Análisis de Elden Ring - No estábamos preparados para el mejor Souls
Golpe de gracia.
Entiendo que cuando un estudio tiene una fórmula jugable que funciona, y no solo que funciona, sino que ha establecido un nuevo género por sí misma, lo sencillo sería continuar su tendencia con escasa variación hasta que, inevitablemente, se agotara. La dinámica y las mecánicas de Dark Souls no están en absoluto superadas a día de hoy, y quizás es por eso que aprecio especialmente que From Software decidiese lanzarse en una dirección totalmente opuesta con Elden Ring. Un juego con un envoltorio de Souls clásico pero que apunta a direcciones diferentes, que es mitad paso hacia delante, mitad homenaje a todo el camino que nos ha llevado hasta aquí; un título del que, eso sí, no creo que ya haya vuelta atrás. No hemos vuelto a mirar hacia el combate de acción con los mismos ojos desde la primera ocasión en la que Ornstein y Smough barrieron el suelo con nuestra cara, y no vamos a poder pensar en los juegos de mundo abierto de la misma manera después de Elden Ring.
A pesar de que ahora mismo os hablo con ilusión, cariño y la certeza de que el impacto de Elden Ring en el medio será infinito, las primeras horas de juego están plagadas de un tipo de ansiedad muy concreta. No es solo que el mapa, dividido en cinco zonas - con sus respectivas mazmorras, minas, cuevas y diversos puntos de interés - sea extremadamente amplio, sino que después de un breve tutorial y un pequeño tramo inicial en el que desbloquearemos las mecánicas principales, apenas tenemos ninguna directriz que seguir a la hora de navegarlo. En este Breath of the Wild en el que hasta el enemigo más pequeño puede acabar pegándote un navajazo por la espalda tenemos la libertad de abordar sus retos el en orden y forma que queramos. Siendo justos, los dos primeros mundos siguen una estructura un poco más lineal en cuanto a la progresión, pero una vez los hayamos terminado, el juego nos soltará la mano por completo y nos dejará que abordemos lo que queda como bien convengamos. ¿Existe el riesgo de que nos acabemos metiendo en un área con enemigos gigantescos contra los que no tenemos ninguna oportunidad? Sí, y no solo eso: es lo que Elden Ring quiere de nosotros. Que abordemos cada nuevo pedacito de mapa con la incertidumbre de si vamos a estar a la altura.
Es curioso como los jugadores buscamos libertad en nuestros títulos constantemente y, no solo eso, sino que la ausencia de esta puede acabar siendo una barrera infranqueable en cuanto a nuestro disfrute. Pero cuando un juego nos ofrece este tipo de verdadera libertad, cuando nos deja campar a nuestras anchas y buscar nuestro camino sin ninguna presión externa, las posibilidades terminan por abrumarnos. Como contrapeso de la inmensidad sin precedentes de su mapa y sus desafíos, Elden Ring nos presenta muchos elementos comunes a los que podemos aferrarnos. El combate funciona básicamente igual que siempre: un arma o escudo en cada mano, la posibilidad de rodar y acogernos a unos ciertos fotogramas de invencibilidad en ese movimiento para esquivar los ataques enemigos. Hay elementos nuevos - de los que hablaremos más adelante - pero la dinámica general es exactamente la que ya conocemos. Otras mecánicas, como las hogueras (que en este caso se llaman gracias) en las que podremos descansar un ratito, o las almas (que se llaman runas) que obtendremos al derrotar a un enemigo, perderemos si morimos y nos ayudarán a subir de nivel. Incluso las animaciones y sonidos ya conocidos, como ese "clonc" suave al parar un espadazo con el escudo, el silbar de las flechas o incluso las animaciones, bien sea al beber un estus, bien sea al abrir una puerta, cumplen una función no sólo práctica, sino también narrativa. Ante la desproporcionada escala del juego, From Software nos da elementos familiares a los que agarrarnos, que nos recuerdan que aunque este mundo sea enorme y salvaje, podemos con él como siempre hemos podido. El envoltorio cambia, y las dinámicas generales se transforman, pero para tener éxito necesitamos exactamente lo mismo que siempre: pelear por nuestra vida con uñas y dientes.
Estoy segura de que, con el tiempo, especialmente los jugadores más experimentados encontrarán formas rápidas y alocadas de pasarse el juego lanzándose a los desafíos principales y sin necesidad de molestarse en buscar todo lo demás. Pero los mortales aproximaremos cada nueva área con cautela, explorando poco a poco cada esquina y cada punto de interés hasta que nos sintamos con la confianza necesaria para explorar la mazmorra principal del juego y combatir contra su gran jefe. No nos van a faltar, eso sí, cosas que hacer por el camino: la densidad del terreno es enorme, plagado de campamentos, de mazmorras secundarias, de jefes opcionales y de misiones relacionadas con los personajes que habitan su mundo, que como mínimo nos ofrecerán un poco de mitología extra para entender lo que está pasando y que, en algunas ocasiones, nos darán algunos de los momentos más memorables del juego. Lo "opcional" y lo "secundario" es muy subjetivo en Elden Ring: la exploración es, en la mayoría de ocasiones, mucho más importante y enriquecedora que los retos directos. Esta nueva estructura que afronta el juego, en la que descubrir los mapas es tan desafiante y satisfactorio como los enfrentamientos obligatorios, puede diluir en un principio algo de lo que muchos consideramos una de las grandes virtudes de los títulos del estudio: esos combates tensos, que en una primera aproximación parecen imposibles pero en los que progresamos poco a poco a base de muerte tras muerte. Los reintentos infinitos en los que acabamos generando una relación personal con el jefe, medio respeto y medio odio, mimetización extrema con sus movimientos y sus patrones, tensión en la punta de los dedos.
No es que en Elden Ring no haya momentos así: los hay más que suficientes, especialmente en el tramo medio y final del juego. Pero además de esta tensión y esta emocionalidad causada por la dificultad, lo cierto es que es un título que busca generar momentos memorables, también, de maneras distintas. Nunca olvidaré la primera vez que vencí a Genichiro en Sekiro, cuando después de casi un centenar de intentos ya conocía cada uno de sus gestos a la perfección. Pero más allá de esto, y a pesar de que hay más de una decena de jefes extremadamente recordables y lo que, personalmente, considero la idea de enfrentamiento final de fase más alocada, emotiva e ingeniosa de la saga, la mayoría de mis recuerdos más cálidos del juego vienen de la mano de otras cosas. Nada podría habernos preparado para lo complejo, profundo y diverso que es su mundo, para los millones de pequeños detalles que acaban convirtiéndose en cosas enormes, y para la cantidad de veces en las que tiramos de un pequeño hilo y acabamos descubriendo un universo. No podría cansarme jamás de seguir un pequeño punto de luz que no sabemos a dónde conduce y encontrar una fase entera que no estábamos viendo y que esconde un montón de secretos; de empaparme de conocimiento, de pasarme horas leyendo descripciones de objetos para resolver una misión secundaria de un NPC al que guardo particular cariño. De la manera en la que los analistas españoles del juego nos hemos pasado cinco días dándole vueltas a un misterio concreto, sólo tangencialmente relacionado con la historia principal, y la satisfacción extrema cuando, gracias al ingenio de un redactor en concreto - dios te bendiga, Carlos - conseguimos entenderlo, y ese gigantesco puzle de varios pasos escondía una de las mazmorras más artísticamente impresionantes del juego.
Uno de los mayores retos a la hora de escribir este análisis, de hecho, es conseguir que el lector entienda lo desproporcionada y ambiciosísima que es la escala del juego. Acostumbrados a un medio en el que el contenido en ocasiones se vende al peso, y donde dedicar cientos de horas en un título pasa, necesariamente, por realizar varias tareas razonablemente repetitivas o similares, Elden Ring puede ocuparnos todo este tiempo si queremos, pero absolutamente cada pequeño contenido adicional está creado con extremo mimo. La sencillez de las mazmorras iniciales puede llevar a engaño, pero conforme avanzamos, nos encontramos con niveles opcionales que, por tamaño, podrían constituir un mundo entero de otro juego del estudio. Pequeñas historias contenidas en cuevas o aldeas, muros ilusorios traidores en zonas aparentemente tranquilas o líneas de misiones concretas en esa esquina del mapa en la que, por lo que sea, no habríamos reparado. La grandísima variedad de niveles, enemigos y jefes opcionales de Elden Ring también da lugar a lo que es, personalmente, mi aspecto favorito del juego: habiendo tantísimas opciones y tantísimos encuentros, From Software puede permitirse experimentar con los límites de lo que es un nivel, lo que es un jefe, y lo que es una recompensa. Hay jefes que no encajarían de ninguna manera en otro título de la saga, pero también niveles claramente inspirados en Bloodborne o en Sekiro, mapeados basados en rompecabezas de puro estilo Demon's Souls o referencias directas a los tres títulos de la saga Dark Souls. Tanto es así que, cuando hemos avanzado lo suficiente, es difícil no sentir el juego como un pequeño homenaje a todas las entregas anteriores, uno que reconoce sus virtudes y puntos de interés, que sabe perfectamente cuales son sus valores, pero que también está dispuesto a soñar más alto, a superarlos y establecer una nueva dirección para la saga.
Con todo esto, os imaginaréis: la cifra tentativa de treinta horas para completar el juego que tanto se ha comentado en entrevistas y en la promoción del juego no es ni siquiera relativamente realista. En condiciones normales, lo más probable es que un jugador que quiera explorar razonablemente y que posea una habilidad notable, pero no extraordinaria, necesite más de ochenta horas para completar el juego. Incluso después de hacerlo, hay cientos de pequeños detalles y secretos que, por fuerza, se nos habrán escapado, y un valor intrínseco en volver atrás para tratar de resolverlos.
El otro tema candente siempre que se produce el lanzamiento de un juego de From Software es la dificultad. Si, como yo, pensabais que la estructura amplia del juego terminaría por diluir el reto en términos generales, el juego os va a sorprender notablemente en este aspecto. Elden Ring es el Souls más brutal, si no el juego más exigente que he probado en toda mi vida, y simultáneamente también es el título más accesible de la saga. Incluso los enemigos más pequeños resisten buenos golpes, y atacan con rabia; y, en las secciones de exploración, muchas veces en espacios ajustados o con diversos obstáculos, necesitaremos un dominio del terreno y de nuestros movimientos más que excelente. Si en los otros Souls más de tres enemigos juntos significaban necesariamente problemas, aquí hay muchas veces que un monstruo aleatorio en nuestro camino será suficiente para hacernos replantear la ruta. En ocasiones nos encontramos con enemigos mastodónticos que ni siquiera tienen barra de vida propia, y que reaparecen cada vez que descansamos, y que nos costará varios intentos dominar. Y a pesar de una relativa permisividad en los puntos de guardado, más abundantes que nunca, entrar a una nueva zona significa, necesariamente, rezar para que no falte mucho para encontrar la próxima hoguera. Por fortuna, las barreras de dificultad ya no son únicamente muros infranqueables; si nos topamos con algo que no podemos superar, hay decenas de otras cosas que hacer, de batallas con las que probar suerte, de zonas que investigar.
Elden Ring nunca nos da tregua, pero siempre nos da opciones. Y a pesar de que en muchos momentos de la partida nos encontraremos con picos de dificultad exacerbados, y del hecho de que la inmensa mayoría de jefes del juego acabarán con nosotros de uno o dos golpes, como mucho, tendremos multitud de herramientas para no solo lidiar con ellos, sino hacerlo en nuestros términos. En ese sentido, es un título mucho menos rígido que de costumbre en cuanto a las estrategias con las que necesitamos aproximar cada situación, especialmente en los enfrentamientos que tienen lugar en medio del mundo abierto. Si encontramos una posición elevada en la que el jefe no puede alcanzarnos, pero nosotros sí podemos atinar con las flechas, podemos hacerlo sin problemas; si no podemos con un enemigo poderoso que hay en medio del camino, el juego nunca se opondrá a que simplemente nos escapemos. Engañar a enemigos fuertes para que eliminen a los enemigos más débiles de la zona antes de luchar contra ellos ha sido mi día a día en Elden Ring, pero siempre he sido consciente de la cantidad de otras aproximaciones que podía haber tomado hacia cada zona.
A esto ayudan, claro, todas las nuevas mecánicas del juego. Empezando por el caballo saltarín - "cabrallo", como le llamamos en esta casa -, un añadido que, de estar ausente en las próximas entregas, echaremos de menos a cada instante. El caballo es ágil, nos permite pasar rápido por áreas peligrosas si no nos sentimos capaces de enfrentarlas en ese momento, y es mucho más vital para la exploración que el salto básico del personaje, si bien este último también será el protagonista de algunos momentos épicos. Pero quizás el elemento más llamativo es que podemos combatir sobre él. Cuando estemos combatiendo a caballo tendremos cierta ventaja respecto a los enemigos a pie, pero también una hitbox más amplia a la hora de recibir golpes, y tendremos la ventaja de poder curarnos en movimiento, pero sólo podremos utilizar el arma equipada en nuestra mano derecha. Más importante que todo esto, se mueve rapidísimo: los enfrentamientos con enemigos que también tienen montura son frenéticos y nos obligan a estar conscientes de nuestro posicionamiento y nuestras opciones en todo momento.
A pie, no obstante, también tenemos nuevas maneras de jugar. Una de ellas son las Cenizas de Guerra, habilidades especiales que obtenemos al derrotar ciertos enemigos o durante la exploración y que nos permitirán concederles habilidades especiales a nuestras armas que se activarán pulsando el botón L2. Las Cenizas nos dejan cambiar las afinidades de las armas, haciendo, por ejemplo, que un arma se vea más afectada por una estadística que otra: si nos pide fuerza y destreza para poder blandirla, pero nuestro personaje es más ducho en destreza, podremos conferir un bonus a la destreza para que su escalado se centre más en esta estadística. También nos permiten conferirles habilidades especiales, como sangrado o daño de magia. Pero, lo más importante de todo, es que funcionan en la práctica como un ataque especial poderoso que condiciona la manera en la que afrontamos el combate. Así, puesto en palabras, parece que simplemente se trata de una mejora de las características de nuestro equipamiento sin condicionantes, pero existe uno muy grande: ocupan el botón que tradicionalmente estaba reservado para el parry.
Siendo claros: el parry existe en Elden Ring, pero es algo más opcional que en otros títulos, y puede incluso llegar a ser anecdótico para ciertas estrategias. Algunas Cenizas de Guerra, aplicables a los escudos, nos ofrecen parry con efectos especiales o con rangos más amplios, pero en general las Cenizas de Guerra tomarán la forma de ataques mágicos, bonus en el daño o habilidades y remates especiales para los enemigos. Mi favorito, de momento, ha sido la Laceración, casi tomada directamente de Sekiro, que ejecuta un golpe poderosísimo al precio de un pedazo de nuestra vida y unos segundos de inmovilidad para nuestro personaje. A pesar de lo importante que ha sido este movimiento para mis enfentamientos con muchos de los jefes, nunca he dejado de sentirme un poco desnuda sin la posibilidad de realizar contraguardias. La buena noticia es que las Cenizas de Guerra son reversibles y, sobre todo, están pensadas para cambiarse habitualmente, algo que podremos hacer en cada hoguera. En Elden Ring, lo más común es tener varios sets de equipo y armadura diferentes, y varias Cenizas de Guerra que nos gusten, para ajustar nuestra estrategia a cada área, cada mazmorra y cada lucha importante.
El otro aspecto diferencial del combate son las invocaciones. Una palabra, "invocación", que está, de hecho, en el centro de muchas de las discusiones al respecto del reto y el desafío de estos títulos. Para muchos jugadores, utilizar invocaciones es hacer trampa; y seguramente los que piensan así no estén muy contentos con esta nueva mecánica. Una que, personalmente, considero una de las mayores victorias al respecto de la accesibilidad y la versatilidad del combate del título, porque conforme avancemos y derrotemos a ciertos enemigos obtendremos versiones de ellos que podremos invocar utilizando algunos puntos de magia. Las invocaciones están limitadas a una vez por área y solo pueden utilizarse en lugares específicos marcados por un altar de invocación. Generalmente, podremos utilizarlos en algunas mazmorras y en casi todos los jefes (al contrario del caballo, que podrá utilizarse fundamentalmente en el mundo abierto). Son, básicamente, monstruos controlados por la IA con su propia barra de vida y que combaten junto a nosotros. No obstante, no son particularmente fuertes, y en general apenas arañarán unos pocos puntos de vida a los enemigos. Su principal valor está en que sirven como distracción para el oponente, que es útil cuando nos estamos enfrentando a un jefe o a varios enemigos a la vez: todo el tiempo que estén golpeando a la invocación no nos estarán golpeando a nosotros.
La mecánica de las invocaciones es mucho menos rompedora de lo que parece a primera vista: es verdad que determinadas configuraciones de personaje se beneficiarán mucho de sus habilidades, en especial aquellos que utilicen armas o magias a distancia, pero aunque las utilicemos es básicamente imposible pasarnos un jefe si no estamos preparados para ello. Ni resisten muchos golpes ni tienen una disposición particularmente agresiva, y como los jefes de Elden Ring hacen mucho, mucho más daño que los jefes a los que estamos acostumbrados, necesitaremos conocernos sus patrones y ser lo suficientemente hábiles esquivando y atacando para vencerles. Las invocaciones, sin embargo, ayudan a la versatilidad del combate: podemos no usarlas si no queremos ese tipo de apoyo, y no hay absolutamente ninguna penalización por ello, pero también convertirlas en parte de la experiencia. Como durante la mayor parte de la partida utilicé armas que infligían sangrado u otros estados alterados, me acostumbré a utilizar, en momentos concretamente tensos, una invocación para distraer al jefe durante unos segundos y poder asestar varios golpes seguidos que le generasen el estado alterado. Seguí muriendo muchas ocasiones después de hacerlo, pero me dio una pequeña guía, un elemento externo a través del cual aprender a estructurar el combate.
No podría, por otro lado, terminar este análisis sin hablar de la narrativa. Un aspecto que siempre da mucho que hablar en los juegos del estudio, pero que esta vez estaba revestido de una expectativa especial: la presencia de George R. R. Martin, autor de Canción de Hielo y Fuego, en la construcción de su universo. A este respecto, lo cierto es que podemos notar las hechuras del autor en determinados elementos de su mundo, como la importancia de las facciones, las traiciones y un buen puñado de muertes de personaje - incluso podríamos anotar una pequeña obsesión con los dragones - pero en lo que respecta a la manera en la que se desvela la trama, el acabado es puro From Software. Pistas crípticas, misiones escondidas, toma de decisiones cuyas consecuencias no veremos hasta mucho más adelante, personajes opacos pero carismáticos y mucha, mucha atención al detalle en las descripciones de objetos. No obstante, en Elden Ring hay mucha menos fantasía medieval de la que podríamos pensar a priori: sus momentos más sorprendentes vienen de la mano de unos tintes de horror cósmico o incluso de ciencia ficción que le hacen destacar de una forma muy particular. Sí es cierto que el juego tiene mucho más texto y diálogo que otros títulos similares, pero esto no significa que la historia sea sencilla, ni que vayamos a poder atar todos los cabos simplemente jugando sin prestar mucha atención.
Al final, Elden Ring es un juego que quiere que luchemos. No es novedad que los títulos de esta serie nos hagan pelear contra enemigos monstruosos y contra nosotros mismos, y contra nuestras propias ganas de perseverar; pero, en esta ocasión, el propio mundo es también una fuerza en sí misma que tendremos que dominar. Sin embargo, nunca nos faltan ganas de hacerlo. Moviéndose en un género bastante nuevo para ellos, From Software consigue crear una experiencia de exploración sin precedentes, que no necesita ningún icono, flecha, indicador de misión o recompensa explícita para nuestras acciones para conseguir que nos interesemos por sus misterios. A través de un combate desafiante, un diseño de niveles excelso, unos personajes y escenarios más que memorables, un apartado artístico muy cuidado y un universo que nos castiga, pero que también recompensa constantemente todos nuestros esfuerzos, Elden Ring es la experiencia Souls definitiva, porque contiene todos los juegos y, al mismo tiempo, no se parece a ninguno. Elden Ring es un Dark Souls en un panorama en el que hay Dark Souls en todos lados, en el que su mella en el videojuego ya ha hecho historia, y en lugar de conformarse de ello, quiere repetir la jugada. No creo que volvamos a ver un juego con un mundo abierto tan complejo, en el que absolutamente todo, incluso la esquina más alejada del mapa, contiene sorpresas memorables. Y, lo más importante: no creo que el trabajo de From Software pueda volver a su estructura anterior después de este juego, a hacer títulos razonablemente lineales y con fases cerradas. Elden Ring ha venido para quedarse, para expandir las fronteras de lo que entendemos por un Souls y, de paso, de lo que entendemos por un videojuego.
Y a pesar de que es tentador sentir nostalgia hacia lo anterior, es imposible no pensar que es un cambio absolutamente positivo. Si has leído este texto - tan grande, me gusta pensar, como el propio Elden Ring - creo que te mereces una pequeña nota más personal, un comentario que normalmente no incluiría en un análisis, pero que siento que la ocasión merece. Durante una semana he comido, bebido y respirado Elden Ring: he jugado todas las horas del día que me ha sido humanamente posible, he pensado en el juego mientras me duchaba, mientras me lavaba los dientes, mientras descansaba unos minutos de la pantalla para seguir intentando superar ese maldito jefe. Mis compañeros, benditos sean, han abordado heróicamente mis tareas diarias en Eurogamer mientras yo me dedicaba en cuerpo y alma a este juego. Ha sido el análisis más difícil de mi vida. Ha sido el análisis más bonito de mi vida. Ha sido la mayor ansiedad y la mayor euforia que he sentido en mucho, muchísimo tiempo. Como el samurai que se retira a las montañas a meditar y entrenar, siento que el proceso me ha convertido en una persona totalmente distinta que la que arrancó el juego en su consola por primera vez. Elden Ring se mete dentro de tu piel, hace que quieras saberlo todo de él, hace que lo odies, hace que sientas que te quiere como nadie te ha querido nunca. Hay brillantez en cada pixel, hay ideas a raudales, hay transgresiones a absolutamente todo lo que esperábamos y lo que considerábamos sagrado. Te fascina y te aterra, te angustia y te abraza. Te castiga y te mima; te dice que todo va a salir bien, en el fondo. En todo el tiempo que llevo escribiendo sobre videojuegos, nunca me había sentido tan afortunada por poder experimentar un juego antes de su lanzamiento: mapeando, poco a poco, el terreno inexplorado de algo que tiene el potencial para ser tan absolutamente revolucionario. Que lo que hay en las Tierras Intermedias tiene el poder de cambiarlo todo de nuevo, de ser el patrón por el que se cortan los videojuegos de aquí en adelante. No puedo evitar sentir que algo tan extraordinario va a hacer que nada pueda ser como antes. Que nunca vamos a poder volver a ser los mismos.