nos sorprenderemos dedicando más tiempo del razonable a pensar y repensar la distribución de las estancias, situando la cocina lejos del baño porque lo contrario es una cochinada y colocando las butacas cerca de la ventana porque realmente nos preocupa que nuestro cliente tenga suficiente luz para leer. Aunque nuestro cliente sea una cabra que habla.

Otra de las señas de identidad que el juego sigue respetando a rajatabla es la de la enfermiza atención al detalle. Una vez finalizado cada encargo podremos pasar a visitar los nuevos hogares de cada uno de los miembros de nuestra cada vez mas abultada agenda, para descubrir maravillados que el tocadiscos funciona, que en la TV están emitiendo un informativo y que el enorme catálogo de muebles, alfombras, cartelera y papel pintado vuelve a ser un maremágnum de guiños y referencias que impresiona por mimo y por extensión. Uno de los aspectos más polémicos desde que se anunciara el juego fue la implantación del sistema de cartas amiibo, y la posible concepción del título como poco más que una punta de lanza para la irrupción en la portátil de un modelo de negocio que muchos miramos con incomodidad. Es más que posible que la estrategia comercial sea precisamente esa, pero pese a no haber podido probar aún su implementación podemos afirmar desde ya que los temores, al menos en lo tocante al contenido, son absolutamente infundados, y que Nintendo no ha facturado un título que precise de un mareante desembolso extra para ofrecer una experiencia a la altura.

Sin embargo, y al menos tras una primera aproximación, cuesta sacudirse cierto recelo ante la perspectiva de un desarrollo tan enfocado a una sola mecánica. Todas las piezas continúan en su lugar, y aspectos como el impresionante trabajo de localización y ese tono entre inocente y mordaz siguen haciendo de Happy Home Designer un juego ante el que levantar alguna ceja le deja a uno complejo de amargado y gruñón. Es un juego cálido, que te abre de par en par las puertas de su casa y te invita a un cola cao porque afuera llueven argumentos afectadísimos y épicas de garrafón, y apetece ponerse el batín y las zapatillas y dejarse llevar. Pero sobrevuela la duda de si el paso de las horas no hará añorar a unas entregas que entendían mejor que nadie la importancia de la variedad. Ese es su desafío, y el reto al que irónicamente se enfrentan sus propios diseñadores. El desafío de volver a resultar infinito.

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