Avance de Assassin's Creed Origins
Por Osiris y por Apis.
Siempre me ha gustado pensar que la configuración de botones es la primera herramienta con la que cuenta el diseñador a la hora de comunicarse con los jugadores. Por eso, pese a la evidente ganancia en comodidad, tiendo a desconfiar de los juegos que ofrecen controles remapeables, y lo mismo me sucede con las opciones gráficas avanzadas, los paquetes de texturas de alta resolución, las salas que pasan cine doblado y las remasterizaciones en formato panorámico de series de los noventa. Quizá sea un cascarrabias, pero no puedo evitar pensar que las obras son lo que son, lo que su creador tenía en mente al gestarlas, y que deben mostrar carácter: un exceso de opciones suele ser indicativo de cierta falta de personalidad. No quiero decir con esto que la ergonomía sea secundaria, pero un esquema de control bien pensado debería ser una oportunidad, una primera tarjeta de visita, una declaración de intenciones que toma ese intermediario forzoso que sujetamos en las manos y lo utiliza para transmitir algo. Puestos a repasar ejemplos (el botón de fumar en Vanquish, el desesperado agarre de Wander en Shadow of the Colossus), Assassin's Creed siempre me ha parecido uno para enmarcar: nada más sentarte a jugar, antes de las conspiraciones interestelares y los cameos enloquecidos, antes incluso de rajar tu primera garganta, ese gatillo derecho ya te lo había contado todo. Al dividir todas tus acciones en un perfil alto y otro bajo ese botón te hablaba de discreción, de secretos, de persecuciones por azoteas y de multitudes donde perderse; te hablaba de las sobrehumanas capacidades de tu personaje, y de un código de conducta que le exigía no llamar la atención. Marcaba un tono para el combate, y apartaba la acción de la clásica carnicería despreocupada que por aquel entonces asociábamos a los sandbox. Era solo un botón, pero también era una advertencia: compórtate, o lo vas a pagar muy caro.
Con estos antecedentes en mente creo que será más sencillo explicar por qué la primera bofetada que recibí al sentarme frente a este Origins no vino de parte de su escala, de su apartado gráfico, ni de esos nuevos sistemas que coquetean con el RPG, sino de ese pequeño diagrama explicativo que suele acompañar a las unidades de prueba y que ahora rezaba "Heavy Attack" justo sobre el gatillo derecho. Sobre él, en el bumper, un segundo ataque ligero certificaba la muerte de un sistema que ahora quedaba relegado a un simple botón de parkour, y mandaba un mensaje claro acerca de las nuevas prioridades de la franquicia. Unas prioridades que le ponen ojitos a la saga que todos conocemos, por lo que me ahorraré comparaciones odiosas: ahora también hay un botón de rodar, y otro para levantar el escudo, y que cada cual saque sus conclusiones. Todo esto sucedió en el E3, y por eso no deja de tener su gracia que un par de meses después vuelva a repetirse la escena: una nueva versión de prueba, un nuevo esquema de un pad decorado con motivos egipcios, y un nuevo aviso a navegantes. Puestos a combatir con cuatro botones, ¿qué tal si probamos con cinco?
Puede que no sea la novedad que acapare más titulares porque por fin hemos podido pasear por las calles de Memphis y descender derrapando con el trasero desde lo más alto de una pirámide, pero creedme, una vez con el juego final en las manos es esto lo que recordaremos. Porque este Assassin's Creed va de combatir, diría que más que ningún otro en su historia, y puestos a medir aceros la selección de objetivos no es un asunto menor. Quizá lo sería si los templarios egipcios compartieran la exquisita educación de sus descendientes, pero no es el caso: en Origins la negociación del espacio es vital, y enfrentarse contra cuatro pandilleros de nivel respetable (por supuesto que hay niveles, y loot, y dagas +25; lo del RPG no va ni un poquito en broma) con la vista fijada en un quinto suele desembocar en cuatro puñaladas por la espalda y una nueva visita al tanatorio. De ahí que para esta nueva build el estudio haya optado por disociar las acciones de alzar el escudo y fijar objetivos, que antes se resolvían juntas, con una simple pulsación del bumper izquierdo. Era un sistema sencillo, pero limitado, que nos negaba un recurso fundamental: desplazarnos lateralmente con la guardia en alto, sin protegernos de nadie en concreto. Ahora casarnos con un maleante y orbitar a su alrededor implica una segunda pulsación, concretamente R3, una complicación extra que dejará vendidos a los novatos pero recompensa al jugador hábil con más papeletas para la propia supervivencia y de paso minimiza la frustración. Todos hemos muerto demasiadas veces colgados de una farola como para no reconocer el peligro que entrañan este tipo de ayudas contextuales en el calor del combate.
Fuera de él, en su versión más contemplativa, este nuevo aperitivo nos ha servido para lo esperado: para conocer un poco más de una historia que insiste en las órdenes ocultas y en el factor religioso, para comprobar qué tal le ha sentado ese año sabático a unos núcleos urbanos que brillaron por su ausencia en Los Ángeles, y para escalar con las manos desnudas hasta la cima de un par de pirámides, una experiencia curiosa pero que palidece pronto al recordar las catedrales de antaño. No creo que sea culpa del equipo, porque las pirámides son como son, aunque en su favor hay que mencionar ese nuevo movimiento que nos permite encadenar tres o cuatro pasos por la pendiente hasta alcanzar la siguiente grieta en la piedra, y una clara intención de hacerlas más interesantes por dentro de lo que jamás podrían ser por fuera. Allí, antorcha en mano y bien pendiente de las serpientes que podrían acechar en cualquier rincón, tocará desentrañar una generosa cantidad de galerías, pasadizos y puzzles de contrapesos que invariablemente recuerdan a las aventuras de Lara, porque pocas tumbas hay más golosas que la de un faraón. Según parece algunas tendrán su papel en la historia, pero por el momento nos ha tocado conformarnos con las más secundarias, desafíos opcionales que antes de devolvernos al exterior nos recompensan con una nueva cámara del tesoro, una nueva tablilla grabada en la piedra y un nuevo punto de habilidad. No es mal negocio, porque el árbol de progresión viene más cargado que nunca. Es lo que tienen los juegos de rol.
Volviendo a la narrativa, y antes de deshacernos en halagos sobre lo bien que luce todo desde allí arriba, decir que de momento sabemos poco, pero quizá lo más importante: tenemos algo parecido a un villano, tenemos un potencial romance, y tenemos, sorpresa, secciones de investigación. Sobre los dos primeros, un tipo llamado El Lagarto y una asesina de armas tomar, no hay demasiado que decir por el momento, o al menos nada que pueda sorprender a los fans más entregados: mucha cinemática, mucha pose de gravedad y un nivel general en cuanto a diálogos y escritura que cumple pero no enamora. Con las secciones detectivescas sucede más o menos lo mismo, y el misterio del ídolo envenenado que nos planteaba la demo ofrecía pocas novedades respecto a lo visto en, por ejemplo, Assassin's Creed Unity. Una vez escaneada la zona y tras interrogar a un par de aldeanos nuestro papel se redujo a examinar las pruebas una por una hasta completar con éxito el medidor de investigación, y con el pastel descubierto solo restaba plantarle cara a los malos. Dar con su paradero exacto tampoco supuso demasiadas complicaciones, y algo me dice que no tardaremos en cansarnos de ese pequeño minijuego (quizá sistema le quede grande) basado en sacar el halcón a pasear y sobrevolar la zona hasta que el círculo grande se convierta en un círculo más pequeño.
Después, por suerte, llegó la libertad. La libertad para cabalgar por el desierto, para juguetear por las azoteas y para echar unas cuantas carreras por los callejones de una Memphis que, ahora sí, vuelve a demostrar que a Ubisoft esto de levantar ciudades virtuales no le pilla de nuevas. Es cierto que gráficamente le han surgido competidores muy serios en los últimos tiempos, pero llegar a sus puertas remando en una barca de mimbre bajo la atenta mirada de dos faraones de mármol hace que uno se olvide de los dinosaurios robot, aunque solo sea por unos momentos. Una vez a pie, sin embargo, el problema son los recuerdos: los recuerdos de Londres, y de París, y de un estudio, o un puñado de ellos, que compiten desesperadamente contra sí mismos. Todo es muy bonito, sin duda, pero también extremadamente familiar, y tropezarse con un peatón en plena carrera para recuperar el equilibrio un par de pasos después remite instantáneamente al pasado. Quizá sea solo eso, una cuestión de carácter, el de una franquicia que se niega a renunciar a su identidad pese a haberlo cambiado todo. O quizá, los dioses no lo quieran, lleguemos una entrega tarde, y fuera esta a la que le tocara hablar de revolución.