Avance de Paper Mario: The Origami King
Campechano.
Bomberto, Bombi para los amigos, es un Bom-Omb despistado y algo gandul que ha perdido la memoria. Nos lo encontramos en un teleférico, el que une la estación del Monte Bellavista con el bosque del Otoño, y el primer contacto discurre como suelen discurrir estas cosas en los juegos de rol japoneses: sentado en un extremo del vagón y con actitud aburrida el tipo procede a contarnos su vida, y la oferta de unir fuerzas con nuestro grupo no tarda en llegar. Bomberto no se fía, claro, porque a fin de cuentas no nos conoce de nada y nuestra misión ni le va ni le viene, pero su orgullo de pequeña bomba de relojería sufre un inesperado revés cuando, ante su negativa, el grupo simplemente se encoje de hombros y procede a mirar el paisaje.
"Pensándolo bien, he decidido unirme a vosotros", asegura, reuniendo toda la dignidad que le queda en su cuerpecito rechoncho y fingiendo llevar las riendas de la situación; "A fin de cuentas no tengo nada que hacer, me mola tu gorra y con ese mostacho tan bien cuidado seguro que eres un profesional". Mario y su improvisado compañero le reciben con los brazos abiertos, y a partir de ese momento su aportación al equipo girará en torno a dos labores fundamentales: perderse continuamente y ejecutar un ataque especial consistente en caerse de bruces frente al enemigo, sin causar ningún daño y haciendo el más absoluto de los ridículos.
Resulta casi imposible ser objetivo con un juego así. Como todos los spin-offs que juegan a sacar a Mario de su elemento, como esos partidos de tenis contra plantas piraña y esos grandes premios de 150 cc más centrados en dejar cáscaras de plátano sobre la pista que en trazar las curvas como es debido, Paper Mario ha sido siempre una parodia, una deconstrucción de su género y, en el caso que nos ocupa, una gamberrada ligera y auto consciente que ante todo busca sacarle punta a las reglas no escritas del JRPG. El potencial para la comedia de un género habitualmente tan grave, tan taciturno, tan dependiente de la épica y el cataclismo, se hace evidente la primera vez que intentamos ejecutar un ataque especial y un caparazón puntiagudo nos pincha en el culo, y por eso hablaba de objetividad. Si los videojuegos los analizaran máquinas supongo que podríamos ensayar aquí la típica suma ponderada que ponga en una balanza gráficos, argumento, sistema de combate, banda sonora (con ramalazos sorprendentemente metaleros de cuando en cuando, ya que sacamos el tema) y demás compartimentos estancos para dirimir si el juego merece la pena o no, pero yo prefiero contaros que Paper Mario: The Origami King hace algunas cosas muy bien, otras no tanto, y que es condenadamente gracioso. De estos no quedan tantos.
Aún así suele decirse que la parodia es la forma más sincera de halago, y por eso creo importante aclarar que entre los mimbres de este JRPG bufo y burlón se encuentra no solo un homenaje, sino una obediencia relativamente férrea a los códigos, las mecánicas y la estructura del género al que intenta sacar la lengua. Paper Mario: The Origami King es una coña marinera antes que cualquier otra cosa, pero también es rol japonés del clásico, de ese que no se escapa de los templos elementales, los colgantes mágicos, los núcleos urbanos que sirven de nexo para la acción y los tenderos con una jornada laboral de dieciocho horas. Y supongo que tiene sentido: qué mejor que reírse de los incunables para que todos pillemos el chiste. Por eso hay vieja escuela en sus combates, en sus turnos, en su manera de gestionar el equipo, y sobre todo en un argumento y una estructura que vuelven a esa búsqueda primigenia de templos y gemas, en este caso cintas de colores que envuelven al castillo y mantienen cautiva a Peach porque hay cosas que nunca cambian. The Origami King no pasa de contar la misma historia que han contado todos los Marios desde que el mundo es mundo, y aunque del JRPG uno espera una cierta ambición en lo narrativo creo que nuevamente sería injusto juzgarlo así; The Origami King es, ante todo, una sucesión de momentos.
De chistes, de travesuras, de codazos en el costado y de Toads que no saben como bajarse de un árbol, todo ello orbitando alrededor de una sola premisa: la de un rey muy malo que ha tomado el Reino Champiñón por asalto, plegando a todos sus súbditos en forma de figuras de fantasía que les arrebatan la voluntad. Un punto de partida al que como mínimo hay que agradecerle haber unido a todo el universo Mario contra un enemigo común: los plegados, esos seres grotescos y obscenamente tridimensionales que podrían tomar la forma de una grulla, de un saltamontes o de un Goomba embadurnado de papel maché. No será raro encontrarse compadreando con Bowser, o acudir al rescate de un par de Shy Guys honestos y planos arrinconados frente al agresor, y así, templo a templo y cinta a cinta iremos progresando hasta recuperar el control del castillo. Como es natural será Mario el encargado de salvar el día, y realmente no hay mucho más que contar. Paper Mario: The Origami King no es Final Fantasy VII, pero en Final Fantasy VII no puedes teletransportarte por fax.
Es solo uno de los gags visuales que el juego ensaya a partir de lo que vuelve a ser su principal activo, ese aspecto de manualidad infantil y esa tactilidad que cada textura de cartón, cada riachuelo resuelto con cartulinas y cada lapicero de colores convertido en misil confiere a un apartado artístico que ya se ha convertido en seña de identidad de la Nintendo de nuestros días, y que quizá por el mismo motivo impresione un poquito menos que de costumbre. Hablando concretamente del origami, el trabajo que se ha invertido en el diseño de todas y cada una de las figuras es encomiable, y llama la atención que algunas incluso se atrevan a desplegarse ante nuestros ojos como diseños físicamente plausibles que quizá podríamos reproducir con un par de folios y mucha paciencia; el juego es una virguería, otra más, pero aún entendiendo que Paper Mario es el decano de todo esto y que el gimmick de los recortables está aquí más justificado que nunca, cabe preguntarse si el truco no está quedándose viejo.
Aún así The Origami King hace verdaderos esfuerzos por sacarle todo el partido que puede, incluso mediante mecánicas específicas que le plantan dos enormes brazos plegables a Mario y nos piden que utilicemos el control por movimiento para chafar enemigos a manotazos o para tirar abajo una torre de vigilancia rasgando por la línea de puntos, pero cuesta no ver aquí ecos de Yoshi y de Kirby, de sus nubes a base de hilo y de sus montañas construidas con cajas de cereales. Por el momento sigue funcionando, pero el chiste comienza a agotarse.
Y no será, como digo, por falta de ingenio, porque ver como se han traducido a pliegues los diseños de pirañas, koopas, goombas y demás componentes del bestiario más icónico de todos los tiempos justifica por sí solo pagar la entrada. En Paper Mario: The Origami King apetece combatir porque en cierto modo cada combate es una sorpresa, y porque al dibujo clásico de Dragon Quest, Final Fantasy y demás familia se le une aquí un girito más literal que nunca: vamos a combatir por turnos, sí, pero antes de que lleguen las tortas tocará vérselas con un puzzle de anillos y rotaciones que convierte cada arena en una suerte de cubo de Rubik. Cuando uno va armado con un martillo que ataca en área o unas botas que le permiten encadenar unos cuantos saltos en línea recta agrupar a los enemigos en ese par de formaciones concretas suele ser una buena idea, y por eso esta fase previa tiene una importancia incluso más crítica que el propio intercambio de golpes. El tiempo es limitado, los movimientos también, y fracasar suele implicar vérselas con un grupo de monstruos desordenados mayor que nuestros puntos de acción, o lo que es lo mismo, con supervivientes que podrán devolver el golpe.
La idea es fenomenal, y su ejecución, encarnada en un conjunto de puzzles bien puñeteros que podrían complicarnos incluso el enfrentamiento más rutinario del mundo, es frecuentemente fantástica, pero en lo tocante al ritmo temo que la mecánica no acabe de casar con la realidad del JRPG promedio. En Paper Mario: The Origami King no es raro toparse con tres grupos de cangrejos guardando el mismo pasillo, y teniendo en cuenta que algunos de estos enfrentamientos implican un par de oleadas consecutivas con sus rompecabezas independientes, los números a veces no salen. El sistema es entretenido, pero no es ágil, y aunque en estas primeras horas ya se aprecian ciertos intentos por mantener la fórmula fresca (incluso con variaciones bastante radicales, como los enfrentamientos contra jefes finales), de cara al contador final de la aventura preocupa que acabe cayendo en la monotonía.
No sería el único traspiés del juego en ese sentido, porque en lo personal tampoco estoy precisamente enamorado de su insistencia en el coleccionable, en el rescate de Toads escondidos por el terreno o en los agujeros que hay que cubrir con confeti, una tarea laboriosa y bastante anodina que en la mayor parte de casos no aporta nada más allá de unas cuantas monedas. Son pecadillos bastante evidentes, pero se aprende a convivir con ellos; con Paper Mario: The Origami King cuesta mucho enfadarse, y por eso prefiero centrarme en lo que hace bien. En sus personajes torpes y despistados, en sus diálogos sin pies ni cabeza, en ese aire de mala uva que lo impregna todo y en la honestidad con la que intenta arrancarte las carcajadas. No creo que sea un juego perfecto, y dudo que lo crea tras completarlo, pero por el momento lo que sí se es que una vez, en un momento que no viene al caso, me llamó origamindundi a la cara, y semejante compromiso con la tontuna a mi solo me produce respeto.