Avance de Bloodborne
"Has muerto".
Si habéis jugado a los Souls conocéis ese momento: ese principio en el que From Software ha colocado un enemigo más difícil de lo que suele esperarse de los minutos de entrada a un juego, y que a menudo sirve de presentación del infame cartel de HAS MUERTO. Es uno que en Bloodborne se ve a menudo, también; los que tengáis miedo de que el nuevo gusto del combate por la agilidad, el ataque sin cobertura, la esquiva constante, implique una menor dificultad podéis respirar tranquilos. Los que queráis introduciros en la serie a través de esta entrega porque parece más accesible, bienvenidos: lo vais a tener difícil, pero es un momento tan bueno como otro cualquiera para darle una oportunidad a la peculiar manera de diseñar RPGs de Miyazaki y compañía.
Mi primera hora en Bloodborne, la primera vez que he pasado por el proceso de crearme un personaje y afrontar la aventura, ha sido una interesante mezcla de familiaridad e ideas frescas. Para empezar, es la primera vez que llego a un Souls (vamos a considerar, en adelante, Bloodborne como parte o spin-off de los Souls) con un nivel de habilidad decente. Ahora me cuesta menos entender a aquellos que vieron tan claro que Dark Souls II era más fácil que el primero, y este que Demon's Souls: después de crearme un personaje, me topé con un lobo al que mis pobres ataques no hacían prácticamente nada. Desarmado, mis puños no tenían nada que hacer contra esa bestia; quizá porque ya sé, después de tantos años, esquivar con cierta eficiencia (y quizá porque los viales con los que recuperamos un poco de vida son bastante generosos), conseguí zafarme y escapar de él, y salir a la siguiente zona más o menos de una pieza. Seguí avanzando sin armas, matando con mucho esfuerzo a los enemigos que me encontraba en el camino, explorando (con algo de ventaja: el principio del juego se ha visto en algún vídeo) e intentando encontrar un arma para defenderme. Por puro agotamiento, después de un buen rato dando vueltas, acabé muriendo a manos de algún enemigo que me sorprendió tras una esquina.
Bloodborne es un juego más rápido, que promueve un combate más ágil y lo intenta combinar con enfrentamientos más densos, más pesados.
HAS MUERTO. Me quedó claro que From Software quería que el lobo me matara: en el espacio al que vamos cuando morimos (el equivalente onírico y desconectado del mapa principal, abierto e interconectado, de la Majula de Dark Souls II), unas almas en pena nos dan nuestras primeras armas, de filo y de fuego. Bienvenido a Bloodborne: morir es parte esencial del tutorial.
Es ahí cuando termina de quedar claro que Bloodborne es un juego más rápido, que promueve un combate más ágil y lo intenta combinar con enfrentamientos más densos, más pesados. El ataque ligero es más rápido, y el fuerte tiene varios tramos; los escudos brillan por su ausencia en la primera hora de juego, pero a cambio podemos frenar los golpes enemigos acertándoles un tiro con el arma de fuego. Me gustaría haber visto enemigos más grandes, quizá algo parecido a un jefe, para terminar de ver cómo se porta el combate y cómo están diseñados los combates más importantes; lo más parecido que pude ver fue ese bicho grande que golpea una puerta, la que se ve en el vídeo de la hoguera en la calle, y pronto me di cuenta de que ni siquiera era tan grande: solo me lo parecía por la falta de costumbre.
Un vistazo por los menús me dejó ver suficientes espacios como para que armas, armaduras e ítems repitan papel de importancia en Bloodborne. Sin haberle dedicado el tiempo que me gustaría, sí, me parece algo más fácil entrar, creo que se hace menos más tosco entender los tempos y pesos de nuestro avatar. Pero no, no me parece fácil; sigue siendo un juego exigente que nos pide dedicación, esfuerzo y atención, con el plus de que el cambio radical de universo añade nuevas variables, en forma de armas de fuego o en forma de nuevo vocabulario con el que referirse a cosas que ya conocíamos de antes.
Sigue siendo un juego exigente que nos pide dedicación, esfuerzo y atención, con el plus de que el cambio radical de universo añade nuevas variables, en forma de armas de fuego o en forma de nuevo vocabulario.
Quizá me interesa más el ambiente, el aire que se respira en la ciudad en la que comienza el juego; todas las preguntas que se nos lanzan en cuestión de media hora, y cómo intentando responderlas no es difícil llegar a otras preguntas nuevas y todavía más difíciles de responder. Uno de los triunfos más evidentes de los Souls es cómo construyen mundos que, interese más o menos la fantasía que proponen, siempre tienen suficiente de poético, de etéreo y de intangible como para alimentar la curiosidad. La ambientación urbana hace que el principio sea algo más tangible que en otros Souls: aunque el mapa de la ciudad es retorcido y nunca del todo normal, es más sencillo pensar en él con claridad que si aparecemos en una cárcel de un mundo del que no tenemos referentes claros, o en la casa de unas brujas en medio de un claro del bosque.
Ahí sigue estando buena parte de la gracia: en el morir y conseguir avanzar un poquito más cada vez que volvemos a la vida, con un poco más de experiencia en la mochila y aprendiendo a movernos con mayor soltura, casi sin darnos cuenta. Es ese aprendizaje bonito a medida que conocemos y descubrimos más del mundo y la historia del juego lo que más me ha gustado de mi primera hora con Bloodborne, una sensación que me recuerda a lo que sentí el año pasado con Dark Souls II y que todavía guardo en mi memoria con cariño como uno de los mejores momentos que pasé con un mando en la mano en 2014. Qué alegría poder volver a algo así, y además a algo que mezcla de manera tan interesante lo conocido con lo nuevo.