Avance de Assassin's Creed: Valhalla - Más de lo mismo, y eso no podrían ser mejores noticias
Jugamos un arco completo de la campaña.
Según leo en la Wikipedia (para qué engañarnos), el flyting era una forma de combate verbal que adquirió cierta popularidad entre los siglos quinto y decimosexto, pudiéndose encontrar numerosos ejemplos de dicha práctica en las literaturas nórdica, celta y demás. El ritual, una suerte de duelo de ingenio que situaba a un par de contendientes en el centro de un salón de festejos y determinaba el ganador en función de los abucheos o los aplausos de la parroquia, se libraba fundamentalmente a base de insultos y en forma de pareados, e incluso existen registros que hablan de este tipo de refriegas entre dioses o figuras prominentes de las mitologías de dichos pueblos. Supongo que la similitud del fenómeno con esas batallas de gallos que patrocina Red Bull y en las que un par de tipos con camisetas de los Nets intercambian rimas sobre sus madres es sencilla de ver, y aunque cueste imaginarse a un tipo como Odin de esta guisa si os cuento todo esto es porque de vez en cuando va bien reconocer que uno se ha pasado de listo: hace cosa de un par de meses, tras jugar unas cuantas horas a una primera build del juego y ávido de ganarme el favor del público, yo también me reí de las batallas de rap de Assassin's Creed Valhalla. La vida te da lecciones a veces.
Más allá del merecido escarnio por hablar de lo que en esencia ignoraba, creo que el episodio encierra una lección valiosa: como mencionaba en aquel artículo, y de esto no me arrepiento, Ubisoft siempre ha sido una editora obsesionada con el contenido, con los minimapas llenos de dibujitos y con ofrecernos cosas que hacer; con apostar contra la menguante capacidad de atención del jugador promedio a base de fuerza bruta, y con regar sus mundos de minijuegos, coleccionables y actividades de colorines que justifiquen a las bravas volver el año que viene, porque un videojuego es una inversión y los suyos salen rentables. Siendo todo esto cierto, lo que quizá pasaba por alto, y lo que de hecho suele olvidarse, es que esa obsesión de Ubisoft siempre ha ido de la mano de otra, la de la ambientación, la fidelidad histórica (con ciertas licencias de cuando en cuando, de acuerdo), y la reproducción enfermiza de urbes, de lugares, de mundos, de épocas que habitar. La Ubisoft de las torres de vigilancia y los campamentos es la misma que interrumpía la acción de sus aventuras de sigilo y parkour para explicarte cosas sobre Notre Dame, y también la misma que introdujo un modo descubrimiento sin que nadie se lo hubiera pedido. Creo que se han ganado cierta confianza en este sentido.
Y si lo pasamos por alto es porque siempre ha estado ahí. Reproducir Florencia una vez maravilla, hacerlo con Roma otra vez sorprende, y seis o siete juegos después, cuando ya han caído Boston, Nueva York, el Londres de las factorías y el París de la revolución, la gente simplemente se encoge de hombros. Como el alumno aplicado que siempre saca notables, al equipo de Assassin's Creed todo esto se le da por sentado, y ya nadie parece dispuesto a comprarle una moto por llevarnos a las pirámides o dejar que escalemos el Partenón. Es lo mismo de siempre, solemos decir. Como si resultara sencillo repetir algo así. Como si fuera fácil hacerlo todos los años.
No es ninguna mentira. Efectivamente, después de completar un arco completo del juego en una maratoniana sesión cercana a las 8 horas, puedo afirmar que Assassin's Creed Valhalla es lo mismo de siempre, si entendemos por "lo de siempre" una meticulosa representación de los usos y costumbres de una época histórica determinada, con ciertas licencias peliculeras y una fina capa de action rpg por encima. Assassin´s Creed, en esencia, sigue siendo un Animus, una maquinaria de alta tecnología diseñada para zambullirnos en el pasado, y por eso me sabe mal haber dudado de él. O de ella, en este caso: toca hablar de Eivor, esa protagonista que en mi corazón y según parece en el de sus propios creadores vuelve a ser femenina, y del complicado entramado de traiciones, territorios en disputa y reyezuelos mezquinos que se ha construido a su alrededor. Toca hablar de política, aunque primero las distracciones.
Hablo, claro, de los minijuegos de pesca, de las casetas de curtidores de pieles, de los comerciantes que te piden que amplíes su choza, de los desafíos basados en beber cerveza hasta reventar y de ese juego de dados que ignoro si comparte las mismas bases históricas del flyting, porque a lo tonto se parece bastante a Legends of Runeterra. Dudo que tenga sentido detenerse demasiado en cada uno de ellos, pero sí es importante decir que pese a poder encontrarse en prácticamente cualquier núcleo urbano, la mayoría de ellos, o al menos los que tienen que ver con recursos, construcciones y un cierto sentido de la progresión, se concentran alrededor de un asentamiento que sirve a la vez de base de operaciones, de conjunto de metas a largo plazo, y de recordatorio cruel: somos invasores, y los invasores no tienen hogar más allá de sus propias fronteras.
El asentamiento es ante todo un lugar al que regresar, y los referentes hay que buscarlos más allá de lo obvio: evidentemente hay mucho aquí prestado de Red Dead Redemption 2, pero en lo progresivo de su desarrollo y en esa sensación de vida que transcurre a pesar de nosotros también hay ecos de cosas como Animal Crossing. Hay cierto sentimiento de comunidad, hay mucho saludo mañanero y mucho nuevo miembro de la tripulación dejándose caer por sus callejuelas, y también hay comerciantes o herreros que deciden abrir una nueva tienda o mejorar por su cuenta las instalaciones que ya tenían. Evidentemente Eivor juega un papel clave aquí y saqueo a saqueo podremos ir ganando para nuestro clan los recursos que permitan expandirse de manera más controlada, pero el asentamiento es algo más que un menú, y sobre todo cumple una función narrativa. Nos da motivos para volver, y nos da motivos para embarcarse de nuevo.
Siempre es bonito sentir que formas parte de algo, aunque de vuelta en las costas inglesas es sencillo perder el norte y dejarse llevar por los acontecimientos. Y esa es, más allá del sigilo, del parkour, de las particularidades de un sistema de combate ambicioso pero algo fallón y de todo ese mar de mecánicas con el que la saga intenta mantenernos entretenidos, su propuesta realmente valiosa: contarnos una historia de vikingos, pero también de ingleses, y hacerlo con un tono y una tensión narrativa que entiende a sus personajes y no se limita a lavarle la cara a Odyssey. Un tono descarnado y a veces cruel, suficientemente alejado del desenfado y los coqueteos con la fantasía heroica de su reciente aventura griega como para plantar unas cuantas cabezas humanas sobre la mesa cuando toca zanjar una discusión.
Me atrevería a asegurar, esta vez sin consultarlo en la Wikipedia, que por aquel entonces las cosas funcionaban así, y aunque existan momentos para el desahogo es una suerte que estos no le resten protagonismo a la crudeza y a una cierta complejidad. A las lealtades divididas, a los matrimonios de conveniencia, a los monarcas títere y a los nobles que sirven de bisagra para hacerse con el control de un territorio concreto. A la política, al fin y al cabo, tejiendo en cada localización y en cada una de las zonas independientes que parecen estructurar la aventura una madeja que llega a resultar fascinante. No quisiera trazar paralelismos demasiado evidentes con cierta serie producida por el canal Historia, pero es ese tipo de material. Y puestos a celebrar la sutileza y los grises, permitidme hacerlo también con una aproximación a las decisiones menos obvia pero más contundente: a lo largo de este arco argumental completo solo llegué a tomar una, pero por una vez los efectos importaban de veras.
Y en el centro de todo está Eivor, una protagonista ejemplar que podría sonar como una sorpresa, salvo porque no lo es en absoluto. La saga ya demostró con Kassandra que es sobradamente capaz de generar personajes que vuelvan a ganarse el favor del público, y Eivor es, además de una nueva aspirante al trono, una confirmación de todo lo visto entonces. Un ciclón de carisma, sarcasmo y ovarios de acero que soporta por sí sola el peso de los acontecimientos, y el tipo de líder resolutivo y capaz que entiende que hay momentos para la cólera y las hachas arrojadizas, y momentos para ser astuto; el tipo de persona a la que le confiarías tu vida con gusto cuando toca asediar un castillo, pero sobre todo a la hora de negociar una rendición. Parte del mérito, como siempre, está en unos diálogos ágiles y sorprendentemente bien construidos, y en ese rosario de pequeños detalles (las canciones a bordo del pequeño barcoluengo, la fanfarronería de la tripulación, ese tipo de cosas) que afianzan poco a poco la sensación de ser un vikingo, y sobre todo de ser Eivor. Assassin's Creed Valhalla hace un trabajo fantástico en ese apartado, algo que, de nuevo, solo sorprenderá a quienes prefieran dejarse llevar por prejuicios.
Son méritos suficientes como para que apetezca ser comprensivo, porque toda esa ambición en lo narrativo y ese desbocado sentido de la escala (algo que en las últimas entregas comenzaba a ser un problema, y me alegra poder decir que Valhalla parece algo más contenido, al menos a tenor del fragmento de mapa que hemos podido ver) vienen de la mano de ciertas imprecisiones, algo que desgraciadamente tampoco sorprenderá a nadie. Dejando de lado el bug ocasional y ese control algo errático que insiste en subirnos a mesas o en volcar braseros y candelabros cuando intentamos pasear por un salón con porte majestuoso, la mayoría se concentran en torno a un combate que parece más ambicioso que nunca pero que acaba sintiéndose, al menos por el momento y en el estado actual del juego, tan fallón como siempre. La ambición hay que buscarla en incorporaciones como el combate a dos manos, una mecánica que permite tratar ambas extremidades como entidades independientes y que permite utilizar ambos gatillos en una suerte de coreografía letal: podemos portar un arma a dos manos y utilizar el izquierdo para cubrirnos, podemos alterar la posición del escudo, ejecutar parries si andamos hábiles con el timing o convertirlo en una improvisada herramienta ofensiva, e incluso podemos ignorar la defensa y lanzarnos a conquistar un viejo campanario con un hacha, un mangual y ganas de suicidarnos.
Podemos hacer un montón de cosas, y como de costumbre el sistema incluye otro montón de espacios de acceso rápido para un esquema de habilidades especiales que a tenor de lo visto abandona la fantasía y vuelve a centrarse en cargas, pisotones, lanzamientos y demás salvajadas físicamente plausibles, pero al sistema le sigue faltando pulido. Siguen fallando cosas tan elementales como el feedback al asestar un hachazo a un escudo, la contundencia cuando encadenamos un parry con una contra o la identificación de objetivos cuando toca enfrentarse a un par de enemigos de manera simultánea. Así, y sobre todo en el caso de esas batallas multitudinarias en las que el juego insiste más que nunca (recordemos que pararse a sembrar el caos y el pillaje en cualquiera de las aldeas que encontremos en nuestra navegación es no solo posible, sino recomendable) sin estar del todo preparado a nivel tecnológico, el combate acaba recordando más de la cuenta a un intercambio de numeritos y esquivas torpes interrumpido de cuando en cuando por una ejecución espectacular. Si la saga tiene trabajo que hacer este es sin duda el apartado más prioritario, aunque se aprecian pasos positivos en este apartado: al menos ahora el asunto del loot se ha mantenido bajo control, y ejecutar a un soldado raso se parece un poco menos a una piñata infantil.
Mejor suerte parece haber corrido un sistema de sigilo que vuelve a reforzar en lo mecánico la idea de que somos un cuerpo extraño, convirtiendo las ciudades que no controlamos en un territorio hostil donde lo inteligente es agachar la cabeza, o mejor aún, cubrírsela con una capucha que podría llegar a sonaros. Assassin's Creed Valhalla es lo suficientemente inteligente como para sacar provecho de esta idea planteando un sano porcentaje de misiones que tienen más que ver con la infiltración y las fechorías discretas que con la matanza indiscriminada, y su manera de resolverlas vuelve a dejarnos unos cuantos homenajes a su propio pasado: la capucha, las multitudes, ese banco a mitad del recorrido en el que sentarnos para fingir que echamos la tarde, quizá un ocasional borracho al que convencer con unas monedas para que intente distraer la atención...
Nada es nuevo, pero todo funciona igual de bien que siempre, porque diez entregas numeradas (sí, me he detenido a contarlas) y un buen puñado de spin offs como poco te dan para afinar una fórmula. Quizá más tarde toque reinventarla otra vez, cuando la nueva generación se asiente del todo, pero Valhalla no busca eso. Valhalla intenta ser una culminación, intenta ser efectivo antes que novedoso, y sus armas son las de siempre: un mundo inmenso en el que perderse, un memorable elenco de personajes, y el sabor de la historia, la de nuestro mundo y la de la propia franquicia, plasmado con verdadero cariño a cada paso del nuevo camino. Quizá no sea un discurso muy popular, pero a mi me cuesta verlo como una mala noticia.