En memoria de Sir Clive Sinclair
Recordando al pionero que cambió la historia de la informática doméstica.
Vivimos en una época de hipérbole, en la que un par de éxitos modestos bastan para elevar a alguien a la categoría de leyenda, al menos a los ojos de una cultura pop que cada vez se mueve más rápido. Pero esta semana nos hemos despedido de una auténtica leyenda, Sir Clive Sinclair, cuya visión definió la incipiente industria del videojuego europeo, principalmente la británica (pero también la española) y, por extensión, buena parte del videojuego moderno. Algo irónico, en el fondo, teniendo en cuenta que los videojuegos eran lo último en lo que pensaba Sinclair al crear sus primeros ordenadores domésticos a principios de la década de los ochenta del siglo pasado.
Sinclair era inventor primero, y hombre de negocios después. Nacido en 1940, fue un niño precozmente dotado, especialmente bueno en matemáticas, cuyo padre y abuelo eran expertos ingenieros. Voraz lector y manitas también, pasaba las vacaciones aprendiendo por su cuenta todo aquello que no le podía enseñar la escuela secundaria, y a los catorce años ya ideó el diseño para un pequeño submarino. La historia, por desgracia, no explica si llegó a intentar construirlo y navegar con él.
Fascinado por la nueva tecnología electrónica, el joven Sinclair trabajó algunos veranos en importantes compañías, tratando de convencer a sus jefes con ideas para vehículos eléctricos, una obsesión recurrente a lo largo de su carrera y uno de los muchos ejemplos de lo avanzado que estaba a su tiempo.
Incluso antes de haber terminado la escuela secundaria - los "A Levels" británicos; física, matemáticas puras y matemáticas aplicadas - ya vendía por correo kits de radio en miniatura, resolviendo los costes del material y los márgenes de beneficio con la ayuda de un viejo libro de ejercicios de clase. Esto acabó convirtiéndose en un negocio real, vendiendo calculadoras y otros dispositivos, así como produciendo los primeros kits de ordenadores para colegios y universidades.
Es aquí donde la historia de Sinclair se relaciona con nuestro mundo, el del videojuego. Visualizando un futuro en el que cada hogar tendría su propio ordenador, Sinclair empezó a trabajar en lo que finalmente sería el ZX80, el cual tenía 1k de memoria en su formato básico. La idea genial de Sinclair fue crear un ordenador que fuese asequible para la mayoría de consumidores. En una época en la que los ordenadores costaban más de 800€ (unos 3500€, ajustados a la inflación), el ZX80 se vendía por menos de 120€. Podías incluso ahorrar un poco más si lo comprabas en forma de kit, como las radios que vendía Sinclair cuando era adolescente y que tenías que montar tú mismo.
Lanzado en 1980, como refleja su propio nombre, el ZX80 fue un éxito instantáneo, rápidamente seguido por el ZX81, del cual se apresuró la producción para llamar la atención de la BBC, que se había embarcado en su propia aventura para proporcionar ordenadores a los colegios de Inglaterra. La cadena británica acabó optando por el rival de Sinclair, Acorn, pero la competición animó a Sinclair, y el resultado de ello fue su mayor creación, el ZX Spectrum.
Disponible en versiones de 16k y 48k, el Spectrum mejoraba radicalmente respecto al ZX81 al ofrecer una limitada paleta de colores, sonidos rudimentarios y la posibilidad de crear gráficos. Había algunos juegos para el ZX81, desde luego, pero con las emocionantes nuevas posibilidades del Spectrum lo que antes era un mercado de nicho explotó para convertirse en una industria a medida que los desarrolladores amateur se apresuraban en crear entretenimiento interactivo para el pequeño ejército de niños que habían recibido un Spectrum como regalo, bajo la premisa de que les "ayudaría con sus deberes".
Es importante recordar el seísmo que produjo este nuevo mundo. Sinclair nunca tuvo la intención de que sus ordenadores fuesen máquinas para jugar, pero eso fue lo que el mercado decidió que fuesen. En unos pocos años la idea de tener un ordenador en casa había pasado de ser una quimera, excepto para las personas más ricas, a una realidad, incluso para los chavales alejados de la gran ciudad. Las ventas de los paquetes de software ofimático cayeron, mientras que las de los videojuegos arcade se dispararon.
El predominio del "programador en su dormitorio" se ha exagerado un poco, pero no resulta sorprendente que, tras conocerse la noticia de la muerte de Sinclair, las redes sociales se inundasen con cientos de tributos de veteranos creadores de videojuegos, que explicaban que su primera experiencia programando se produjo con un ZX81 o un Spectrum. Entre 1980 y 1982 "hacer videojuegos" se convirtió en una forma válida de ganarse la vida. Si hay un triunfo por el que Sinclair merece ser recordado ese es, sin duda, haber permitido la temprana democratización del acceso a la tecnología informática.
Eso bastaría para otorgar a Sinclair un lugar en la historia, pero había algo único del Spectrum en particular que hizo que se recuerde con más cariño que otros ordenadores de la época. El hecho de que el propio Sinclair se convirtiese en una figura totémica, nombrado con cariño como "el tío Clive" en las revistas de videojuegos de la época dice mucho de ello. Pese a ser bastante taciturno y serio en la vida real, la imagen popular de un líder amable con una generación de chavales creció y se expandió. En cambio, pocos saben quién creó el Commodore 64, el gran rival del Spectrum.
Buena parte de esta conexión personal que tenían los usuarios con su hardware de Sinclair deriva de la naturaleza de manitas de Sir Clive Sinclair. Si piensas a día de hoy en el ZX Spectrum, realmente es una cosa extraña. En términos técnicos era el desvalido, y los desvalidos inspiran una actitud defensiva. Con menos potencia que sus competidores, sus gráficos en color parpadeaban y chocaban si se superponían, su sonido parecía una mezcla de graznidos y pedos y, lo más famoso de todo, su teclado estaba hecho con goma.
Son esas blandas teclas de goma las que me vienen a la cabeza como prueba del excéntrico genio de Sinclair. En un principio era una medida de ahorro de costes para evitar el gasto de moldear docenas de teclas individuales, pero esa pieza de goma en el interior, que sobresalía de la carcasa de metal del Spectrum, era una solución inteligente a un problema de ingeniería al mismo tiempo que una limitación enorme en términos prácticos. Que estuviese plagado de funciones y atajos de BASIC accesibles al pulsar la tecla shift también era importante. Era un ordenador que mostraba su trabajo, que te lanzaba a la cara el lenguaje arcano que hacía posible las cosas. El mero hecho de mirar el teclado del Speccy te animaba al reto de tratar de programar algo por ti mismo.
El Spectrum es poco menos que un ejemplo del viejo dicho de que la necesidad es la madre de la invención, y vendió como churros; cerca de diez millones de usuarios al final de su ciclo de vida. Los primeros desarrolladores de videojuegos de Inglaterra y España no se podían permitir ignorarlo. Y, al mismo tiempo, lograr con su claustrofóbica arquitectura crear mejores juegos, más rápidos y atractivos, requería ingenio al programar y una mayor habilidad con el diseño. Cualquier programador de aquella época puede hablar de los a menudo ingeniosos trucos que se usaron para conseguir que los juegos de Spectrum mostrasen cada vez más cosas en la pantalla.
Y eso, de forma curiosa, es lo que hizo que Sinclair cambiase el mundo. La industria del videojuego habría existido sin el Spectrum, desde luego, pero habría estado dominada por compañías norteamericanas como Commodore. Los desarrolladores británicos y españoles habrían acabado apareciendo para abastecer el nuevo mercado de jóvenes jugadores, pero no habrían tenido que superar las excentricidades de la creación de Sinclair. La chispa clave generada por la necesidad del ingenio nunca habría surgido.
Los desarrolladores ingleses siempre han destacado en el diseño de videojuego, y eso se debe a Sinclair. Si examinas el árbol genealógico de la mayoría de empresas de videojuegos inglesas actuales, encontrarás conexiones con startups de los ochenta que se beneficiaron del ingenio a la hora de resolver problemas que exigían los ordenadores de Sinclair. No es solo que el Spectrum crease el mercado comercial que permitió brotar a toda una generación de programadores, sino que exigía una mentalidad inventiva que ayudó a otorgar al diseño de videojuegos británico una mezcla única de personalidad e ingenio. Escoge cualquier título del panteón de grandes videojuegos británicos, o de franquicias que todavía existen actualmente, y verás en ellos el DNA del Spectrum.
Y qué decir de España. Lo que ahora conocemos como la edad de oro del software español no habría sido posible nunca sin el Spectrum, el ordenador doméstico que, junto al Amstrad CPC, dominó nuestro mercado en la década de los ochenta. Fue la herramienta con la que se iniciaron los primeros desarrolladores de videojuegos de nuestro país, y que en poco tiempo permitió que empresas como Dinamic, Opera Soft, Topo, Zigurat o Made in Spain llegasen a tener un notable éxito incluso fuera de nuestras fronteras. Si pensamos en ese ingenio a la hora de programar, en ideas brillantes para sortear las limitaciones del hardware, es imposible no recordar títulos como el gran clásico de nuestro país, La Abadía del Crimen, un título que a día de hoy sigue resultando sorprendente por la genialidad de su programador, Paco Menéndez, y su diseñador, Juan Delcán.
Pero a pesar del éxito del Spectrum, Sinclair no siguió demasiado tiempo más en el negocio de los ordenadores. Tras lanzar una televisión de bolsillo centró su atención en una nueva compañía y desarrolló el vehículo eléctrico en el que llevaba soñando desde que era un niño.
El Sinclair C5, por desgracia, fue un humillante fracaso. Era un triciclo eléctrico, en su época ridiculizado por su diseño parecido al de un juguete y por sus problemas de seguridad. El conductor estaba sentado en una posición tan baja que quedaba por debajo del ángulo de visión de la mayoría de retrovisores de los coches, y la ausencia de un techo para protegerse del clima británico fue otro aspecto que lo hizo poco atractivo para los consumidores. El proyecto C5 duró menos de un año en el mercado, y Sinclair se vio obligada a vender su división de informática a Alan Sugar, el dueño de Amstrad, para mantener la empresa a flote.
A lo largo de la década de los noventa, y hasta principios de los dos mil, Sinclair continuó en su misión para conseguir en el transporte eléctrico lo que había logrado con los ordenadores domésticos. Ninguno de sus planes llegó a hacerse realidad, y no pasó mucho hasta que la compañía Sinclair acabó reducida a un puñado de trabajadores a tiempo completo, y eventualmente a tan solo el propio Sir Clive.
No hay duda ahora de que Sinclair vio el futuro, incluso si nunca llegó a ser del todo capaz de convertir esas visiones en una realidad comercial. Vemos la televisión en dispositivos que caben en nuestro bolsillo. Los vehículos eléctricos son ahora algo de lo más normal. Y lo más importante para los lectores de Eurogamer, casi cada hogar tiene ahora un ordenador, en los que se puede disfrutar de imaginativos y fascinantes videojuegos. Ese es, sin duda, un increíble legado.
Traducción por Josep Maria Sempere.