Análisis de Animal Crossing: New Horizons
La isla de las Totakekentaciones.
Estas últimas semanas, y mientras el mundo colapsaba poquito a poco, yo estaba en otro sitio.
En una de esas serendipias que ni siquiera años de preparación podrían haber hecho encajar mejor que la pura casualidad, la sociedad se enfrenta a una crisis para la que no está preparada. Cierran los colegios, se colapsan los hospitales, hace un millón de grados fuera aunque estamos en marzo, y hay quien ya empieza a echar de menos salir, con normalidad, a tomar un café o unas copas con los amigos. Desde mi casa yo pesco carpas y recojo naranjas de los árboles de mi isla, siempre dispuestos a entregarme sus frutos sin que yo les ofrezca nada a cambio. Parece raro pensar que hubo un momento en el que era complicado explicar en qué consistía Animal Crossing: un espectador ajeno arquearía la ceja ante un simulador que, a tiempo real, nos insta a cultivar la tierra para pagar nuestra hipoteca, a hacer recados para nuestros vecinos y trasnochar para cazar un par de bichos que intercambiar por bienes o muebles para nuestra pequeña vivienda. Creo que en los años que han pasado desde el nacimiento de la saga - casi veinte, ya - la perspectiva de escapismo que propone ha pasado de ser algo excéntrica a estar extraordinariamente vigente.
Ante el horror de las ciudades, la sobresaturación del transporte público, la luz azulada del flexo de la oficina, el mundanal ruido de la urbe contemporánea, la propuesta de New Horizons es que hagamos borrón y cuenta nueva. En otras ocasiones, Animal Crossing ha apelado por los pequeños placeres de la vida rural, por vivir en un pueblo pequeñito con una comunidad modesta y un par de tiendas, pero tal vez la situación era ahora mismo demasiado extrema. En esta ocasión, nos mudamos a una isla desierta en la que, cuando llegamos, no hay absolutamente nada de la manera más literal: nuestro primer paso será, por necesidad, plantar nuestra tienda de campaña y acostumbrarnos a la nueva tierra que tendremos que convertir en un hogar.
No os pillo de nuevas con esto porque, bendita Nintendo, el tema de la isla desierta ha sido el centro de absolutamente toda la promoción que ha tenido el juego. No os creáis que no lo entiendo: difícilmente no resultaría llamativa esa idea romantizada de aislamiento y escape. Al mismo tiempo, es la premisa más rupturista que la saga ha tenido en décadas. Consciente de que desde su mismísimo comienzo, el juego original para GameCube (2001) partía de una base extraordinariamente sólida, el resto de entregas se han centrado, más que nada, en añadir poquito a poco piezas distintas sobre unos cimientos prácticamente indiscutibles. A Animal Crossing le gusta dejarte hacer un poquito más en cada juego, salpimentar lo conocido con pequeñas novedades: movernos a la ciudad en la entrega de Wii (2008), construir nuestros propios puentes y fuentes y atracciones varias en la de 3DS (2012).
Quizás porque esta entrega era especialmente importante a Nintendo le dio la sensación de que esa estrategia no valía en esta ocasión, y por eso New Horizons tira todas las piezas de ese gigantesco Jenga al suelo y te las pone en las manos para que construyas con ellas lo que tú quieras. Nada más arrancar el juego por primera vez, unos serviciales Tendo y Nendo nos preguntan nuestro nombre y cumpleaños y el hemisferio en el que vivimos, y después escogeremos una de entre cuatro islas desiertas para mudarnos a ella. Nos vamos allí con lo puesto, igual que otros dos animalitos que, escogidos aleatoriamente de entre todos los cientos de posibles vecinos con los que cuenta el juego, serán prácticamente nuestra única compañía durante una buena cantidad de días. "Con lo puesto" significa literalmente esto: que tenemos ropa, pero nada más, y especialmente se nota que no tenemos ninguna herramienta. La excelencia del diseño del juego se percibe ya en sus primeros cinco minutos, puesto que en la selección de mapa que nos permite hacer hay un truco que pasa totalmente desapercibido. No vamos a poder cruzar al otro lado de ningún río hasta que tengamos a bien descubrir cómo se hace una pértiga, así que vamos a tardar un buen rato en poder disfrutar de la totalidad de nuestra isla. Estaremos medio recluidos en una esquinita hasta que nos ganemos la posibilidad de conquistar el resto, y este pequeño detalle es una de las cosas que lo cambian todo.
Limitarnos el espacio habitable - y también utilizable - del juego al comenzarlo es una decisión de diseño un tanto arriesgada que viene, al final, a contrapesar el hecho de que estamos en un Animal Crossing en el que ocuparnos es más sencillo que nunca. En parte porque nos hemos mudado a un lugar en el que no hay absolutamente nada, en parte por un sistema de construcción y crafteo que es el añadido más notable de todo el juego, uno podría estar tentado de pensar que este título es uno de esos que puedes jugar media hora al día y desentenderte de él las otras veintitrés y media, pero la verdad es que en esta ocasión hay mucho más espacio y muchas más posibilidades para ocuparnos fácilmente durante tiempos más largos.
Nuestra rutina principal, eso sí, sigue siendo la misma. El juego se mueve a tiempo real, lo que quiere decir que el día y hora serán los mismos que en nuestra vida cotidiana. Parte de la dinámica del juego consiste en que hay numerosos elementos en él que se renuevan diariamente, y que querremos consultar con asiduidad para ir avanzando. Los objetos de la tienda cambian cada veinticuatro horas y los árboles renuevan sus frutos, además de un montón de eventos temporales y aleatorios que sólo tendremos la posibilidad de disfrutar si los cazamos en el momento exacto. Hay cierta magia en adaptar nuestra rutina a la del juego, encontrando cuáles son los momentos óptimos de nuestro día a día para hacerle una visita. Además, repiten turno muchos personajes clásicos, como Alcatifa, la camella que nos vende alfombras a un buen precio un día a la semana de manera aleatoria, o Betunio, la amable mofeta que nos vende zapatos y accesorios, pero a este respecto quizás es más sensato enumerar lo menos posible, porque grandísima parte de la magia está en la manera en la que encender cada día la consola es un mundo nuevo, donde nos esperan sorpresas y cosas diferentes.
La relación con nuestros vecinos también irá progresando con el tiempo, claro: no es uno de esos juegos en los que hablar muchas veces seguidas con ellos nos proporcione bonificaciones y beneficios, sino que es la rutina lo que hace que vayan cogiendo confianza. Los rinocerontes, pájaros, leones, gatos o lo que sea que habite nuestra nueva villa irán abriéndose a nosotros con el paso de los días, a un ritmo quizás más lento que en otras entregas, pero también un poquito más satisfactorio, puesto que sus comportamientos son esta vez más complejos. Muy frecuentemente les encontraremos haciendo yoga en nuestra plaza, tomando el sol en la playa, levantando pesas en un lado del bosque o capturando bichos allá donde los encuentren.
En el inicio disponemos de menos recursos y posibilidades que nunca pero, y aunque suene contradictorio, el mundo del juego está vivo de una manera que no habíamos visto antes. Suena tentador dejarnos llevar por lo bonito del apartado artístico, el minimalismo de nuestro entorno y el paso indomable de la naturaleza por la tierra que nos rodea. Pero si queremos sacar lo máximo de la isla, si queremos convertir esta pequeña parcelita de universo que nos ha sido asignada en nuestro hogar, tendremos que empezar por ganar un poco de dinero. Otra de las novedades es que en esta ocasión contamos con dos tipos diferentes de moneda que intercambiar por bienes y servicios. Por un lado, están las bayas, la moneda tradicional que utiliza la saga y que obtenemos pescando, cazando, recogiendo fruta y otros objetos y vendiéndola en la tienda. Las bayas sirven para comprar a los distintos comerciantes, pagar la hipoteca y, más adelante, realizar una serie de obras públicas, como crear puentes y rampas. También las usaremos para habilitar solares para que puedan mudarse a ellos nuevos vecinos, un requisito que ahora es imprescindible para que nuevas personas puedan pasar a vivir allí. La otra moneda, las millas, sin embargo, tiene una obtención y unos usos más concretos. Necesitaremos millas para comprar determinados proyectos que nos servirán para realizar tareas de bricolaje - "bricolaje", el nombre súper cotidiano y entrañable que recibe el crafting aquí - para crear nuestra primera casa y para comprar billetes a otras islas.
De las islas hablaremos más tarde, pero la obtención de las millas sí que supone una diferencia sustancial en el modo en el que jugamos respecto a entregas anteriores. Nuestro Nookófono - un iPhone de marca blanca que nos proporciona el mapache con las intenciones más malentendidas de la historia del videojuego - tiene varias aplicaciones útiles. A saber: una lista de todos los peces y bichos que hemos capturado y su presencia o no en nuestro museo, una opción de crear nuestros propios diseños, un pasaporte bastante gracioso que podrán ver quienes jueguen online con nosotros y que nos deja establecer una foto y una descripción de nosotros, y una cámara con un modo foto rudimentario pero más que suficiente, entre otras cosas. De todas estas apps, la que más usaremos con diferencia será "millas Nook", una especie de híbrido entre logros de juego y misiones diarias que nos proporcionará puntos según vayamos realizando tareas. Hay dos tipos de "misiones" (aunque cuesta llamarlas así, la verdad) que nos darán millas. Por un lado, tenemos una lista de hitos que permanecerán ocultos hasta que los desbloqueemos, pero que nos recompensarán por alcanzar determinadas metas. Algunas son sencillas y predecibles, como donar determinado número de fósiles al museo, o cazar un número concreto de peces, pero hay otras que tienen mucha más gracia por las circunstancias en las que surgen que por el premio que obtenemos. Por ejemplo: hay un logro concreto que se desbloquea cuando derribamos un globo con nuestro tirachinas, pero el regalo que sostiene se cae al río. Nosotros vemos el paquete desaparecer el agua con pesar y, segundos después, nos salta una notificación en el móvil. Resulta que Tom Nook ya había pensado que nos enfrentaríamos a este incidente, y decide darnos unas palmaditas en la espalda para pasar el mal trago.
Cuando avancemos un poquito más desbloqueamos las misiones diarias: cinco tareas concretas que se van renovando de forma aleatoria conforme las realizamos y que nos dan una cantidad (más pequeña, eso sí) de millas. Este elemento, que es quizás la cosa más cercana a un sistema de progreso convencional que tiene todo el juego, y entiendo perfectamente que puede alarmar a los fans más antiguos, acostumbrados a que uno de los puntos fuertes del juego sea precisamente la ausencia de guías y objetivos; pero, en realidad, no condiciona tantísimo el juego como podría parecer a priori. Las misiones diarias incluyen acciones que realizamos normalmente en el transcurso del día, como recoger fruta, vender cosas en la tienda, plantar o talar árboles y pescar peces, y a pesar de que sí que podemos utilizarlas como guía para seguir jugando si no se nos ocurre muy bien que hacer, la verdad es que durante la mayor parte del juego, y una vez nos hemos separado de los primeros compases de éste, lo más normal será que simplemente las ignoremos y nos marquemos nuestros propios objetivos. Y, mientras avanzamos como buenamente nos apetezca, a veces nos saltará una notificación de que hemos cumplido alguna de estas metas. Recogeremos los puntos. La vida seguirá como si nada hubiese pasado.
A pesar de que, como ya decía, entiendo perfectamente por qué la inclusión de objetivos fijos dentro de un juego que consiste básicamente en no agobiarnos con números y metas puede levantar suspicacia, que haya pequeñas recompensas arbitrarias a los quehaceres de nuestra nueva vida encaja a la perfección con la filosofía del juego. Al fin y al cabo, si algo es un constante y una seña de identidad de la serie, es el hecho de que su universo está hecho única y exclusivamente para cuidarnos, para ofrecernos todo lo que tiene, para devolvernos todos y cada uno de los gestos de cariño que efectuemos hacia él con el triple de fuerza. En ese sentido, el mundo de New Horizons nos da más que nunca, pero también necesitamos muchísimo más de él. Hablábamos antes del bricolaje, que nos permitirá construir objetos cuando obtengamos sus recetas. El bricolaje servirá para construir muebles para nuestra casa y los exteriores, que ahora podemos decorar a nuestro gusto, sin límite de objetos ni restricciones en ese sentido. También podremos utilizarlo para customizar a nuestro gusto los objetos que ya tengamos, usando unos "kits de personalización" que compraremos en la tienda, y que nos permitirán cambiar los colores de los muebles y las herramientas, e incluso añadirle nuestros propios diseños personalizados.
Hay un cambio muy importante en el apartado visual y en el texto del juego que no tiene exactamente que ver con lo gráfico, sino más bien con la suma de sus partes. Y es que el mundo ha cambiado muchísimo desde la última entrega. Quizás al principio de la década no nos imaginábamos queriendo vestir a nuestro personaje de videojuego con un pantalón de chándal, llevando una riñonera cruzada en el pecho o unas mallas de compresión debajo de la falda, pero a Animal Crossing: New Horizons los cambios en nuestra moda, en nuestras costumbres y en nuestra forma de hablar no le han pasado desapercibidas. Hay una contemporaneidad increíble en el diseño de todos y cada uno de los objetos, prendas y conversaciones que nos hacen sentir como si realmente el juego transcurriese en el mismo mundo en el que nosotros vivimos. Menciono en especial la ropa, porque entrar a la tienda de Las Hermanas Manitas, cuando aparece, es una verdadera delicia: entre su catálogo encontramos tal variedad de prendas, desde pantalones chinos o faldas plisadas hasta camisetas de béisbol, vestidos de tarde, sudaderas de colores, zapatillas altas o Crocs, sandalias o gafas de aviador o medias de rejilla, que parece imposible que haya un sólo ser humano en el mundo que no encuentre dentro del juego ningún objeto que represente la manera en la que le gusta vestir en la vida real. Pero lo cierto es que también permea en los objetos, y la tienda del pueblo ahora a veces nos expone MacBooks de imitación, batidos de proteínas o barajas de tarot. Los vecinos más esnobs hablarán sobre "lo mainstream", los suscriptores de la revista digital en la que escriben o nos preguntarán por nuestros gustos en novelas gráficas. El pulso del presente acaba permeando en el universo de las cañas, las redes, las palas y las hachas de una manera muy particular y prácticamente irreplicable.
Ya que hablo de las herramientas, es conveniente señalar que es en ellas, precisamente, donde está el cambio mecánico que más impacto tiene sobre el transcurso del juego. Más que nada, porque ahora todas ellas tienen un índice de desgaste y, con el uso, terminarán por romperse y tendremos que tener materiales disponibles para crear nuevas. Los materiales principales son la madera, que se obtiene golpeando árboles con el hacha, y las piedras y metales, que conseguiremos golpeando piedras. Ambos son limitados - hay un número fijo de ellos que podemos conseguir al día, determinado por la cantidad de árboles y piedras que hay en nuestro pueblo - se renuevan diariamente, y destinaremos gran parte del tiempo a recogerlos para ir creando tanto nuestros enseres como las tiendas y distintas ubicaciones del pueblo.
El desgaste de herramientas es una mecánica muy peculiar, porque añade un punto de tedio y de estrategia a un elemento del que en otro momento no nos teníamos que preocupar en absoluto; y aunque conforme avancemos iremos desbloqueando proyectos que nos permitirán crear cañas, redes, palas, tirachinas y demás enseres más resistentes, a la luz de las semanas jugadas todo indica que no podremos despegarnos de este desgaste en ningún momento de la partida. Una inconveniencia mínima, pero existente - el hacha es particularmente puñetera aquí, puesto que tenderá a ser lo que más usemos - pero que cumple una función vital en lo que respecta al equilibrio del juego. Si en este New Horizons tenemos más posibilidades para jugar que nunca, más opciones para ocuparnos, más cosas que hacer, la limitación de las herramientas funciona como un pequeño tope a esta creatividad infinita, un recordatorio de que aunque podemos estar tentados de jugar horas sin fin y crear todo lo creable y imaginar todo lo imaginable, al mundo de Animal Crossing no hemos venido a agobiarnos, sino a relajarnos, tomarnos las cosas con calma y dejar que el mundo se vaya desarrollando poco a poco a nuestro alrededor, con elementos concretos que se escapan de nuestras manos por mucho esfuerzo y tiempo que le pongamos.
Estas pequeñas limitaciones siguen existiendo en todos los ámbitos del juego, a pesar de la inmensa cantidad de detalles de calidad de vida que se han añadido al título para hacerlo más maleable, más usable y más cómodo. Ahora nuestra casa tiene un trastero, ampliable, en el que podemos guardar un montón de objetos y materiales cuando no los estamos usando, infinitamente más grande que cualquier otra entrega de la saga; podemos desbloquear una rueda con accesos rápidos a cada herramienta, ampliar hasta tres veces el espacio de nuestro inventario y cambiarnos de ropa abriendo un armario y desplegando un menú en el que aparecerá toda nuestra ropa. Entre otras muchísimas cosas, podemos comernos la fruta, y eso nos proporcionará un extra de fuerza que hará que podamos romper piedras, si no nos gusta donde están, o desenterrar árboles de raíz y colocarlos en otro sitio. Pero para evitar convertir la experiencia en un juego de simulación, en una suerte de Los Sims cuqui en el que podemos, casi al instante, generar la casa o la villa de nuestros sueños, la totalidad de sus mecánicas están basadas en una leve imprecisión que siempre ha estado ahí, pero que es esta vez más explícita que nunca.
Hay imprecisión en la manera en la que lanzamos la caña al pescar, que no nos señala visualmente dónde va a caer el cebo sino que nos obliga a intentar acertar con prueba y error hasta que lo hacemos como queremos, y hay imprecisión en la caza de bichos, donde a veces perderemos una presa que nos interesaba por pulsar el botón un poquito antes de tiempo. Hay imprecisión en el uso del hacha y la pala, que a veces no acertarán exactamente en el lugar que queremos y nos harán repetir, y en el uso del inventario, que no nos indica cuando está lleno hasta que queremos meter un objeto nuevo y nos insta a cambiarlo por otro para hacerle hueco. Todas estas cosas, lejos de causar frustración, existen para recordarnos precisamente esto, que el mundo no va a ser siempre cómo queremos, que no tenemos que esforzarnos en controlarlo todo, y que incluso nuestros errores, los momentos en los que no capturamos esa tarántula, nos cargamos el árbol que queríamos dejar en su sitio o no obtenemos ese objeto que nos ofrece un vecino porque no tenemos donde guardarlo son detalles nimios a los que no hay que darles importancia, que la vida en nuestra aldea sigue y sirve aunque no seamos perfectos, aunque tardemos un día más en obtener ese dinero o ampliar nuestra casa.
Cuando nos acostumbramos a esto y entramos por completo en esta mentalidad la nueva curva de progreso, el ir creando poco a poco los centros de encuentro, las utilidades y las infraestructuras de nuestro pueblo se vuelve más satisfactorio que nunca. Especialmente porque, cuando lo observamos detenidamente y hemos pasado ya un tiempo viviendo aquí, el juego se nos desvela como la entrega más abierta, más flexible, más dispuesta a que la isla se convierta en el universo al que corremos a refugiarnos, en el lugar en el que adoraríamos vivir si las circunstancias del mundo nos lo permitieran. Las opciones de personalización, tanto de personaje como del pueblo, son infinitas, eso ya lo sabéis, pero es bonito y hasta representativo del juego que tenemos entre manos que todas estas posibilidades no sean exactamente inventos nuevos, sino que simplemente salen de la canonización a través del juego de los recursos y resortes que los jugadores ya utilizaban en Animal Crossing: New Leaf para construir sus pueblos ideales. Desde que Animal Crossing existe sus habitantes han encontrado formas de torcer sus mecánicas para obtener los resultados óptimos y maniobrar con las limitadas opciones que tenían. Cuando ahora vemos que el título incluye una herramienta para crear caminos y modificar el terreno, crear montículos y ríos y lagos, se lo debemos al hecho de que los jugadores llevan años utilizando sus propios diseños para colocarlos en el suelo y simular que esta opción, de hecho, ya existía, y reiniciando la consola una y mil veces para obtener la configuración de suelo y terreno al principio de la partida para conseguir que cada uno de sus elementos estuviese en el lugar adecuado.
Esta retroalimentación juego-jugador permea en muchos más aspectos, como en las modificaciones hechas en la herramienta de creación de ropa, que estoy segura de que en un par de semanas nos dará trajes y disfraces con los que ahora mismo sólo podemos soñar. En medio de todo esto, llama la atención el único cambio que parece una digresión explícita de las cosas en las que parece, por todo lo demás, que el juego cree. Por un número concreto de millas podremos comprar un ticket a una isla desierta a la que viajaremos a través del aeropuerto de la nuestra propia. Estos espacios son pequeños, tienen mapeados prefijados y aleatorios, y están, en general, pensados para que vayamos allí a recargar nuestros recursos cuando los de nuestro pueblo se agoten. Especialmente en los primeros días, cuando la madera y hierro accesibles son limitados, agradeceremos este pequeño respiro que nos permite dar un impulso extra a nuestros proyectos. Pero poco a poco la mecánica se vuelve repetitiva y absurda. No solo genera una frustración evidente que que los modelos de islas se repitan constantemente, y el hecho de que llegados a cierto punto nuestro propio hogar puede ofrecernos muchísimas más posibilidades que cualquiera de ellas, sino porque este espacio parece hablar un idioma que ninguna otra mecánica del juego entiende. Estamos acostumbrados a crear y a cuidar, a atender las necesidades de lo que nos rodea, y de repente nos lanzan en medio de un lugar creado única y exclusivamente para que explotemos sus recursos y después volvamos a casa sin mirar atrás. Lo que es una concesión a una mecánica que sí funcionaba bastante bien en New Leaf termina convirtiéndose en un pequeño palo en la rueda de un conjunto que, por todo los demás, es excelente en todos los frentes.
Es verdad que es un defecto, pero la verdad es que se lo perdono. Y no puedo dejar de pensar que me cuesta tan poco perdonar los errores de Animal Crossing: New Horizons porque da la sensación de que el juego vive con el único propósito de aceptar y perdonar los míos. Que no podría sentirme de esa manera si no fuera porque estoy atrapada en eso, en su clima bonito y afable, en la posibilidad de acceder a un mundo en el que puedo ser quien yo quiero, y donde mi única herramienta para comunicarme - con los vecinos, con el pueblo, con los personajes, con otros jugadores - es el cariño, el esfuerzo y la atención. Darle nuestro tiempo a Animal Crossing es ahora más significativo y más satisfactorio que nunca, dentro y fuera del juego, y a través de objetivos y recompensas explícitas o intangibles, da igual. Todo funciona como una maquinaria engrasada a la perfección, como el simulador de escapismo perfecto, como la isla paradisíaca a la que nos gustaría huir de vez en cuando. Es un lugar emocional más que físico, un espacio seguro, un lugar dulce y tierno que nos acoge tal y como somos y que nos querrá siempre, hagamos lo que hagamos y seamos lo que seamos. Cuando las cosas se ponen feas, cuando nos agobia el trabajo y el estudio, quizás en estos días en los que no podremos salir de casa o estaremos preocupados por cómo andan las cosas ahí fuera, siempre habrá un puñado de animalitos que nos saludarán con una sonrisa por la mañana, un dependiente de una tienda que recordará nuestro cumpleaños, un amigo que nos regalará un sombrero gracioso y se sentará con nosotros a observar el atardecer. Ante la incertidumbre, nunca estaremos huérfanos porque tendremos un sitio en el que escapar del horror del mundo y recordar sólo las cosas buenas de él; quizás, en efecto, Animal Crossing es exactamente lo que necesitamos ahora mismo.