Análisis de Astro Bot Rescue Mission
Más vale tarde.
Super Mario Bros, el primero, la joya atemporal de NES, y más concretamente su primer nivel, es una obra maestra de la sutileza. Lo es por inventar un género, pero su verdadero mérito radica en hacerlo prácticamente de cero, desprovisto del lenguaje y los códigos previamente asumidos sobre los que se basan la práctica totalidad de los videojuegos modernos: resultaría difícil contar una historia mediante imágenes en movimiento si el espectador no entiende lo que implica una elipsis o la cámara en mano, y lo mismo sucede con los bloques con interrogación, el salto utilizado como un arma de ataque o la muerte por simple contacto. Se ha escrito mucho sobre este tema, sobre como ese primer goomba y esos primeros siete bloques le enseñan al jugador todo lo que hay que saber (imprescindible, como siempre, este texto del compañero Víctor Martínez), pero me gustaría retroceder un poquito más. Concretamente unos cuantos metros, hasta esa pantalla de inicio que sitúa a nuestro protagonista en el margen izquierdo de la pantalla, sobre una superficie completamente plana, mirando al extremo contrario. No sabemos nada, pero al menos tenemos claro qué dirección tomar.
Es una información, progresar hacia la derecha, que se graba en la mente con la misma contundencia que la lluvia cayendo hacia abajo, y solo era cuestión de tiempo que el propio género comenzara a juguetear con esa idea preconcebida: uno de los trucos más viejos del libro es precisamente ese, esconder una vida extra, un power up o un manojo de plátanos justo al principio, solo unos pasos detrás de esa margen izquierda, desafiando la regla de oro. Un jugador avispado, una sonrisa de complicidad, y avanzamos unas cuantas décadas hasta un futuro en el que Super Mario se juega en teléfonos móviles y una nueva tecnología amenaza con deconstruir todos esos códigos, envolviendo al espectador (la diferencia es clave) en un sofisticado carrusel sensorial construido a base de tiburones que pasan sobre su cabeza y nubes de partículas que recalcan la tridimensionalidad de esas gafas tan caras. Astro Bot no es ajeno a esto, y de hecho plantea ese avance constante de la manera más literal posible, con el mundo materializándose frente a nosotros a cada paso que damos y un pequeño robotito saltando físicamente del mando dispuesto a emprender el camino, pero cuidado: también podría esconder algo justo a nuestra espalda.
Es un guiño en apariencia inocente que encierra sin embargo un montón de significados. Porque Astro Bot no es una experiencia, ni una atracción de feria, ni una película tridimensional que entiende lo virtual solo como una pantalla más grande, sino un mundo en el que materializarnos. Un mundo que sucede arriba y abajo, delante y detrás, en aparentes abismos que encierran al fondo un montón de monedas y en pasadizos que solo podemos ver si nos levantamos físicamente y intentamos meter la cabeza; en series de plataformas que levitan frente a nosotros, casi al alcance de la mano, en suelos que se resquebrajan y nos hacen caer y, como digo, en ese secreto que implica girar sobre nuestros pies y jugar con la pantalla a la espalda, mirando a la ventana con la boca abierta y haciendo las delicias de nuestros vecinos. Y sobre todo, porque Astro Bot es un videojuego. Un videojuego de plataformas sencillo y simpaticote que respeta todas y cada una de las reglas del libro, reinterpretándolas para cumplir una promesa en la que casi estábamos perdiendo la fe: poder vivirlo desde dentro. La realidad virtual era esto.
Y por eso resulta curioso que, como el también sobresaliente Moss, su principal arma para conseguirlo sea arrebatarnos el protagonismo. O al menos hacerlo en parte, porque la aventura de la ratoncita y la del pequeño robot comparten también la presencia física del jugador, una entidad independiente que entonces tomaba la forma de una deidad que se reflejaba en los charcos y que aquí se encarna en algo parecido a un robot más grande, un ser articulado y torpón que puede golpearse la cabeza contra las piedras y emerge de las secciones submarinas con algas en la cabeza que dificultan nuestra visión. Incluso podemos ser atacados, porque la principal misión de Astro Bot es demoler a martillazos una cuarta pared que en la virtualidad no tiene razón de ser: hay enemigos que nos lanzan tinta a la cara, y proyectiles que resquebrajan nuestro visor, y de cuando en cuando toca demoler paredes a cabezazos.
Es complicado romper con la idea preconcebida, otra más, de que somos una entidad omnisciente y etérea que simplemente toma las decisiones, y recuerdo haberme atascado más tiempo del confesable en una sección con grandes rocas rodantes que oscilaban de lado a lado de la "pantalla", porque Astro Bot las superaba holgadamente y no entendía que debía pasar yo también. En otro momento ridículo me internaba en una caverna de pie para superar con cierta ventaja en la perspectiva una secuencia de saltos especialmente puñetera, y la visión repentinamente se volvía negra. Como es natural me apresuré a achacarlo a un bug y volví a sentarme visiblemente enfadado, para reparar de pronto en que, simplemente, el techo era demasiado bajo. Esa es la principal virtud de Astro Bot: nosotros existimos, y el mundo también.
Y quizá de ahí que el juego llegue al extremo de ponernos un mando en las manos. Una reproducción tridimensional que ante todo nos recuerda que estamos jugando, y que por el mismo precio sirve para apuntalar nuestra relación con el mundo virtual: los botones y las palancas sirven para que Astro Bot salte y golpee a los enemigos, pero el panel táctil y ciertas máquinas que encontraremos por los niveles nos otorgarán la posibilidad de echarle una mano. Algunas convierten el mando en un lanzador de garfios con el que desbaratar estructuras enemigas o tender cables por los que el robot puede balancearse (incluso propulsándolo hacia arriba si realizamos el movimiento correspondiente, uno de sus numerosos detalles de clase), otros nos permiten lanzar agua o estrellas ninja, y al final de cada nivel el mencionado panel se convierte en un tirachinas con el que propulsar al protagonista a través de unos aros de bonus. Son mecánicas sencillas pero tremendamente satisfactorias, y generalmente brillan con especialidad intensidad en unos jefes finales gloriosamente tradicionales. Unos jefes que brotan de ríos de lava o amenazan con tirarnos de una plataforma agitando sus alas, y que no desentonarían en cualquier entrega tridimensional de Mario, para entendernos. Ese es el nivel.
Y esa es, de nuevo, la clave: que todo esto está muy bien, que las implicaciones del juego en lo conceptual son abrumadoras y que el salto a la realidad virtual da para escribir un montón de reflexiones sesudas, pero todo sería papel mojado de no venir respaldado por una jugabilidad brillante. No sería la primera vez, y eso es lo que me más me alegra poder escribir hoy, lo que me ha mantenido jugando más allá de la primera mandíbula desencajada y lo que fascina de manera sincera: que irónicamente, por fin alguien ha decidido dejarse de jueguecitos, y que lo que aquí plantea el Japan Studio encierra suficientes ideas por metro cuadrado como para medirse con quien haga falta, sea o no a través de unas gafas. Muchas no funcionarían sin ellas, porque tras un par de años largos de subproductos condenados a servir de comparsa a la tecnología Astro Bot es la confirmación de que puede hacerse al revés.
De que la realidad virtual puede estar al servicio del diseño, y potenciar hasta el infinito un dibujo básico que no nos pide mucho más que rescatar a unos cuantos androides extraviados en cada nivel. No es excepcionalmente complejo, pero tampoco lo son los caparazones, los saltos y los disfraces de mapache: Astro Bot es la historia de un robot minúsculo que recorre niveles recolectando monedas, pegando puñetazos a seres con forma de fresa y rescatando a compañeros ocultos tras una cascada o colgando de un ventilador, y todo lo demás es diseño. Son olas que nos pasan literalmente por encima pero que también pueden aprovecharse para alcanzar plataformas elevadas armando a Astro Bot con un flotador, obstáculos que quizá solo exigen soplar, y espirales de enredadera que al desplegarse dejan ver un nuevo camino en su centro si recordamos que podemos movernos. Un nivel, una idea, un montón de propulsores, pasadizos y pasarelas trazadas con el talento de los mejores, y todo sucediendo alrededor nuestro, en ángulos solo ocultos en apariencia o con el robot saludando animadamente cuando pasa saltando a pocos centímetros de nuestras narices. Es complicado no emocionarse.
Incluso aspectos como la duración o los mismos gráficos demuestran un nuevo tipo de respeto por el jugador de VR, al que hasta ahora, hasta Astro Bot y hasta Moss, este tipo de productos pintaban como un pánfilo con dinero dispuesto a tragar lo que hiciera falta. El juego no solo luce realmente bien, sino que trabaja el tipo de mimo en lo estético sobre el que se construyen los clásicos. Las animaciones son adorables, el acabado es brillante y arrebatadoramente optimista, y como siempre el diablo está en los detalles: solo hace falta escuchar el inconfundible quejido de uno de nuestros compañeros y encontrarlo tumbado a la bartola en una tumbona de playa para entender que estamos ante algo especial. Astro Bot nunca deja de sorprender, y aunque no batirá ningún record en lo tocante al cronómetro creo que veintiséis niveles, cinco mundos y una sana colección de desafíos adicionales son suficiente contenido como para tener que pedir disculpas a nadie. Por eso, y ya que comenzamos hablando de secretos escondidos a simple vista y de soluciones que solo requerían pararse a reflexionar, llama la atención que la receta mágica de esta misión de rescate que bien podría serlo de la VR en su totalidad residiera justo un par de pasos atrás, a la espalda de esa inmensa huida hacia delante que tristemente se empeña en ser esta tecnología: en el revolucionario concepto de diseñar juegos realmente buenos.