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Avance de This War of Mine: The Little Ones

Inocencia interrumpida.

Espero no herir sensibilidades, pero creo que a estas alturas del partido nadie se llevará las manos a la cabeza ante la idea de que la industria del videojuego está obsesionada con lo militar. Y no me refiero solo a la representación de la guerra, a los marines espaciales o al pew pew pew en general, porque la simulación del conflicto armado como base para crear sistemas de juego es tan antigua como el ajedrez y porque no seré yo el que ponga objeciones a un buen deathmatch de toda la vida. Algo tan vago y disperso como un juego de tiros no tiene por que encerrar ninguna maldad, pero de un tiempo a esta parte ciertas sagas se empeñan en presentar una visión de la guerra que tiene mucho de glorificación, bastante de propaganda encubierta e incluso cierto aroma a maniobra de reclutamiento; una guerra en la que manejas juguetitos carísimos, le das lo suyo a los malos y nadie se para a explicarte lo que sucede en realidad cuando recibes un tiro en el pecho y te arrodillas tras unos escombros esperando recuperar salud. Este mismo febrero, Dan Pearson publicaba en Gamesindustry un reportaje acerca de los vínculos entre el videojuego y el aparato de reclutamiento del ejército estadounidense donde, además de desgranar casos como el de America's Army, mencionaba como en países como Suecia y Noruega se han dado casos de reclutadores visitando LAN partys para informar a los niños (incluso de 12 años, afirma) de su futuro como pilotos de drones. Creo que es más que suficiente para que a cualquiera se le hiele la sangre.

Así el panorama, This War of Mine irrumpió el año pasado como una respuesta, casi podría decirse que un anticuerpo, del propio medio frente a quienes quieren utilizarlo para fines bastante más siniestros que cualquier escena que el juego pueda contener. Como un representante orgulloso de esa nueva ola que ha sabido ver el potencial del videojuego y de la interactividad para plantear debates y remover conciencias, el juego de 11 Bit Studios es una bofetada en el alma que habla de lo que hay que hablar: de que la guerra, cualquier guerra, es una obscenidad, y de que quienes más la sufren no son los contendientes, sino los civiles atrapados en el fuego cruzado, esos que en otros juegos no aparecen porque estaría feo o que de hacerlo se limitan a cruzar la calle haciendo aspavientos mientras vaciamos nuestro lanzagranadas contra el escaparate de un puesto de helados. Ya en su versión original, y tras la clásica mecánica de crafteo, recolección y supervivencia vista en títulos como Don't Starve o el mismísimo Minecraft, el juego escondía decenas de descarnadas historias sobre sobre locutoras de radio o jóvenes promesas del atletismo cuya vida se había evaporado cuando comenzaron a caer las bombas. En esta nueva encarnación para consolas de sobremesa, sin embargo, la apuesta se ha elevado hasta la última línea que quedaba por cruzar: los niños de la guerra.

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Resulta difícil explicar con palabras el impacto emocional que puede llegar a alcanzar el juego, así que dejemos que hable por sí mismo imaginando una partida cualquiera. Tras seleccionar un grupo de varios supervivientes, cada uno la cara de una terrible historia de pérdida y familias destrozadas, amanecemos en una casa en ruinas, en un punto aleatorio de una ciudad indiferente, en una guerra indiferente. Desde una perspectiva lateral dividida en estancias similar a un Fallout Shelter o al centro de operaciones de un XCOM comenzaremos a explorar los restos del edificio, aunque en un principio no podremos hacer gran cosa porque los bombardeos lo han destruido todo y la mayoría de las habitaciones están sepultadas bajo enormes pilas de escombros. El grupo tiene hambre, y frío, y a nuestra disposición solo tenemos unas cuantas raciones, un hornillo cochambroso y un banco de trabajo desde donde elaborar utensilios y juntar unos tablones para fabricar algo parecido a un camastro. Tras evaluar la situación vamos asignando tareas al grupo, dejando en manos del cocinero aficionado preparar algo para matar el hambre mientras nuestro hombre menos enfermo se encarga de retirar uno a uno los cascotes que bloquean el acceso al salón, con la esperanza de encontrar un poco de aceite y quién sabe si algunas medicinas. No tenemos demasiada suerte, así que al caer la noche toca volver a repartir las tareas: alguien deberá echarse el equipo a las espaldas y salir a buscar suministros por las casas vecinas, mientras el resto se sortea el colchón y el menos afortunado pasa la noche en vela para alertar a sus compañeros en caso de que otros supervivientes decidan intentar lo mismo con nosotros. Y así van pasando los días, efectuando pequeñas incursiones, engañando al hambre e incluso permitiéndonos alguna pequeña frivolidad, como una guitarra española, un transistor o un pequeño rinconcito para leer. Hasta que una noche, en una de las incursiones, encontramos a una pareja de ancianos, desarmados, con los medicamentos y las latas de conserva que tan desesperadamente necesitamos.

Si todo esto suena demoledor, imaginad el impacto al añadir niños a la ecuación. Niños que pueden venir acompañados de un adulto, por ejemplo con un abuelo herido, o que pueden aparecer solos en nuestra puerta, buscando alguien que les dé cobijo. En el último diario de desarrollo del juego, el equipo habla de inteligencia artificial, mostrando a cámara los enormes diagramas de flujo que gobiernan la manera en la que los chavales establecerán relaciones con el resto de habitantes, llegando a formar vínculos realmente fuertes con algunas personas en el caso de que estas dediquen tiempo a forjarlos. Lo que no explican es el vínculo que se forma con el jugador, y la responsabilidad a la hora de intentar preservar la inocencia de alguien que, más que nunca, no tiene culpa de nada. Y es ahí donde el juego (subrayemos esta palabra) propina su golpe más devastador: al enfrentar sus mecánicas, sus árboles de desbloqueo y su frio ciclo de fabricación y obtención de recursos con el componente humano. De manera similar (aunque incomparablemente más despiadada) a lo que vimos en el también portentoso Gods Will be Watching, puede haber una manera óptima de organizar el sistema, y puede que en determinado momento sea más inteligente invertir nuestros recursos en mejorar el módulo de construcción, pero hay que tenerlos muy bien puestos para dejar que un niño hambriento duerma en el suelo.

Supongo que en este momento tocaría hablar del aspecto gráfico, de la adaptación del control o de novedades como el editor de personajes o una modalidad de configuración de escenarios que nos permitirá elegir la disposición de otros asentamientos y su grado de agresividad. Seré breve: los añadidos, sin ser una revolución, se agradecen, el control es algo puñetero (especialmente ante escalerillas o desniveles) pero está todo lo bien resuelto que cabría esperar, y tiene exactamente el aspecto que debería tener. Es deprimente, es malsano, y transmite una terrible sensación de soledad. Credenciales que entiendo que puedan echar para atrás a quienes esperen pasárselo bomba, y no sin falta de razón. Aun así, es un juego que hay que jugar. Porque de la misma manera que es imposible preservar para siempre la inocencia de los niños, tenía que llegar el momento en que terminara la de nuestro medio. Hemos tenido tiempo más que de sobra para pasárnoslo bien, y puede que sea hora de que nos tomemos algo en serio.

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