Análisis de Anthem
Réquiem.
Anthem es uno de esos juegos que comienza fuerte, en caliente, arrojando contra el desorientado jugador un cataclismo de proporciones épicas y una de esas peleas que por exigencias del guión no vas a poder ganar. La secuencia, un remedo de tutorial que se asegura de proporcionarnos algo a lo que disparar mientras escupe conceptos nuevos por el intercomunicador con la cadencia de una ametralladora, deja al terminar al menos tres cosas claras, amén de los nervios bien afilados y el culo peligrosamente alejado del centro de gravedad del sofá: que el combate es una bomba de adrenalina, que por fin alguien se ha preocupado de dotar de vida, pasado y tramas medianamente competentes al shooter looter multijugador, y que en Bioware saben lo que es el ritmo. Solo una de estas certezas va a aguantar el inexorable paso del tiempo: una treintena de horas después el combate sigue siendo fabuloso, quiero decir.
El destino de las dos restantes está en cierto modo relacionado, aunque el nombre del estudio pesa lo suyo y durante las primeras horas uno tiende a la paciencia para con lo que el juego quiere contar. El ritmo cae, porque tras la tormenta toca presentar conceptos, memorizar localizaciones, charlar sobre banalidades a la sombra de algún callejón y en general relamerse ante un nuevo universo que, con Shepard muerto y enterrado, bien podría ser la última bola de partido para una Bioware en la cuerda floja. Lento pero seguro, el mundo va dejando caer detalles sobre sí mismo con la cautela de una primera cita, y las cosas pronto se precipitan: un momento claramente identificable como crucial, una cinemática de esas que han costado dinero y un par de nuevos personajes irrumpiendo en escena con la rotundidad de quien se sabe importante. Por fin despegamos, piensas. Y entonces sucede.
Las tumbas de los legionarios. Intentad quedaros con este nombre, porque es probable que lo escuchéis con cierta frecuencia en los próximos días. La mayor parte de las veces será con ira, supongo, aunque también habrá quien os diga que no es para tanto; quien le reste hierro al asunto por no haberlo experimentado y hablar de oídas, por querer alimentar algún tipo de discurso interesado contra la prensa o simplemente por considerar que el videojuego y el salchichón son productos equivalentes: más peso, más cantidad, más horas, todos contentos. Y como supongo que es un asunto abierto a opiniones, yo os dejo con los hechos y ya si eso vamos hablando.
Una misión. Cuatro tumbas. Cuatro puertas. Cuatro listas de requerimientos a cual más peregrina, intentando justificar bajo la apariencia de un antiquísimo ritual de paso lo que en esencia son cuatro gymkanas absurdas que nos pedirán regresar con los deberes hechos si es que queremos romper cada uno de los sellos: vuelve cuando hayas eliminado a cincuenta enemigos en cuerpo a cuerpo, cuando hayas explotado quince puntos débiles, cuando hayas ejecutado combos quince veces o hayas completado cinco eventos totalmente aleatorios. Una de las pruebas, el Juicio de Yvenia, nos exige (no estoy de broma) recolectar veinticinco materiales, hacerse con diez coleccionables, resucitar a tres compañeros caídos en combate (sí, ya es posible encontrarse a gente en matchmaking suplicando que te dejes matar a su lado) y encontrar quince cofres de recompensa, algo especialmente sangrante teniendo en cuenta que antes del parche solo el miembro de la escuadrilla que lo abría físicamente tras cada misión veía la barrita crecer.
Y todo esto, insisto, a las pocas horas de juego y de manera obligatoria, no sirviendo como barrera de entrada a una pieza de equipo para entusiastas, sino al propio argumento; emulando lo que fue el vergonzoso fragmento final de Recore en unos compases iniciales que deberían servir como vía de aceleración para los acontecimientos y que a cambio sitúan sobre la calzada una barricada en llamas, un artefacto inexplicable que asesina el ritmo y la narración y a cambio condena a los jugadores a horas, y no pocas, de tedio, de frustración, de jugar como no se debe ignorando las fabulosas mecánicas de combate para conseguir embolsarse unas cuantas muertes por melee más, y a trabajar, en definitiva. A compensar con el sudor de la frente propia la falta de esmero de una sección nula en cuanto a contenido (de la ridícula recompensa no voy a hablar, que no quiero perder las formas) que solo parece aspirar a emular esa sensación tan reconfortante que conocemos todos: la de ser detenido por un tipo con cara de pocos amigos en la puerta de la discoteca justo cuando la fiesta empezaba a animarse.
A veces parece que quieran fracasar a propósito.
Esa, la del boicot intencional y plenamente consciente, es de las pocas teorías mínimamente racionales que podrían explicar una decisión así. Explicar, quizá mediante oscuros movimientos de fichas empresariales, como un juego con una base tan aprovechable decide insultar al jugador a sabiendas, porque el efecto que algo así tiene sobre la audiencia lo sabe cualquiera con conexión a Internet. Y sí, es cierto que el parche suaviza las cosas, y que ahora los cofres son para todos y el progreso en esta ridícula e inane carrera comienza a correr tan pronto como alcancemos el nivel tres, pero eso no compensa la inmensa bola de nada y el desplante al diseño de videojuegos mismo. Al ritmo, a la creatividad, al propio concepto de contenido, a todo lo que convierte a nuestro medio en algo vivo y hermoso. En algo que no pueden hacer las máquinas, aunque tiemblo al pensar en el peso que pueden haber tenido en el desarrollo de Anthem las frías hojas de cálculo.
Y lo natural, claro, es enfadarse. No voy a negar ni por un segundo que fue mi caso, aunque hubo un motivo que me empujó a perseverar con el juego más allá de la ética profesional y esta reseña misma: puede que esto también haya llegado a vuestros oídos, pero volar mola mucho. Podría hacer un análisis más profundo, y hablar de la verticalidad que aporta el estado de levitación a los enfrentamientos o de lo bien que absorben los mapeados esa diversidad de puntos calientes a los que la alabarda nos permite atender casi simultáneamente, pero en el fondo todo se reduce a un asunto de sensaciones. A la contundencia, al dinamismo, al gustito, a lo que vacila lanzarse en picado como un Iron Man del medievo para desfacer un entuerto y desaparecer antes de que de tiempo a que te den las gracias, principios todos ellos que el propio gunplay reproduce a la perfección. Anthem es, quién lo diría viniendo de quien viene, un fenomenal juego de disparos, y no solo eso, sino también un más que notable RPG de acción que acierta al convertir sus clases de toda la vida en armaduras intercambiables que no dependen de más estadísticas. Podemos saltar a la acción embutidos en una Alabarda de clase Tormenta para actuar como lo harían los magos, sembrando el escenario de detonaciones elementales y áreas de efecto desde la relativa seguridad de una levitación elevada, y en la misión siguiente pasar por el vestuario y regresar embutido en los hábitos de un tanque (Coloso), un pícaro (Interceptor) o un DPS clásico como la clase Comando.
Todos tienen sus lecturas, sus habilidades y sus ligeras matizaciones a un esquema de control por otro lado común y bastante estándar (es duro perder el triple esquive de los Interceptores, por ejemplo), y aunque el propio sistema de equipamiento, esa Forja que funciona como una estancia aparte e implica por tanto un par de pantallas de carga, resulte un puntito engorroso, el único gran pero que puede ponérsele al shooter que encierra Anthem es la torpeza a la hora de explicar sus mecánicas: para todo lo que se ha insistido en la campaña de promoción con el asunto de los combos llama la atención que su funcionamiento, por otro lado nada excesivamente complejo, se haga tan opaco desde el principio, y en cuanto a esos asesinatos múltiples que por supuesto la misión innombrable exige para progresar, os deseo la mejor de las suertes. ¿Qué considera exactamente el juego una Multi Kill?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul.
Suena prometedor. Una vez superado el escollo de la que es sin duda la mayor tomadura de pelo de los últimos años, con el argumento de nuevo sobre sus antiguos raíles (como era de esperar, el resultado de tan justificada excursión no altera las cosas en absoluto) y de la mano de un bucle de combate ciertamente sobresaliente a Anthem solo le quedaba empujarla, seguir encadenando misiones y objetivos, revelaciones y world building marca de la casa para hacer olvidar el mal trago y reivindicarse como una obra catedralicia. Ya os adelanto que no es así, pero empecemos por lo obvio, por las misiones, por esos encargos y esos objetivos que sobre el papel siguen la estructura del shooter looter multijugador canónico, esto es, de Destiny, haciendo orbitar la acción alrededor de un hub, el Fuerte Tarsis, a donde regresar a por nuestra inyección de lore tras acometer todo tipo de encargos de mayor o menor enjundia. Y esto es verdad, hasta aquí todo bien, pero pronto empiezan los problemas.
El mundo en sí mismo no es uno de ellos, porque la Bastion que ha imaginado Bioware es un lugar casi tan exuberante como el que dejaban adivinar los tráilers: hay bandadas de pájaros recortándose contra los tejados de esos poblados que se encaraman como pueden a la pared de roca, y enormes cataratas filtrándose a través de los restos de una civilización anciana, y caídas a cuchillo y ascensos en vertical contra los primeros rayos de la mañana, o tras ese primer salto al vacío que siempre, siempre, corta la respiración. También hay gráficos de aúpa, para los más propensos a enfadarse por esas cosas. No son estos los problemas de Anthem, un juego realmente bonito que sin embargo sufre para rellenar toda esa naturaleza salvaje con cosas mínimamente interesantes que hacer. Así son sus misiones, sus encargos, sus tareas más anecdóticas y también las piezas individuales que conforman sus secuencias más ambiciosas, baluartes y misiones de la campaña principal que sacan pecho de escenarios majestuosos creados para la ocasión pese a inundarlos, de nuevo, de los mismos objetivos inverosímiles: localizar orbes flotantes mientras nos disparan, reiniciar una máquina abandonada mientras nos disparan, defender una zona hasta que se procese una señal de radio mientras nos disparan... las excusas con las que Anthem justifica sus tiroteos son vagas en el mejor de los casos, y lo que es peor, son repetitivas hasta la nausea. Son confusas, aleatorias e intercambiables, y para muestra este extracto del propio guión, que creo encapsula bastante acertadamente lo que intento comunicar:
- ¿Forajidos? ¿Buscamos forajidos? Pensaba que buscábamos el vínculo de un encriptador.
-¿No te lo había dicho? Por eso estabas confuso.
Pues eso.
De nuevo la cantidad por encima de la calidad, un principio de diseño que desgraciadamente se traslada inalterado a una implementación del loot que entiende, erróneamente, que desbloquear cuatro escopetas, dos fusiles, tres granadas y otros tantos chips de mejora tras cada misión debería ser más satisfactorio que desbloquear solo un par, aunque en esencia todas sean marginalmente diferentes y compartan el mismo diseño anodino y gris. Hay una razón por la que marcar un gol es más emocionante que encestar una canasta en el minuto dos de partido, y puede que entenderla también implique no ser un robot, o un alto ejecutivo sin interés por los videojuegos.
Pero no es momento ni lugar para perderse en narrativas conspiranoicas, máxime cuando hay otra bien gorda que diseccionar: si Anthem generaba ilusión, si teníamos esta fecha marcada a fuego en el calendario, es porque Bioware llevaba un montón de años encerrada en su laboratorio haciendo lo que mejor sabe hacer, y porque en la ausencia de una nueva entrega (y diría que nos podemos ir despidiendo) de su ópera espacial bueno era un universo nuevo, una fantasía sobre armaduras voladoras y freelancers que llegan a fin de mes donde dejar volar la creatividad. Os vuelvo a adelantar, y lo siento de veras, que no es el caso: pese a dejar ver cierta ambición en cuanto al trasfondo y sin duda los mimbres para muchísimo más, lo más bonito que sabría decir de la historia que cuenta Anthem es que, a diferencia de algunas de sus misiones, aspira a no molestar. A actuar de comparsa, de simple marco para los tirabuzones y los tiroteos, explotando sin pudor alguno los tópicos de la sci fi de trazo grueso en la forma de McGuffins de libro y villanos absolutamente descacharrantes porque, y esto es lo doloroso, al final aquí venimos a pegar tiros y estas cosas no le importan a nadie. Y se equivocan, o mejor dicho, se equivocaban: una vez superada la campaña me resulta enormemente difícil no ya rescatar algún tipo de vínculo emocional para con sus personajes, sino una cronología simple de los hechos y las motivaciones.
Hablando en plata, que incluso siendo una historia ramplona y vulgar cuesta enterarse de lo que está pasando, aunque en este sentido cuesta echarle toda la culpa al equipo de guionistas: Anthem se equivoca al supeditar la trama a la estructura, al condensar toda la narrativa en la campaña obligatoria y convertir lo demás, sus misiones y sus encargos y sus salidas en aperitivos intrascendentes que puedan jugarse en un orden intercambiable y se vean por tanto condenados a no significar gran cosa en lo argumental, pero peor que todo esto es perderse la mitad de la trama. Esto, el hachazo y tentetieso, la pantalla de carga que decide interrumpir tu partida porque el juego considera que te has alejado del grupo y te devuelve a la acción con los diálogos ya empezados, es además de un error de bulto una nueva consecuencia directa de la chocante escala de prioridades de la nueva Bioware, un estudio que prefiere que te pierdas parte del argumento antes de hacer esperar a tus compañeros de Matchmaking porque aquí lo que importa es lo social, las poses, los cofres y los tiros. Y un estudio que como es lógico diseña esos diálogos en consecuencia, para que resulten irrelevantes.
Y sí, es algo que se suaviza con el nuevo parche, no tanto porque ahora el juego eche el freno antes de comenzar a recitar sus líneas sino porque las pantallas de carga son, por fortuna, infinitamente más cortas. Son aceptables, quiero decir, cosa de unos cuantos segundos, nada que incite a la desesperación ni a autolesionarse, y por eso me cuesta ver a esa panacea en forma de actualización de día uno como el triunfo que nos han vendido: porque solo se limita a tapar agujeros que eran escandalosos, porque los problemas siguen estando en la base y porque, y esto era lo que más temía, las vías de agua que amenazaban con echarnos a pique por proa parecen haberse tapado con madera de los camarotes de popa. El parche, timorato y cortoplacista, no evita que te teleporten contra tu voluntad, sino que lo hace más rápido, y no erradica las misiones absurdas, sino que relaja sus draconianos requerimientos. ¿El precio? Nuevos problemas (en mi caso, y jugando en PC, caídas de rendimiento ocasionales y bloqueos de la aplicación, por ejemplo) y asuntos realmente graves que quedan sin solución, como esa famosa misión que, jugada en compañía, suele terminar en un desmoralizante bucle infinito de enemigos. Así están las cosas.
Y lo realmente irónico del asunto es que a pesar de todo me lo he pasado muy bien. También me he enfadado, y he jurado muy fuerte, e incluso me he reído con nerviosismo de pura desesperación, pero tras todos esos episodios el juego siempre me ofrecía motivos para volver. Lo sigue haciendo, aunque ni siquiera sean los motivos equivocados: si Anthem engancha no es en modo alguno por los numeritos y los fusiles +3 (y ya es difícil no hacerlo), ni siquiera por un contenido especialmente abultado o un endgame que, y espero que esto no se considere spoiler, recae en las listas de recados interminables o intenta hacer pasar su misión final por un baluarte nuevo que engorde el número total. Si vuelves, y al final es tan sencillo como esto, es por algo tan sencillo como la diversión, los tiros y el volar de aquí para allá; por hacer coincidir una retícula con la cabeza de un marciano mientras charlas con los colegas y que la cosa esté resuelta con cierta maña. Es algo que a Anthem nadie le podrá negar, y por eso a la hora de alcanzar un veredicto dejo en manos del lector calcular la media que resulta de sumar un sobresaliente a unos cuantos suspensos. Aun así, hay una de estas asignaturas que podría justificar una revisión de su examen: es cierto que la historia en sí es bastante olvidable, pero lo que sin duda consigue es que te intereses por el dichoso himno. Por su historia, por sus efectos, por esa aterradora presencia que parece funcionar como aquel chiste mortal de los Monty Python. Me gustaría poder escucharlo, aunque sea solo por una vez. Solo espero que al final no suene como una misa para difuntos.