Avance de God of War Ragnarok
Winter is coming.
Si tuviéramos que quedarnos con una sola escena de God of War supongo que el voto popular daría como ganadora a la primera pelea contra Baldur, y es fácil entender los motivos. Como escena de acción, como demostración de músculo gráfico e incluso como ejercicio de caracterización de ambos personajes, la cálida bienvenida al vecindario del juego de 2018 no es solo la ensalada de ostias definitiva, sino la mejor carta de presentación posible para las posibilidades narrativas de un recurso, el plano secuencia, que hoy ya damos por sentado pero que supuso en su momento la apuesta más arriesgada y a la vez el hallazgo más meritorio del reinicio de la franquicia. La pelea contra Baldur, insisto, encapsula en cierto modo todo lo que el juego iba a ofrecer a partir de entonces y hasta que rodasen los créditos, y sin embargo yo prefiero quedarme con un momento que sucede justo después, tras el ruido y la furia, cuando la nieve virgen comienza a asentarse: me refiero, claro, a la pesada marcha de vuelta a casa. A ese Kratos ensangrentado y doliente, a su caminar lastimoso, a sus visibles signos de agotamiento. A un Kratos, en definitiva, vulnerable. Un Kratos que se hace mayor.
Creo que no se habla suficiente de la importancia de este momento. Ver hincar la rodilla al fantasma de Esparta implicaba no solo humanidad, sino algo mucho más ajeno a la franquicia hasta entonces: implicaba matices. Poder asociar el concepto de sutileza con aquel gañán hipertrofiado que hasta entonces encadenaba minijuegos de follar con mutilaciones grotescas fue algo transformador, y entonces llegó la lluvia de premios. En un momento discutiremos lo que aporta al medio una secuela que tiene de continuista todo lo que el original tuvo de rompedor, pero si Ragnarok pone algo de su cosecha es sin duda haber completado esa transformación. Porque el Kratos de aquel pesado camino a casa era un Kratos vulnerable, sí, pero tan solo en lo físico. El Kratos de hoy, el de todas esas escenas que por supuesto no revelaré pero que tocará recordar dentro de unos años, lo es en algo incluso más impensable. El Kratos de hoy tiene miedo.
Pero no teme a la enfermedad, ni a la muerte, ni por supuesto a ningún dios vivo o al ejército de alfeñiques que pueda lanzar contra él. Kratos no teme a nada que pueda rebanar con su hacha, pero antes que un luchador, antes que un dios incluso, Kratos es padre. Y ser padre implica vivir aterrorizado. Ya en 2018 vimos destellos de ese tipo de angustia cuando las cosas vinieron mal dadas, pero lo que hoy le impide conciliar el sueño es un temor menos apremiante, más sordo y más permanente; el dios de la guerra ahora le teme a la guerra misma, y tras meses devorando con angustia infinita los titulares cada mañana antes de vestir a mi hija no podría entenderle más.
También es un temor más cierto, porque la guerra puede evitarse pero la adolescencia no. Y creo que es poético que un juego que en 2018 sólo era el germen de algo prometedor y que ahora busca asentarse y alcanzar la madurez trate exactamente sobre eso mismo, sobre saber crecer, sobre encontrar tu sitio y sobre ser algo más que un eco de nuestros padres. God of War Ragnarok ya no es solo un juego acerca de la paternidad porque es tanto un juego sobre Kratos como sobre el propio Atreus. El hijo ya no es un mero artefacto del guión, ya no existe solo para causar los desvelos del padre, y es de esa lucha por el yo, por ser, por seguir su propio camino de donde nace el conflicto. “Deja de pensar como un padre y piensa como un general”, llega a espetarle una vez, pero ambos saben que es imposible. Kratos tiene miedo porque crecer implica equivocarse, y porque le gustaría ahorrarle a su hijo las consecuencias que él sí conoce demasiado bien.
También es interesante que Ragnarok hable de esto porque Ragnarok es ante todo un constante juego de espejos entre pasado y futuro, entre original y secuela, y porque lejos de intentar escapar de esa sombra de continuismo que lo acompaña desde el primer tráiler parece que disfruta abrazándola, exacerbando por todos los medios a su alcance esa sensación de más de lo mismo y reproduciendo pasajes y localizaciones como un hijo que imita al padre. Que lo que tenemos entre manos es una segunda parte que se juega, se ve y se siente prácticamente igual que la primera es una realidad que sólo negarán quienes insistan en ver vestido al emperador, pero hace falta un tipo especial de seguridad en uno mismo para subrayarlo de manera tan evidente. No es solo que los primeros compases del juego, una porción bastante generosa de las casi ocho horas que dedicamos a esta preview, transcurran literalmente en una versión ruinosa, decadente y helada de los mismos escenarios que abrían el juego de 2018 (hay una justificación argumental convincente, pero aún así); es que escenas y momentos prácticamente calcados se van sucediendo con puntualidad británica, convirtiendo a ratos a este Ragnarok en una suerte de Episodio VII, en un festival de la nostalgia calculadamente auto referencial que llega a tontear a ratos con la frontera de lo creíble.
Detalles no voy a dar porque estamos hablando de God of War y voy a ser más precavido con los spoilers incluso de lo que me permitiría el embargo de preview del juego, pero baste decir que en las primeras horas hay extraños llamando a la puerta, escenas con animales ante las que es complicado no perder la entereza y sí, también nuevas ensaladas de ostias que dejan a la que citábamos al principio a la altura de un Jägger vs Lolito. Resulta difícil no esbozar una media sonrisa cuando un paseo en barca por una cueva acaba por desembocar en un gigantesco hub acuático y en la posibilidad, verbalizada por Atreus, de ir al turrón o echar la tarde encadenando secundarias en sus orillas, pero aunque absolutamente todo suena a ya visto la cuestión es que absolutamente todo funciona. Y de ahí la seguridad, supongo. De saber que la línea entre el refrito y el homenaje la dibuja el potencial icónico de lo que se trae de vuelta, y es sorprendente comprobar de primera mano el que tienen lugares tan tontos y tan recientes como la cabaña de Kratos, la entrada del templo o el primer cruce de caminos en el que nos enseñaron como arrojar el hacha. Estamos hablando de sentir nostalgia por un tutorial de hace cuatro años. Pocos juegos pueden presumir de algo así.
Afortunadamente no todo es reciclaje y fan service, porque afortunadamente esa historia de la que no voy a revelar absolutamente nada pronto se mueve hacia nuevos reinos y hacia viejos conocidos, hacia Brock, hacia Sindri, hacia el omnipresente Mimir, y también hacia personajes con las que las cosas no acabaron tan bien. Todo ello es el motor de una búsqueda, la de Atreus, que pronto nos llevará a los veraniegos canales de Svartalfheim, a sus ciudades enanas, a sus minas, sus canteras abandonadas y sus entramados de carretillas serpenteando por las montañas, y es entonces cuando el juego resuelve de golpe y porrazo otra de las incógnitas que sobrevolaban a sus primeros materiales promocionales: la de su apartado visual y su condición de proyecto intergeneracional. Gráficamente, o mejor dicho técnicamente, el juego es prácticamente un calco de la versión parcheada para next gen del juego de 2018, pero esto es sobre todo mérito del portento que firmó Santa Mónica entonces. Ragnarok no es ningún salto generacional porque no se concibió para serlo, no ensaya ninguna implementación loca del trazado de rayos ni aprovecha las señas de identidad de Playstation 5 más allá de una resultona utilización del Dualsense, pero en este caso el diablo, o el olimpo, está en los detalles. Literalmente.
Porque Santa Mónica puede no tener un motor gráfico nuevo, pero tiene músculo humano y dinero. El resultado salta a la vista en cada panorámica, en cada vez que orbitamos incrédulos alrededor del protagonista y en el petróleo que saca ese plano secuencia constante de una arquitectura absurdamente compleja y de unos modelados detallados hasta el delirio. Pero sobre todo son las texturas. Recuerdo concretamente una pequeña plazoleta enana, y en una esquina una discreta casita con el techo cubierto por tejas de cobre. Lo natural hubiera sido pasar de largo, pero al acercar la cámara no pude evitar perder unos cuatro o cinco minutos observando maravillado como cada una de ellas estaba desgastada de manera diferente, con el metal bruñido de manera natural e imperfecta y sus surcos adoptando formas caprichosas sin atisbo ninguno de un origen procedural. Casi parecía que alguien se hubiera dedicado en persona a desgastar una a una aquellas pequeñas lenguas de mineral, y aunque puede sonar al típico capricho megalómano de este tipo de proyectos de gran presupuesto, el resultado al alejar la cámara es simplemente la realidad. Creo que no exagero si digo que es el juego con mejores texturas que he visto jamás en plataforma alguna.
Por suerte tiempo vamos a tener de sobra para apreciarlas, porque algo que sin duda llama la atención acostumbrados al tono y el ritmo habituales de esta franquicia sobre arrancarle los ojos de cuajo a la gente es el pisotón en el pedal de freno que supone su manera de entender la exploración, y sobre todo su alegría a la hora de articularla a través de puzzles. Y no es que la aparición de rompecabezas sea exactamente una novedad, pero desde luego sí lo es una frecuencia de aparición que acaba robándole el protagonismo incluso al combate. Obviamente esto no es una regla que esté escrita en piedra y hay secciones más moviditas que harán las delicias de los fans de las ostias muy tochas, pero por norma general progresar a través de algunos de los sospechosos habituales (minas, templos, islotes, ese tipo de emplazamientos) supone una equivalencia 1:1 entre estancias nuevas y engranajes atascados que hay que averiguar cómo liberar. De nuevo el juego jugando muy pegadito a la línea, y de nuevo sabiéndose capaz de hacerlo: si funciona, si no resulta cansino en ningún momento, es porque estos puzzles son realmente buenos. Al final, mira tú, era tan sencillo como eso.
La gran mayoría de estos rompecabezas implican no solo una capacidad considerable de percepción espacial, sino dar con usos cada vez más creativos de dos herramientas que en esta ocasión nos acompañan desde el principio: el hacha, es decir, el hielo, y las espadas del caos, es decir, el fuego. Son géiseres que al congelarse se convierten en plataformas, bombonas que explotan para acabar con barreras de mineral y son canales de agua que podrían redirigirse si consiguiéramos taponarlos, pero sobre todo es un pequeño campo de pruebas con el que irnos familiarizando con los mismos conceptos que van a salvarnos el culo cuando toque sacar las armas a pasear. Toca hablar del combate, por descontado, y si he empezado por aquí, por el hielo y el fuego, es porque esa dualidad de estados alterados (que también pueden afectarnos a nosotros, ojo), sus sinergias y los movimientos que los provocan pasan por ser, por el momento y a la espera de más armas que podrían unirse al arsenal más tarde, la principal novedad de un sistema exactamente igual de contundente que antes, sobre todo porque los combos, los comandos y las cadencias también son exactamente iguales.
Salvando algún especial que otro, y ante todo obviando un par de movimientos de carga que permiten acelerar las cadenas para incendiarlas o congelar el hacha para que haga lo propio, el combate en Ragnarok es esencialmente la misma coreografía de hachazos voladores, juggles salvajes y ejecuciones más salvajes aún, y es relativamente sencillo jugar de memoria. Por supuesto que vuelven los ataques rúnicos, por supuesto que la Ira Espartana funciona de la misma manera, y por supuesto que hay pequeños buffs que podemos ejecutar pulsando el bumper izquierdo y el círculo. No sé, quizá que la combinación de R1 y stick hacia atrás después de esquivar provoque exactamente el mismo lanzamiento en boomerang que hace cuatro años no sea la mejor manera de defender que este Ragnarok es su propia cosa, pero quiero pensar que hay margen para hacer debutar las nuevas ideas y que queda mucho juego por ver. Eso sí, muy agradecido desde ya mismo por la posibilidad de arrancar árboles de cuajo y utilizarlos para el control de masas. Es un detalle.
Como también lo son, pero poco, las tímidas mejoras de calidad de vida que incorpora un sistema de progresión que sabe a oportunidad perdida, porque si de algo debería haber servido este poso de madurez era para sacudirse las cadenas que más le pesaban al original: las de esos “toques RPG” tan de la pasada generación que convertían en un fastidio importante la gestión de un inventario innecesariamente complejo. No hablo de simplificar, sino de optimizar, y de un ejercicio de pulido y navegabilidad que aquí se ha obviado en favor de medidas tan anecdóticas como hacer las barritas de las stats de fuerza y defensa más grandes que las de sus compañeras. Puede que me equivoque, puede que ese infierno de pomos de la condenación +15 fuera un diseño minimalista ejemplar y puede que hubiera fans apasionados de su engorrosa manera de equiparse modificadores, pero creo sinceramente que ha faltado valor aquí y que nadie se hubiera enfadado si subir de nivel el ataque rúnico ligero hubiera implicado ahora moverse por menos de cinco pestañas. Y aún así, lo habéis adivinado: funciona. Aunque diría que en este caso es un asunto de familiaridad y memoria muscular más que cualquier otra cosa.
Y sí, siento que me repito, pero es que es lo que hay: God of War Ragnarok ante todo funciona, y si decía antes que negar su continuismo es estar un poquito ciego, creo que lo mismo sucede con la rotundidad de su fórmula y su contundencia a prueba de bombas. Joder, hay muy muy pocos juegos más contundentes que este. God of War era una base suficientemente sólida como para construir catedrales sobre sus hombros, y creo que en el fondo habla bien del medio, o de su madurez, el hecho de que las secuelas ya no tengan que entenderse como un electrodoméstico repleto de nuevas funciones y puedan limitarse a contar una nueva historia. Pero apostarlo todo a esa carta implica que esa carta sea un as, y ahí puede estar la diferencia entre funcionar y emocionar. Y por eso, para terminar, quiero recordaros otra escena del original: aquella en la que Kratos extendía la mano para acariciar a su hijo en el hombro pero se arrepentía al final. Eso es lo que hizo a God of War inmortal. Es ese tipo de sutileza, de elegancia, esa manera de tratar la vulnerabilidad y los silencios la que distingue a los juegos con los que te lo pasas pipa de las obras maestras que se te agarran al pecho durante toda la vida, y de esas escenas todavía no he encontrado ninguna. Espero hacerlo, porque ya os adelanto que sin armas nuevas puedo vivir. Aquí, y ese es el verdadero mérito de God of War, hemos venido a otra cosa.