Análisis de Bayonetta 1+2
Fly me to the moon.
Minutos antes de que comience la carnicería, un breve redoble de batería da paso a un furioso rock and roll interpretado por tres chicas con los pies descalzos. No es una escena típica de una película de samuráis, pero quizá lo sea menos su conclusión, esa en la que dos katanas se cruzan al compás de una guitarra flamenca, una línea roja cruza la nieve y alguien cae de rodillas, pidiendo disculpas por haber subestimado al rival. Es, desde su inicio a su conclusión, una secuencia atípica, desobediente, un baño de sangre y de referencias que aturde por su violencia pero maravilla por su libertad. Hay cámaras lentas, zooms, encuadres salvajes y chorros de sangre que no desentonarían en una producción de la Troma, y a nadie le importa lo más mínimo mantener una coherencia interna; hay humor cuando no toca, y fragmentos de blanco y negro, y ceremoniosas sentencias leídas en japonés que preceden a unos azotes y una secuencia de lucha en dos dimensiones. Un clásico del soul comienza a sonar mientras la hoja rebana brazos y piernas, y el único motivo es que queda bien: es todo estilo, forma, impacto y color. Son ochenta y ocho trajes negros contra un torbellino amarillo.
No es difícil adivinar la película, y huelga decir que no estoy hablando de Bayonetta. El asunto, sin embargo, es que podría hacerlo: tampoco es especialmente común enfrentarse a unos cuantos enviados del cielo al ritmo de Frank Sinatra ni disparar salvas de balas que formen un corazón.
Y es que Bayonetta es nuestra Uma Thurman, nuestro torbellino particular, y la heroína que el videojuego necesitaba. La de ese medio hecho de fantasía pura, que siempre ha contado con armas de sobra para ganarle al cine y aun así sigue empeñándose en obedecer y copiar sus reglas. Hace falta un tipo especial de creador para atreverse a desobedecer de manera tan militante y deliberada, y por fortuna el videojuego tiene a Hideki Kamiya, un tipo capaz de mearse en su propia lápida mientras ruedan los créditos iniciales. Un tipo, como Tarantino, obsesionado por las referencias y la cultura pop, un hijo del posmodernismo que mezcla sin complejos a Kafka con Sailor Moon y que comparte con el primero un credo que define Bayonetta desde la misma raíz: la narración es un mero vehículo para la estética. Es algo que queda claro desde el mismo comienzo del primer juego, en una declaración de intenciones que su secuela repite con idéntico resultado: dos figuras femeninas caen por un abismo en apariencia insondable, una horda de enemigos desata el infierno a nuestro alrededor, y por encima del ruido y la furia una voz en off intenta explicarnos algo. Se supone que el objetivo es ponernos en antecedentes, pero la narración es intencionalmente confusa y la cámara no deja de girar en ningún momento. No hay tutoriales, ni listas de combos, solo un mazazo en la cara y desorientación. Esto es Bayonetta: algo apremiante, cinético, épico y a la vez hermoso, y debes hacer las paces con ello antes de saber nada más. En su audio comentario del juego, el propio Kamiya afirma que "es posible que la voz del narrador no se oiga o no puedas leer los subtítulos, pero creo que eso está bien. Si te interesa leer siempre puedes volver a jugar la escena". Lo importante no es el qué se cuenta, lo importante siempre ha sido el cómo.
Resulta significativo (y bastante gracioso) que un par de minutos antes el japonés se disculpe por su supuesta falta de técnica. A fin de cuentas él es su padre, pero ni un vídeo destinado a explicar los entresijos de su diseño es excusa para olvidarse de jugar bonito: Bayonetta debe jugarse así siempre, porque Bayonetta es la madre que te persigue zapatilla en mano cuando llegan las notas a casa. Es exigente, pero solo porque sabe que puedes hacerlo mejor y porque se ha partido el alma para asegurar que tengas todas las oportunidades del mundo. Por eso no duele repetir y repetir la misma pelea en la búsqueda del Platino Puro, la mínima gentileza que se puede tener para con un estudio igual de obsesivo y perfeccionista. Por eso, y porque por encima de toda esa estética y toda esa actitud solo reina un concepto: el control. El control como herramienta, como método de expresión, encarnado en un sistema de combos que siempre deja una salida abierta y que ignora deliberadamente las medias lunas, las pulsaciones triples y demás obstáculos artificiales. Si no fluye libre, si entorpece la comunicación directa entre juego y jugador, está fuera. Intentaré ilustrarlo con unos cuantos ejemplos.
Bayonetta es exigente, pero solo porque sabe que puedes hacerlo mejor y porque se ha partido el alma para asegurar que tengas todas las oportunidades del mundo.
Todos empiezan por un puñetazo, porque en Bayonetta un puñetazo puede dar pie a cualquier cosa. Podemos encadenar unos cuantos pulsando el botón de manera frenética, una combinación barata pero efectiva que funciona si el enemigo viene de frente, pero el enemigo podría saltar. Si esto sucede, solo es necesario hacer una pausa: dos puñetazos, un silencio, un puñetazo y Bayonetta se eleva en un remolino, dispuesta para descender cual hoja de guillotina si es que cerramos con una patada. Si la patada llega antes, en el lugar de la pausa, el movimiento inicial da pie a un nuevo baile que incluye barridos, ataques circulares en vertical y un colofón en la forma de un gran tacón demoniaco; si llega en cuarto lugar, el árbol vuelve a expandirse, y el taconazo final golpea el suelo hasta dos veces en lo que es sin duda el movimiento más visceral y satisfactorio que recuerdo en el género. Todo puede cambiar en cualquier momento, todo puede corregirse, puede ajustarse, puede adecuarse a la situación; un movimiento da pie a decenas, va matizándose en caliente según las bolas que el juego nos lance, y pese a que estas se cuentan por cientos pronto olvidamos lo que era machacar botones. Todo es cuestión de cadencia, como en los juegos de ritmo: puño, puño, puño, patada, pausa, puño, mientras el mundo se desmorona a tu alrededor. El orden dentro del caos.
Hablo de su segunda entrega, por motivos evidentes más reciente en la memoria física y muscular, pero la elección es indiferente: ambos juegos cuentan con un surtido de combinaciones tan rico y tan sutilmente trufado de diferencias como para justificar otros doscientos párrafos de la misma calaña. Es parte de la magia: son juegos diferentes pero se sienten como una unidad, como un conjunto de principios que uno plantea y otro matiza, como una indivisible curva de iniciación. Sí, es cierto que hay diferencias, y aunque podríamos pasarnos toda la tarde debatiendo sobre las implicaciones de esa transformación en pantera que la secuela nos otorga desde el principio o sobre los pros y los contras del clímax de umbra frente a los ataques tortura de toda la vida, creo que siempre es bonito dedicar unas líneas a la verdadera piedra angular sobre la que se construyen ambas catedrales: el tiempo bruja, un concepto del que me cuesta hablar sin emocionarme. Su definición larga es "un estado de ralentización temporal producido al esquivar con el timing correcto que permite a la bruja jugar aún más con sus enemigos durante un breve lapso de tiempo", y la corta bien podría ser "diseño de videojuegos". Diseño puro, simple, perfecto, quizá el mejor ejemplo desde el champiñón y las tuberías. Es adictivo, es directo, ilumina zonas de tu cerebro. Es la razón por la que todos volvemos.
Es una nota más de la partitura, el colofón a un sentido del ritmo que el juego tiene como religión. Por eso tiene sentido que lo aplique así, con ceremonia, desvelando a cada nuevo enemigo en la forma de un tomo sagrado acompañado de música angelical. Es el ritmo aplicado al propio contenido, un combo imparable y constante de nuevas situaciones que resolver a ostias, aunque en el fondo cada una de ellas funciona como un pequeño puzle. Los hay explícitos, claro, de los de llaves gigantes y fosos infranqueables en apariencia, pero dejando de lado lo anecdótico de la exploración el verdadero rompecabezas suele venir en la forma de una plaza, dos callejuelas, cuarenta seres inexplicables y una medalla al final. Devanarse los sesos para batir cada crono sin sufrir daños mientras mantenemos el contador técnico al máximo (poca broma) es y será la verdadera salsa de la franquicia pasen los años que pasen, y es un principio que ambos juegos explicitan respectivamente en Alfheims y Muspelheims, los cariñosos exámenes sorpresa que esconde esa repisa a la que no quisiste saltar o ese ángulo de cámara que nadie se plantearía. Ahí, en la forma de veinte enemigos que aniquilar sin tocar el suelo o bajo unos efectos concretos, está la rejugabilidad, si es que alguien necesita de más excusas que un juego casi perfecto.
Nunca es mal momento para descubrirlo, pero esta oportunidad también es para veteranos: es importante llevar Bayonetta encima, porque siempre apetece volver a él.
No suelo prestarles demasiada atención. Es una cuestión personal, y entiendo a quien disfrute forzando sus propios límites, pero como digo creo que la receta es demasiado redonda como para jugar a ponerle o quitarle cosas. De alguna manera estos episodios (totalmente opcionales, insisto) me resultan extraños, algo así como interrupciones artificiales en una sucesión de acontecimientos que no apetece interrumpir porque siempre va a más. Del argumento en sí no creo necesario hablar, y no por irrelevante, sino por todo lo comentado al principio: brujas con amnesia, prestamistas infernales, piedras gemelas, señoras estupendas que van en moto por las paredes, todo ok, pero lo realmente importante es que el primer juego comienza luchando vestida de monja en un cementerio y el segundo lo hace sobre las alas de un F-14. Por eso en el fondo son el mismo juego, porque comienzan arriba y siguen subiendo. Cada nueva ocurrencia deja en pañales a la anterior, y siempre me ha gustado bromear con la figura de Hideki Kamiya apareciendo en la oficina sudoroso y descamisado, explicando a la cuadrilla con los ojos inyectados en sangre la idea que le sobrevino la noche anterior. Puede que de ahí venga lo de la ceremonia, los libros sagrados y las fanfarrias: si a mi se me ocurrieran esas cosas estaría igual de orgulloso.
No es para menos, porque subestimar Bayonetta resulta fácil pero es un tremendo error. Resulta fácil perderse en la violencia y la adrenalina, en los diálogos descabellados o los monstruos de siete cabezas, y pensar que es solo un juego de acción. Lo es, y quizá el mejor de todos los que se han hecho, pero lo importante son los motivos. Lo importante es el descaro, la libertad, el diseño, y ese juego que juegas al límite de tus fuerzas por orgullo, pero también porque no puedes concebir que ella no lo haga perfecto. Un juego que ya ha trascendido a su soporte, y que en Switch o donde se tercie (ya que sacamos el tema, como port es fenomenal: quizá cueste un poco acostumbrarse a jugar en una pantalla pequeña, pero a nivel de tasa de frames y sobre todo conectada al dock creo que podemos hablar de una versión ideal. Benditos sean.) resulta casi una necesidad. Nunca es mal momento para descubrirlo, pero esta oportunidad también es para veteranos: es importante llevar Bayonetta encima, porque siempre apetece volver. Y es curioso, porque conozco una película sobre katanas y nombres garabateados en una lista con la que me pasa lo mismo.