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Análisis de Arms

Tercera vía.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Fácilmente malinterpretable, la propuesta de Arms pone en valor un método de control que solo fracasó porque nadie hizo juegos como este.

El primer juego deportivo del que tengo recuerdo es Boxing, un antediluviano simulador pugilístico para Atari 2600 firmado por Activision en 1980. El propio título, de un minimalismo muy acorde a la época, ya dejaba claro todo lo que había que saber: un cuadrilátero, una cuenta atrás de un par de minutos, y dos púgiles representados con una ejemplar economía de medios. La perspectiva era completamente cenital, una vista de pájaro que permitía reducir la anatomía humana a lo que realmente importa a la hora de partirse la cara: dos grandes esferas laterales que representaban los puños, y una central coronada por una simpática naricilla que convenía mantener fuera del alcance de estos. La clave, como en el boxeo real, estaba en el movimiento, y en un juego de piernas que ni siquiera necesitaba de una representación gráfica para definir todo el diseño. Mantener una posición paralela con el contrincante era seguro, pero completamente inoperante en términos ofensivos, y desplazarse lateralmente para alinear nuestro puño con la nariz del contrario implicaba poner la nuestra en un riesgo equivalente. Dos vías laterales de ataque, una central que defender. Simple, sencillo, efectivo. Demasiado redondo como para tratarse de una idea totalmente original.

Históricamente no son pocos los juegos que han optado por unos principios de diseño equivalentes, y aunque hoy en día pensar en tres carriles nos remita casi instantáneamente a los MOBA, las raíces son más profundas. Pensemos en el fútbol, por ejemplo. Qué demonios, pensemos en el ajedrez. Pensemos en la figura de la torre, esa espada de doble filo que puede lanzarse alocadamente al ataque pero que, como algunos atolondrados carrileros brasileños, corre el riesgo de dejar un hermoso hueco que deje vendido al rey. Cuando ambas están en juego resulta peligrosamente sencillo quedar atrapado en el juego cruzado, y de hecho uno de los mates más elementales permite ganar la partida prescindiendo de todos los demás elementos. Arms, como tantos otros, edifica sobre estos mismos cimientos, y no es extraño que los resultados sean similares: parece un juego sencillo, pero dominarlo requiere experiencia, psicología, y un tipo de templanza que no tiene nada que ver con lo que en un primer momento podría sugerir su sistema de control principal.

Jugar a lo loco a Arms resulta tentador, porque el ser humano es un animal de costumbres y todos hemos tenido una Wii. Más aún, porque es, o aparenta ser, un juego de lucha más o menos convencional, con sus especiales, sus escenarios engalanados para la ocasión y su elenco de personajes de diseño imposible, y todos hemos solventado mil papeletas en Tekken aporreando botones y encomendándonos al altísimo. Mi primer contacto con el juego fue así, y entonces llegaron los correctivos, la frustración, y la lluvia de acusaciones al empedrado: a nadie le gusta que un juego así de colorido le deje en ridículo. Es fácil, como digo, acusar al juego de caótico, solo porque entendemos que un juego controlado por movimiento debe serlo hasta cierto punto. En este sentido no ayuda que la manera de desencadenar los especiales jugando con un Joy-Con en cada mano sea, de hecho, arrojar un sin dios de puñetazos al aire de manera rabiosa y desordenada, quizá el único vestigio real de una época que todos recordamos dolorosamente. Por fortuna, el problema es cien por cien nuestro: Arms es un juego que castiga como pocos el barullo y el azar, y las victorias solo llegan cuando aprendes a mirar al juego de otra manera. Cuando comprendes que medir las distancias y meditar muy bien los pros y los contras de lanzar ese puñetazo es la manera correcta de jugar, y comienzas a apreciar la doble lectura que encierra cada una de sus mecánicas, porque absolutamente todo es riesgo y es recompensa. Como decíamos antes, no suele ser buena idea subir las torres de cualquier manera.

Arms parece un juego sencillo, pero dominarlo requiere experiencia, psicología, y un tipo de templanza que no tiene nada que ver con lo que en un primer momento podría sugerir su sistema de control principal.

En un comienzo, y entre jugadores inexpertos (todos vamos a serlo al empezar con Arms, es así de diferente), esto lleva invariablemente a una jugabilidad más pausada, más cerebral, pero lo bonito del asunto es que tardaremos poco en poder hacer lo mismo a toda velocidad. En aprovechar un salto con deslizamiento para ver pasar el brazo de nuestro contrincante y entender en décimas de segundo que la vía está libre para intentar un agarre. Vuelvo a hablar de vías aquí, porque como sucedía en aquel primitivo boxeo ese triple camino es la base de todo. Jugar correctamente a Arms implica estar siempre pendiente de tres cosas a la vez, siendo dos de ellas esas extremidades que cruzan la arena hasta nuestro rival y la tercera nuestro cuerpo serrano. Las exigencias a nivel de control son importantes, porque apartarnos del peligro mientras lo generamos implica cierta pericia, pero es en ese doble juego donde reside la belleza de todo el diseño: todo tiene una contra, cualquier situación tiene una salida, y el equilibrio es el rey. Lanzar un puñetazo implica dejar un costado desprotegido, pero ese mismo proyectil bien dirigido puede bloquear uno del contrario siempre que el peso del guante sea mayor. Si nos parece una maniobra arriesgada podemos optar por defendernos a la antigua usanza cruzando los guantes sobre nuestra cara, pero dicha posición nos deja vendidos ante un agarre. Agarrar, sin embargo, implica lanzar ambos puños hacia delante simultáneamente, y un simple puñetazo rival que los intercepte deja ambos brazos tendidos en el suelo: en Arms, un rival que no puede utilizar los brazos es un rival muerto. Es el triángulo de Fire Emblem, de nuevo el número tres, gobernando todo el diseño con una elegancia envidiable.

Pero hablábamos antes del ajedrez, y en el ajedrez hay algo más que torres. Atacar en línea recta con todo puede ser el camino más corto hacia el éxito, pero no siempre el más indicado. Por eso hay caballos, y alfiles, piezas que reinterpretan las reglas y el movimiento como aquí lo hacen los chakrams, los parasoles o ese maldito pajarraco tan aficionado a golpearte en la nuca cuando ya te habías olvidado de él. Configurar bien los guantes atendiendo al rival que tenemos enfrente, a su movilidad y a un factor escenario del que hablaremos más adelante es casi tan importante como el propio combate, y la capacidad de dibujar curvas generosas o de infligir estados alterados suele ser más determinante a la larga que el simple peso específico de un martillazo en la cara. El daño es solo un factor más, y las relaciones de predominio o anulación que mantienen todas las piezas entre sí vuelven a remitir al triángulo, a un piedra, papel, tijera que en esta ocasión echa mano del lagarto y el señor Spock. El tridente, por ejemplo, permite cubrir un generoso espacio horizontal con sus tres mini proyectiles, pero tiene poco que hacer ante una elastibola o un megatón bien dirigidos, que a su vez palidecen frente a los latigazos laterales de la víbora o la salamandra. Cada personaje queda así definido por el trío (de nuevo la cifra mágica) de guantes que porta casi en mayor medida que por sus capacidades especiales, al menos en un principio: hay una divisa, claro, enfocada principalmente a comprar tiempo de juego en una barraca de feria que sustituye los perritos piloto por nuevas herramientas para los luchadores. Su orden de aparición y el personaje de destino es completamente aleatorio, eso sí, y la sensación de desbloquear una y otra vez la condenada lanzadora de serpentinas recuerda poderosamente a un momento que todos hemos vivido en Overwatch.

Lo que el pad pierde en puntería lo gana en movilidad, y navegar por algunos de los escenarios o escapar a tiempo de una detonación puede resultar frustrante en el modo de control por movimiento.

No es lo único que Arms toma del juego de Blizzard, porque la propia selección de luchadores ni siquiera intenta esconder esa vocación de universalidad. A nivel estético me atrevería a hablar de triunfo, porque cada uno de ellos sería reconocible con una simple silueta y porque el cinturón de campeona vibra de manera adorable al descansar sobre los engranajes hidráulicos de la armadura de Mechanica. Es un tipo de atención al detalle realmente raro de ver (quizá no tanto en Nintendo), y que por suerte se extiende a la parte jugable: pocas habilidades, pero terriblemente definitorias. Identificar un potencial main de manera temprana es complicado por los mismos motivos, porque las ventajas son evidentes pero lo mismo sucede con los puntos flacos: Min Min es rápida como el demonio pero no especialmente contundente, Twintelle brilla en defensa con sus cargas aéreas y su capacidad para ralentizar ataques pero no encuentra huecos con facilidad, y Helix oculta un potencial enorme tras una curva de aprendizaje gargantuesca. Por citar otro ejemplo, Master Mummy encarna como pocos el paradigma de mole que pega duro pero se mueve despacio, un rol que compensa con su capacidad para regenerar salud cada vez que se pone a cubierto. Como el lector avispado recordará, la posición de defensa es un caramelito para los aficionados a los agarres, pero realizarlos implica acercarse...

Y como en Arms nunca hay dos sin tres, vistos personajes y guantes queda tratar los escenarios, ese eterno convidado de piedra que generalmente suele medir su valía en función de la banda sonora y la cantidad de señores graciosos que observen desde la banda. Ya os adelanto que no es el caso de Arms, un juego que insiste en aprovecharlo todo y en subrayar la personalidad de sus protagonistas mediante todas las herramientas imaginables. El principio aquí es que jugar en casa debería de valer algo, una filosofía que sueles aprender por las malas cuando el escenario de Ribbon Girl, una estrella del pop en ciernes, se inunda de plataformas de neón realmente difíciles de navegar si careces de doble salto. Del mismo modo las columnas del laboratorio de ADN ofrecen una cobertura excelente para un ser viscoso que puede modificar su cuerpo a voluntad, y las plataformas flotantes o los coches aparcados pueden poner las cosas difíciles a los personajes con menos agilidad: las torres son importantes, pero los peones también juegan.

No son las únicas arenas que encontraremos, porque el juego reserva unos cuantos entornos especialmente acondicionados para practicar un puñado de disciplinas extra: está el volleyball "explosivo", una interesante alternativa del baloncesto basada en machacar la canasta con el cuerpo inerte de nuestro rival, un tiro al blanco que siembra la pista de dianas móviles y un desafío contra cien masillas que esta vez sí jugaremos en terreno reciclado y que no pasa de ser la clásica prueba de durabilidad dividida en niveles y frascos de bebida revitalizante. Salvando quizá el volley, ninguna de estas actividades extraescolares pasa de ser una anécdota, aunque el mérito es de un plato principal lo suficientemente profundo y variado como para perder el tiempo con los entremeses.

Puede que no exista una solución universal y perfecta para lo que Arms intenta hacer, pero es lo que suele suceder cuando uno se arriesga.

Aun así, la filosofía que rige todas estas pequeñas frivolidades no se mueve demasiado del dibujo principal: la gestión de los espacios es clave, la trayectoria es importantísima, y los proyectiles ligeros pero altamente maniobrables suelen ser una decisión aún más inteligente que en el enfrentamiento cara a cara. Saber envenenar un puñetazo como es debido es lo que acaba garantizando la supervivencia, aunque en este sentido y en lo tocante al control hay que hacer una pequeña advertencia: ya que hablábamos antes de Roberto Carlos (para qué negarlo), olvidaos de las bombas inteligentes. Cambiar de dirección en el aire no es una opción, y por eso pica un poco más de la cuenta la limitación más evidente de un modo de control, el basado en el pad o la configuración portátil, que mapea la curvatura de ambos puños a un solo stick y no admite las florituras de dos controladores de movimiento independientes. Es una lástima, porque lo que el pad pierde en puntería lo gana en movilidad, y navegar por algunos de los escenarios o escapar a tiempo de una detonación puede resultar frustrante en el modo de control por movimiento: el sistema de joystick virtual es meritorio pero en modo alguno puede competir con un analógico de toda la vida, y la ausencia de feedback y referencias táctiles causa los mismos problemas de siempre.

Pese a que sería lícito hablar de los fallos de ambos sistemas de control, lo mismo sucede con sus aciertos. Puede que no exista una solución universal y perfecta para lo que Arms intenta hacer, pero es lo que suele suceder cuando uno se arriesga. Era rematadamente difícil hacerlo mejor, o al menos conseguirlo fuera de las dos escuelas de diseño tradicionales: esa que incide una y otra vez sobre los géneros de siempre hasta alcanzar la excelencia, y esa otra que apuesta por ponerlo todo patas arriba e inventar algo completamente nuevo. Ambos enfoques tienen su mérito, pero lo que Nintendo ha intentado hacer, lo que lleva un tiempo intentando, es otra cosa. Es reinterpretar, traducir, quien sabe si revolucionar lo que ya conocemos, y explotar el potencial oculto de conceptos tan simples (los juegos de lucha, el shooter competitivo) que todos dábamos por aprendidos. Volviendo al ajedrez (es la última vez, os lo juro), suele ser peligroso apostar contra estos conceptos. Cuenta la leyenda que hubo quien creyó ver algo vulgar y mundano en un simple tablero de casillas cuadriculadas, y acabó teniendo que pagar la factura de todo el arroz de China.

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