Análisis de Assassin's Creed Chronicles: Russia
El último día de trabajo.
Siempre me han despertado cierta curiosidad esos personajes que, ya sea en videojuegos o en películas de acción palomiteras, se presentan al espectador bajo el mantra de que se van a jubilar al día siguiente, o que por fin van a reunirse con su mujer que tan lejos está y que tanto echan de menos al mismo tiempo que, visiblemente emocionados, muestran esa foto de su ser querido (valen perros, también) que con tanto apego llevan consigo en el bolsillo de la americana; esos personajes que disfrutan de su último día de trabajo y que solo están ahí para crear un lazo facilón de empatía con el que mira, el que juega o el que lee. Para conmovernos sin tener que desarrollar una narrativa más profunda, para no tener que dar más rodeos: alguien que va a someterse a una última prueba antes a ser libre para poder disfrutar de la vida y del amor. Esos personajes que, ya intuyes, o van a morir o se les van a complicar mucho las cosas.
Así se nos presenta Nikolai Orelov, protagonista de la tercera y última entrega de Assassin's Creed Chronicles, el plataformas 2,5D de sigilo y acción que esta vez se ambienta en la Revolución rusa de 1918. Es su último día de trabajo, y la misión que se le encomienda antes de poder iniciar una nueva vida con los suyos fuera de la Orden de los Asesinos (*guiño*) no parece nada del otro mundo: debe recuperar un artefacto de manos de los bolcheviques, que por si fuera poco tienen cautivo al Zar Nicolás II y a su familia y van a ser ejecutados ese mismo día (lunes, fijo). No sé si sabéis por dónde voy.
El último Emperador de Rusia, Duque de Finlandia, fue, en efecto, ejecutado en esas circunstancias junto a su familia; su mujer e hijas, según se cuenta, sobrevivieron a la primera ráfaga de disparos debido a la cantidad de joyas y piedras preciosas que portaban encima, pero la suerte no les sonrió durante mucho tiempo. En este contexto Ubisoft ha decidido dar un giro a esa historia para introducir un segundo personaje jugable, Anastasia Nikolaevna, la hija más joven del zar, que según se cuenta en Chronicles Russia sobrevivió gracias a la actuación de Nikolai, el principal protagonista. Esa es una de las novedades que más llama la atención de esta entrega, más allá de ser un personaje histórico interesante por sí mismo. Anastasia tiene las mismas habilidades básicas que el asesino Orelov, (quien puede usar un rifle francotirador, además de bombas de humo y un cabestrante) pero también tiene a su disposición las habilidades Helix vistas en los dos anteriores capítulos que le permiten, por ejemplo, alternar entre escondites sin posibilidad de ser vista.
Cuando jugamos como Orelov, como decía, podemos usar su rifle para atacar desde la distancia en determinados puntos, y como Anastasia, en cambio, tenemos que tirar más por el sigilo y facilitar las cosas para que a nuestro compañero Nikolai (nosotros también, vaya) le resulte más fácil despejar el camino de indeseables. Aunque no sucede muy a menudo, alternar entre ambos es una buena combinación y una forma efectiva de que la cosa no se haga tan repetitiva después de dos entregas que han incidido demasiado en la misma fórmula exacta, y hay nuevas herramientas contextuales a nuestra disposición, como la posibilidad de distraer a los enemigos disparando a focos de luz o haciendo llamadas telefónicas. Pero el problema es que se han añadido florituras en lugar de mejorar los cimientos y muchas veces resulta frustrante no por nuestra falta de habilidad, sino por unos controles poco precisos y una inteligencia artificial bastante cuestionable que deja poco margen a la experimentación y la improvisación.
El caso es que Assassin's Creed Chronicles Russia está por encima de sus antecesores en estilo artístico y novedades visuales, (tiene un filtro granulado del que se abusa un poco y que molesta cuando llevamos un rato jugando, pero su contraste entre colores grises y rojizos funciona muy bien a la hora de captar la simbología soviética de la época, además de los escenarios industrializados) pero no así en novedades jugables. Las primeras veces resulta curioso armarse con el rifle francotirador y acabar con los enemigos desde la distancia partiendo de una vista en primera persona, pero es una novedad vacua a la que se le saca poco provecho y que parece estar ahí no solo como necesidad por el contexto histórico, sino para que el inútil y tosco combate cuerpo a cuerpo quede un poco más relegado, para que no se le vean tanto las costuras, lo que hace que sea aún menos atractivo que en China e India. Da la sensación, ahora sí, de que este Russia se podría haber defendido más que bien como un título mayor dentro de la saga Assassin's Creed, no solo por el juego que se da con el mayor uso de armas de fuego, sino porque todavía no hemos visto un capítulo de la saga ambientado en los conflictos del siglo XX, más allá de las concesiones que se tomó Syndicate. A pesar de eso los focos de luz, los trenes, las barreras electrificadas y las armas automáticas ofrecen nuevos desafíos que aportan un poco de frescura a lo que estamos acostumbrados en los Chronicles.
Assassin's Creed Chronicles: Russia no mejora a sus predecesores, a pesar de que dramáticamente es más efectivo debido a la atmósfera y a la propia naturaleza del periodo histórico en el que se ambienta. Es un plataformas entretenido pero frustrante con un combate cuerpo a cuerpo para olvidar, tiene desafíos contrarreloj que ponen a prueba la paciencia de cualquiera y la inteligencia artificial de los enemigos brilla por su ausencia. Si os gustaron los dos anteriores y queréis más de lo mismo con una cara nueva (más bonita, quizá), este es vuestro juego. Pero al fin y al cabo, Russia es un poco ese personaje del que os hablaba al principio, no solo por suponer la despedida de esta trilogía, sino porque es también ese policía al borde de la jubilación al que se envía a patrullar el Bronx, ese padre de familia que habla de su hija antes de enfundarse la Thompson y dirigirse al campo de batalla; despierta cierta empatía y se le puede coger cariño, pero sabes que por mucha ilusión que le ponga no va a llegar mucho más lejos.