Análisis de Ape Out
Desde que amanece, apeoutece.
Mientras jugaba a Ape Out estos días, he estado pensando mucho en Doom 2: un juego tan absolutamente comprometido con no poner trabas entre el jugador y la acción que, si hacemos sin querer un clic de más en la pantalla de selección de dificultad, en el primer momento en el que cargue la pantalla dispararemos sin esperas ni introducciones al enemigo que tenemos automáticamente delante. Siendo el que nos ocupa un juego radicalmente distinto a este - para empezar, porque no es un shooter, para seguir, porque no es de hace 20 años, y para terminar, porque a la saga de Romero y Carmack hay que tratarla con respeto - en el fondo me da la sensación de que tienen un cierto matiz común. En ambos se respira la aspiración de hacer que su núcleo sea total y absolutamente el movimiento, el caos, y ponen todos sus demás elementos al servicio de esta sensación de juego. Supongo que Doom 2 y Ape Out podrían, alternativamente, protagonizar el próximo reportaje alarmista de un medio de comunicación desinformado sobre cómo los videojuegos fomentan la violencia entre los jóvenes; también son juegos que me hacen gritar cada vez que muero o un enemigo me pilla por sorpresa, cumpliendo a la perfección esta aspiración de ponernos en tensión constante y hacernos agarrar el mando más fuerte de lo que es razonable.
Si nos paramos a mirar un poquito más allá, a pasar por la capa de acción y violencia inevitable que sirve como reclamo a un juego sobre un primate enfurecido que escapa de su prisión y destruye todo lo que encuentra a su paso en su camino a la salida, nos encontramos con muchísimo más de lo que parece a primera vista. Es un juego que no sólo maneja bien el ritmo figurado - en lo que respecta al progreso y la curva de dificultad - y el ritmo literal, con esa música dinámica que se vuelve más intensa cuanto más violentos somos, cuanto más caos sembramos. Bajo una capa de sencillez, colores planos y diseños esquemáticos hay escondido un diseño endiabladamente bien pensado, que nos invita a pensar un poco fuera de lo establecido, a buscar soluciones nuevas a los dilemas que plantea, y a estrategizar con nuestros movimientos mucho más de lo que puede parecer a priori que pediría un título de estas características.
Lo que me resulta particularmente brillante es que Ape Out hace cero esfuerzos explícitos por darnos a entender que hay más profundidad en él de la que percibimos en un primer contacto. Nos da, eso sí, pequeñas pistas de ello todo el rato: minúsculos detalles que se acumulan y nos hacen pensar que tiene que haber un poquito más ahí debajo, que un juego con un diseño gráfico tan inteligente, que tiene detalles tan bien traídos como el hecho de que la pantalla de muerte hace también las veces de mapa del nivel, enseñándonos la trayectoria que hemos recorrido, no puede aspirar únicamente a ser una especie de clon con ínfulas de Hotline Miami.
Además de movernos con el ratón o el stick derecho, en Ape Out podemos ejecutar dos movimientos fundamentales. Por un lado, agarramos objetos; por otro lado, tenemos un botón de acción que nos sirve para lanzar el enser o enemigo que estemos sujetando si es que tenemos algo entre manos. Si no hemos cogido ningún objeto previamente, el botón de acción servirá simplemente para hacer un gesto con las manos del monete que nos sirva para empujar lo que tenemos delante. Pero nosotros interpretamos a un simio gigantesco, y los enemigos son sólo humanos, así que en casi todas las circunstancias en las que empujemos a otro ser vivo dentro del juego, éste terminará estampado contra la pared más cercana y reducido a poco más que una papilla de sangre y vísceras.
Este movimiento - el que sería, a efectos prácticos, un ataque - es el que acabaremos utilizando en más ocasiones durante el tiempo de juego, y también el que define nuestra relación con el entorno. Pero aunque puede parecer que es el núcleo del juego, el machacar, el asesinar, conforme avanzamos empezaremos a encontrar cada vez más valor y más peso en el propio acto de movernos. Atacar está bien, pero esquivar es clave para poder avanzar en los niveles. Usar las paredes como cobertura quizás no es lo primero que se nos ocurre, pero por la forma en la que están diseñados tanto los mapas como nuestro propio personaje, será imprescindible para transitarlos y encontrar la salida estando todavía ilesos. Esto se debe a que a pesar de que es un juego violento, salvaje, nuestro personaje es extremadamente frágil: tres disparos le mandarán a la tumba sin miramientos, y los enemigos de cada nivel se pueden contar por varias decenas. Aquí no hay escudos ni armaduras que valgan, y el ingenio juega un papel mucho más importante de lo que sentimos en un principio. Tanto es así, que todos y cada uno de los niveles pueden superarse sin eliminar a ni un sólo enemigo. Personalmente, me gustaría invitar al lector a probar este sistema aunque sea sólo una vez: no sólo porque el juego nos recompensa con un logro por hacerlo, claro, sino porque experimentándolo de esta manera podemos comprender todavía mejor dónde residen las claves de su diseño, y es complicado ver el juego con los mismos ojos después de entenderlo de esta forma.
Ape Out, no obstante, y siendo un juego más que notable, parece en ocasiones atrapado en un puñado de decisiones que, si bien no explícitamente negativas, sí se nos antojan un poco extrañas. Por un lado, la destructibilidad del entorno es limitada, y el título no se atreve a experimentar con ella levemente hasta los últimos niveles. Parecía evidente que, siendo la propia destrucción, el teñir la pantalla de ruinas y manchas de sangre, una parte tan importante de la dinámica de juego, el propio escenario también nos ofrecería opciones para romper, agarrar, lanzar y destrozar; pero a excepción de un par de puertas y vidrieras, casi siempre que intentemos aprovecharnos de los objetos desperdigados por el mapa para defendernos de los enemigos nos encontraremos con una negativa en firme.
Además de eso, todos los niveles están en cierta medida aleatorizados, y la variación entre los intentos puede llegar a ser bastante grande. Entiendo que había en esta idea una intención de alargar la vida del juego, de huir de la repetitividad que nos darán los a veces decenas de intentos que necesitaremos para superar algunos de los fragmentos, pero es que el hecho de que los enemigos aparezcan en lugares semiarbitrarios hace que, en ocasiones concretas, sintamos que el juego es un poco injusto. Hay ocasiones en las que he estado atascada en un nivel durante horas, y después he conseguido pasármelo sin problema alguno gracias a un mapeado particularmente favorable que me ha hecho no toparme con prácticamente ningún enemigo en el camino hasta la salida. Y, aunque se agradece que haya involucrada un poquito de suerte y un pelín de variación, también hay ocasiones en las que nos da la sensación de que no hemos llegado hasta el final por méritos propios, sino porque el azar se ha puesto de nuestro lado y ha decidido no ponernos las cosas complicadas de más.
Hay un par de cosas más dentro del juego que no termino de entender: que la versión difícil de los niveles no sea la dificultad predeterminada, por ejemplo, acaba pareciendo una oportunidad perdida, porque es en ellos donde el juego de verdad brilla y fluye como sabemos que tiene potencial para hacerlo; tampoco me encanta que el nivel arcade sea totalmente opcional. Sí me gusta, eso sí, un pequeño detalle: que en Ape Out, el viejo truco de dejar de jugar un rato cuando nos atascamos para retomarlo en algún momento, más frescos y con energías renovadas, no termina de funcionar. Cuando nos metemos en su ritmo, cogemos inercia y empezamos a jugar cada vez mejor, y sabemos que terminar la partida nos hará en cierta medida echar el freno y tener que volver a acostumbrarnos a este flujo para sacar nuestras habilidades óptimas. Esto, en sí mismo, me parece el mayor de sus aciertos: que si de mí hubiese dependido lo hubiese jugado de una sentada, porque es dificilísimo no acabar totalmente absortos en lo que propone, porque nos atrapa de una forma magnética, extraña y un poco salvaje.