Avance de Attack on Titan
Lucha de gigantes.
Attack on Titan, o Shingeki no Kyojin para los más filochinakas que un servidor, es un anime sobre gigantes que se comen a la gente. Su origen no está del todo claro, pero a estas alturas del partido es razonablemente seguro afirmar que van ganando. La humanidad, o lo que queda de ella, ha ido cediendo terreno ante el voraz apetito de los colosos hasta quedar recluida en una masiva ciudad amurallada, organizada en una serie de círculos concéntricos de la manera que cabría esperar: los ricos y sus clubs de polo en el centro, y la plebe en el perímetro exterior, a merced de que alguno de ellos se levante de la siesta con ganas de picar algo. En el periodo que ilustra la serie es algo que ocurre con cierta frecuencia, y aquí entra en escena la Legión de Reconocimiento: un grupito de cadetes recién salidos del campamento de instrucción que ejercen de última línea de defensa de la humanidad llevando el conflicto a campo abierto y jugándose literalmente el físico en cada excursión. Un oficio de alto riesgo para el que nuestros héroes solo cuentan con un par de ases en la manga: un punto débil, la nuca, que de recibir un rajo certero fulmina al titán de manera instantánea, y el equipo de maniobras tridimensionales, un complejo sistema de garfios y propulsores que permite al recluta balancearse entre árboles y callejuelas y en esencia lo convierte en una suerte de Spiderman con katanas. Si a estas alturas alguien no ve el potencial bruto de todo esto para el videojuego debería hacérselo mirar.
Efectivamente, estamos hablando de una de esas franquicias que desde su propia concepción piden a gritos una adaptación a la altura, y en este sentido este Attack on Titan debería cumplir la misma labor social que los Batman de Rocksteady o los Fifa de la Eurocopa: aplacar la irrefrenable necesidad del espectador de reproducir lo que ha visto en la tele y lanzarse a decapitar gigantes volando entre distrito y distrito. El material de base es inmejorable, y por eso a todos se nos hizo un pequeño nudo en el estómago al recibir la noticia de que los encargados de la adaptación serían nada menos que Omega Force, estudio satélite de Koei Tecmo mundialmente famoso por producir musous como si se tratase de magdalenas y por no ser precisamente Platinum Games. Como digo, era rematadamente difícil hacerlo mal, pero la sombra de Dynasty Warriors es alargada.
El salto, además, era complicado. Principalmente, porque estamos hablando de un estudio acostumbrado a facturar títulos en los que un señor con una lanza de cuatro metros despacha literalmente cientos de muñecos con cada golpe, y Attack on Titan es exactamente lo contrario: un esfuerzo colaborativo, un combate en el que claramente llevamos las de perder y toca jugar al despiste y vérselas con una mole que recorre las avenidas en pelota picada y se desayuna con nuestros camaradas. El desafío, claro, estaba en el control: en conseguir traducir esa velocidad, esa libertad de movimientos y ese caos controlado en algo jugable, y plasmar con cierta fidelidad todas las particularidades que hacen de sus combates una experiencia memorable. En traducir a pulsaciones concretas ese momento en el que lanzamos un garfio directo al pescuezo, activamos los propulsores y entramos a matar. Hablaba antes de Spiderman, y un breve vistazo al histórico de la franquicia debería servir para comprobar hasta qué punto es una tarea complicada. Contra todo pronóstico, Omega Force lo ha entendido todo a la primera, y creo que toca quitarse el sombrero.
Tampoco os voy a engañar: es difícil abandonar las viejas costumbres, y en Attack on Titan hay musou para regalar. Por fortuna, las influencias no vienen por el apartado técnico, ni por esa infantil tendencia a la exageración, sino por una manera de estructurar los encuentros que realmente tiene toda la lógica del mundo: a fin de cuentas, cualquier capítulo de la serie no pasa de ser un correcalles en el que corremos a taponar una brecha y posteriormente volvemos a cruzar la ciudad para apagar el siguiente fuego. Es una estructura que parece pensada de antemano para encajar con la capa superior del género, con ese nivel estratégico que inunda el mapa de puntos calientes y nos presiona constantemente para estar en varios sitios al mismo tiempo. Aquí la movilidad del equipo de maniobras tridimensionales tiene mucho que decir, y tomar un rápido desvío para salvar a un compañero de la muerte varias manzanas al oeste vende la experiencia casi tanto como los propios combates. Como decía, estamos hablando de una profesión de riesgo, pero sobre todo de un oficio estresante.
Evidentemente, todo esto sería un castillo de naipes si los enfrentamientos y el propio desplazamiento no fueran incontestables. O peor aun, si sepultaran la diversión tras el muro de un galimatías de botones que convirtiera cada maniobra en una pequeña hazaña. Por fortuna no ha sido así, y todo el esquema de control es un fabuloso ejercicio de síntesis que entiende que la propia esencia de la serie se basa en realizar cabriolas imposibles sin apenas esfuerzo y, en resumen, en fliparse muy fuerte. Así, una simple pulsación nos eleva del suelo fijando los garfios en un punto elevado, y tras agotar el balanceo podremos elegir entre repetir la operación o activar los propulsores para volar unos cuantos metros hasta el siguiente objetivo. La sensación de velocidad es omnipresente, y gracias a dios los anclajes son reales: nada de lanzar hilos al limbo, si queremos girar más nos vale encontrar un edificio donde agarrarnos. Al aproximarnos a un titán las reglas no cambian, y tras navegar por el escenario buscando un punto de entrada prometedor, uno de los gatillos nos permitirá cambiar de modo y comenzar la verdadera diversión. Cada una de las extremidades ahora es un objetivo, permitiéndonos aproximarnos al combate exactamente igual que en la serie: girando alrededor de un tobillo, cruzando entre las piernas, cambiando el enganche al cuello y activando en el último momento los propulsores para entrar con todo y acertar el tajo ganador que nos permita sumar una muesca en el revolver. Creedme, es extremadamente adictivo.
Tanto es así que tendrá que quedarse en el tintero el modo Titán, una modalidad alternativa que nos permite tomar el control de una de las bestias y que no pude experimentar por pasar demasiado tiempo decapitando mostrencos o intentando llegar de muralla a muralla sin tocar el suelo. Sinceramente, creo que es una buena señal: puede que la fórmula se agote pronto, porque por definición la variedad de enemigos es limitada y porque los añadidos (como una tímida gestión de recursos basada en bombonas de propulsión y recambios para las espadas) no son el súmmum de la profundidad, pero en lo personal tengo una debilidad por los juegos que lo apuestan todo a sus mecánicas. A saltar de acá para allá, a cortar cabezas, y a aterrizar cubierto de sangre con la satisfacción del deber cumplido. Si Omega Force fuera una sola persona, ahora mismo me costaría imaginarla de otra manera.