Análisis de Attack on Titan: Wings of Freedom
Ande o no ande.
Los primeros minutos de Wings of Freedom son absolutamente espectaculares. Y no me refiero solo a las primeras batallas, ni a esos momentos en los que nuestra hoja ya ha probado unas cuantas nucas y contemplamos, exhaustos, como el mundo parece venirse abajo. Por el contrario, hablo de un tipo de espectáculo más pausado, más cerebral, y que contrasta con la propuesta de un juego que está en las antípodas de la sutileza; hablo de sus mecánicas, y de una elegancia en el control y en cierto tipo de toma de decisiones que se hace evidente desde el momento que nos enfrentamos a un tutorial que asusta de puro simple: allí, en un claro del bosque y ante la atenta mirada del resto de los aspirantes, lanzamos nuestros primeros tajos contra unas inofensivas siluetas de madera, y experimentamos por primera vez con un ingenio, el equipo de maniobras tridimensionales, que nació para ser trasladado a un mando. Podría parecer sencillo, pero nada más lejos de la realidad: pese al indudable atractivo que supone balancearse entre los edificios a velocidad de vértigo y partirse la cara contra colosos de cuarenta metros de altura, estamos hablando de un material de base que concentra en un espacio muy chiquitito casi todos los muros contra los que suelen estrellarse los juegos de acción lo suficientemente audaces como para apartarse unos cuantos metros del rebaño. La selección de objetivos, la gestión de la cámara, el apuntado a diferentes partes del cuerpo, el simple hecho de balancearse... una colección de lugares comunes que rara vez llegan a buen puerto por separado, y que necesitaban aquí unir fuerzas para superar la batalla contra el verdadero titán que se plantaba ante Omega Force: adaptar un anime inadaptable, y vivir para contarlo. Por eso maravillan esos primeros compases: porque tras esas primeras cabriolas y esos primeros tajos hay sentido común, buen gusto y altas dosis de inteligencia. Porque funcionan. Y por eso es importante que nos detengamos a saborearlos: puede que nuestro rival sea un mero pelele construido con cuatro tablones, pero en cierto modo aquí está todo lo que el juego puede ofrecer.
Como digo, ante un arranque así resulta sencillo dejarse llevar. Es una sensación que no hace sino crecer cuando las cosas se ponen serias y toca enfrentarnos al combate real: los titanes son realmente imponentes, y nuestras primeras evoluciones encarnando a unos cadetes con el culo tan blandito como la masa del pan deparan unos enfrentamientos a vida o muerte en las que cada enemigo que muerde el polvo se siente como una fiesta de graduación. Sin embargo, también es una sensación que recuerda un poco a los perfumes baratos: el aroma es intenso al principio pero tiende a difuminarse cuando pasan las horas. A fin de cuentas acabamos de licenciarnos de la academia, y en cierto modo tiene su parte romántica que toda la experiencia se sostenga bajo el pilar de nuestra carencia de ella. Es el momento en el que el propio control y la elegancia de sus mecánicas irrumpen en escena como un arma de doble filo: todo está tan bien pensado, todo responde de manera tan fluida que se hace sencillo comenzar a jugar realmente bien. Y es entonces cuando el castillo de naipes se desmorona: los titanes dejan de ser una amenaza, y recorremos la ciudad de punta a punta rajando cuellos con la despreocupación de quien mira la tele comiendo pipas; un puñal en el corazón de una franquicia basada en oprimirnos, en amenazarnos, en hacernos sentir que nuestra vida no vale un duro y podemos servir de desayuno en cualquier momento. Por si sirve de marco de referencia, es algo que no me sucedió en toda la partida, salvo en un par de ocasiones durante el enfrentamiento final. Sí me atraparon, claro, pero en la inmensa mayoría de los casos machacar durante un par de segundos el triángulo sirve para cercenar los dedos de la bestia y proceder a rebanar un nuevo gaznate. No parece que los números cuadren.
Efectivamente, Attack on Titan es, salvando un par de picos ocasionales, un juego realmente fácil. Una vez convenido esto, creo que también podremos estar de acuerdo en que no tiene por qué ser algo estrictamente negativo: después de todo la serie no anda corta de personajes con habilidades casi sobrenaturales, y aunque resulte extraño despachar a 45 gigantes controlando a Armin, en la piel de Mikasa o el capitán Levi la cosa cambia bastante. El juego nos obliga a pasar por todos, y hay un cierto componente de flow en encarnar a los pesos pesados y enlazar una muerte con otra en una suerte de ballet suspendido por hilos. Sin embargo, los problemas no tardan en aparecer. El primero, por desgracia, surge de algo tan prosaico como su apartado técnico: los titanes son patosos, tienden a tropezarse, y los edificios suelen caer con ellos. Mezclando esto con los vertiginosos movimientos de cámara propios del combate en tres dimensiones tenemos un campo más que abonado para la caída de frames constante y para una ensalada de texturas y ángulos locos en los que terminamos actuando casi por instinto; no es raro acabar con tres titanes en un callejón y caer al suelo sin haberse enterado absolutamente de nada. El segundo deja un sabor más amargo, y gira en torno a lo desaprovechado de una mecánica tan atractiva como el desmembramiento: cortando piernas a la altura de las rodillas el enemigo no corre, rebanando brazos a la altura del codo el enemigo no ataca. Todo bien, pero más allá del rescate de un compañero in extremis hay pocas razones para no rebanar la cabeza a la altura de la nuca directamente y que el enemigo no sea, sin más.
Omega Force, evidentemente, no es la última en enterarse de todo esto. Es más, parecen plenamente conscientes, pero las medidas de contingencia no parecen dar la vuelta al partido. El caso más doloroso es el de la dificultad, un brete ante el que el estudio muestra sus verdaderos colores e incluso se besa el escudo apostando por lo que han apostado siempre: por el número en bruto, y por hacer aun más pequeñita la presencia de esos titanes que deberían sentirse aciagos lanzando contra nosotros oleadas interminables de simple carne de cañón. La sombra de Dinasty Warriors es alargada, y por eso hablo de dolor; porque se trata de un error de bulto, de priorizar la cantidad antes de la calidad, y porque convierte al juego de alguna manera en el anti Shadow of the Colossus: cualquier ceremonia o atisbo de épica que pudiera implicar el enfrentamiento singular se pierde cuando ves a otros diecisiete mostrencos esperando su turno para convertirse en muescas en un revólver. En cuanto al asunto de la carnicería, la solución es igualmente poco sutil: organizar un sistema de upgrades para armas y equipamiento en torno a materiales (hilo metálico, madera, gemas, cañas de bambú) que a falta de otro lugar se encuentran en las articulaciones de los titanes. Si antes hablábamos de elegancia, es evidente que algo se nos ha perdido por el camino.
No es el único punto donde la herencia del estudio se hace notar. Por el contrario, el propio planteamiento de cada una de las misiones y su particular aproximación a la táctica sigue punto por punto el libro de reglas de los musous al uso: un campo de batalla en el que constantemente suceden cosas en todas partes, y en las que con la misma constancia se nos reclama para ir a refrescar nuestros suministros (pociones, granadas, bombas de humo y ante todo botellas de aire comprimido y filos nuevos para nuestras espadas que, como en la serie, se agotan), apagar fuegos de todo tipo o echar una mano a compañeros en una situación difícil. Superar con éxito estas misiones secundarias generalmente implica fichar a un nuevo miembro para nuestro escuadrón, aunque la implementación del combate en equipo es meramente testimonial: salvo en el caso de Armin, que permite marcar objetivos concretos para sus compañeros y dejar que hagan gran parte del trabajo, nuestros camaradas controlados por la IA tienden a hacer la guerra por su cuenta y robar algún que otro tajo de cuando en cuando. En este sentido cada uno de los personajes seleccionables tiene sus particularidades en la forma de simples estadísticas o habilidades especiales, y el desbloqueo progresivo de cada una de ellas aporta cierto sentido de progresión. Aun así, es un escaso bagaje para enfrentar un grueso de misiones que terminan sintiéndose particularmente monótonas: en esencia siempre estamos haciendo más o menos lo mismo, y los intentos de Omega Force de aportar algo de variedad al asunto no suelen ser especialmente fructíferos. No quisiera reventar nada, pero hay un motivo por el que las misiones de escolta no gozan de excesiva popularidad, y arrebatarnos el equipo de maniobras para sentarnos a lomos de un caballo no parece la mejor de las ideas en un juego tan dependiente de que el desplazamiento funcione espectacularmente bien.
Dicho todo esto, podréis entender mi sorpresa al descubrirme a mi mismo pasándomelo realmente bien. Al menos lo suficiente para, una vez superada una campaña principal que acabo de tildar de monótona, animarme con un modo expedición que más allá de su oferta multijugador (un cooperativo de toda la vida) se basa en una sucesión de misiones de reconocimiento libre con objetivos absolutamente aleatorios. Por alguna razón que no entiendo, no puedo dejar de jugar. Quizá se deba al chute de adrenalina directo al cerebro, o a esa sensación de gratificación instantánea que te aguijonea viendo el cartel de "subyugación completa" una y otra vez. Por ponerlo en términos accesibles, Attack on Titan da mucho gustito, y absolutamente todo el mérito es de una mecánica básica, de un par de ideas que por sí solas no aguantan el peso de todo lo demás, pero se quedan sorprendentemente cerca de hacerlo. Es una proeza admirable.
Y por eso no puedo evitar acordarme de Eren. Concretamente, de una de las escenas que más me marcaron del anime: aquella en la que, jugándose la expulsión de la academia, intentaba día y noche no perder el equilibrio y mantenerse erguido en su equipo de prácticas. Repitió el mismo ejercicio innumerables veces, y cayó en todas ellas, pero finalmente lo consiguió. Tenía demasiado corazón como para permitirse fallar, aunque fuera la base la que estaba rota.