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Bioshock Infinite

Knocking on heavens door?

Bioshock Infinite, tercera entrega de la prestigiosa franquicia de 2K Games, constituye con casi total seguridad el lanzamiento que mayor polvareda mediática ha levantado en lo que va de año. Un juego que llega precedido por una expectación enorme, auspiciada por el indiscutible talento del estudio de desarrollo y fomentada en buena medida por el éxito de los episodios anteriores -especialmente el primero de ellos- así como por el continuado goteo de vídeos que dejaban entrever un fantástico paraíso en las nubes forjado a base de rectitud inquebrantable, dios, patria, racismo inmaculado y violencia soterrada.

En este sentido Bioshock Infinite no decepciona en absoluto. Columbia, la ciudad exiliada en el cielo -circunstancia que a mi entender resta profundidad crítica al título-, es un fascinante generador de postales en serie. Una factoría de atardeceres hipnóticos, de esos que remiten automáticamente al recuerdo de algo o de alguien, y de luz que es posible acariciar con la punta de los dedos. Es realmente impresionante el mimo técnico y artístico que transpira cada polígono del juego y su potencia como instrumento, ya no sólo estético, sino también narrativo. Infinite confía ciegamente en la inteligencia del jugador para interpretar un lenguaje audiovisual puro y en su capacidad para aprehender el significado que subyace siempre tras cada muesca del escenario por minúscula o fugaz que sea. En el cielo de Irrational nada es absolutamente gratuito y todo cómo tiene un por qué. En este sentido, Columbia es una afinada máquina de contar historias en la que todos y cada uno de sus engranajes están al servicio de la atmósfera y la narración.

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Por desgracia poco más puede añadirse en favor del título. El principal interés de Irrational consiste, al parecer, en esbozar un universo prodigioso para situar en él un cuento de príncipes y princesas con trasfondo histórico y final made in Night Shyamalan, siendo la jugabilidad un estorbo, no a erradicar, pero sí a reducir a su mínima expresión. Basta encender la consola, ese aparato que una vez sirvió para jugar, y calentarla unos minutos para comprobar que tras la espléndida superficie cincelada por Irrational existe la nada interactiva más absoluta. Un gigantesco abismo lúdico que termina convirtiendo a Infinite en un grandilocuente ladrillo digital. Analicemos en detalle su propuesta para comprender mejor las causas de este auténtico desaguisado en código:

  1. Rol: En términos generales se considera que Bioshock viene a ser una suerte de sucesor espiritual de System Shock, una serie que combina rol y acción en primera persona y cuya segunda entrega es considerada por muchos como obra cumbre del género. Las similitudes entre ambas franquicias van, sin embargo, poco más allá de las formas y el nombre, ya que las mecánicas roleras en Bioshock siempre han sido tibias. Aquí no existen habilidades per se, sino power-ups de quita y pon que obtendrás explorando el entorno y que están disponibles para ser equipados en todo momento y sin limitación alguna. La capacidad del jugador para definir al personaje prácticamente desaparece y, con ella, la conexión lúdica que pudiera establecerse entre ellos. En Columbia tienes acceso a la rueda completa de magias con sólo pulsar el gatillo izquierdo, circunstancia que podría contribuir al menos, ya no a un ejercicio estricto de rol, pero sí a introducir, como hacía la primera entrega, cierto componente estratégico en los combates, pero esto es algo que no sucede. El superávit de artillería y la discreta dificultad del título permiten resolver las refriegas a tiro limpio y sin necesidad de recurrir a los poderes del protagonista, que devienen, así, en mecánica fracasada. No deja de resultar llamativo hasta cierto punto el hecho de que un estudio que estuvo tras el desarrollo de un título de rol tan complejo y rico como System Shock 2 haya evolucionado hacia fórmulas en las que el poder de decisión del jugador se limita prácticamente a la disyuntiva entre incrementar escudo, vida o magia.

  2. Acción: Este es el otro pilar jugable en el que se asienta Infinite, aunque bien podría afirmarse sin temor a caer en la exageración que es el único, ya que más allá de amagos roleros y de la exploración de papeleras, la interacción que propone Irrational se queda en poco más que en ensaladas de tiros. Un minimalismo lúdico que resulta admisible cuando viene acompañado de cierta solvencia o solidez, pero no es el caso: escasa variedad de enemigos, inteligencia artificial deficiente, ausencia de un sistema de coberturas o de algún tipo de aprovechamiento del entorno más allá de los socorridos charcos de aceite... El auténtico drama de Infinite no radica en su condición de shooter con complejos, sino en el hecho de ser un shooter anticuado. Posiblemente cualquier tiroteo en las calles de Columbia lo habrás vivido infinidad de veces, porque ya fue diseñado otras tantas. La presencia de raíles permite, eso sí, desplazamientos rápidos y contribuye a imprimir dinamismo y verticalidad a las refriegas, aunque resulta complicado hacer diana desde ellos a causa de la velocidad. Aquí el juego quizás habría agradecido algún tipo de habilidad "bullet time" que el estudio no ha tenido a bien introducir.

  3. Exploración: La investigación de escenarios que propone Infinite tiene por objeto principal el que te sumerjas en su universo y accedas a sus múltiples detalles visuales y sonoros. Se trata de una faceta que más allá de la obtención de vida, magia o munición, vive por y para la narrativa, premiando al curioso con retazos de historia. El trabajo artístico de los escenarios es fantástico, aunque peca de poco interactivo, se siente a veces cartón piedra y tiende a saturar debido a la reiteración de elementos (papeleras, escritorios, etc.). Por otro lado, acción y exploración están absolutamente desligadas la una de la otra, de manera que en ningún momento llegan a unirse para dar lugar a algo diferente, sucediéndose de forma continuada en una suerte de ciclo aprovisionamiento-consumo de recursos.

  4. En Bioshock Infinite eres, literalmente hablando, inmortal. En caso de sucumbir al combate, cosa harto difícil, Elizabeth acudirá presta a resucitarte, por lo que reaparecerás en el mismo lugar al instante y de una pieza, con la salud ligerísimamente mermada y unos dólares de plata menos en el bolsillo. El daño causado al enemigo, eso sí, se mantendrá, lo que contribuye de forma decisiva a consumar el disparate: la muerte en Columbia no sólo no penaliza, sino que otorga cierta ventaja. Esta lamentable circunstancia borra de un plumazo el más mínimo atisbo de tensión, dilapidando así la experiencia de juego, y recuerda poderosamente a las polémicas cabinas de la primera entrega -solventadas más tarde por el propio estudio vía parche-. El indudable apego de Irrational hacia la inmortalidad permite abundar en la idea de que probablemente le interesen los elementos puramente narrativos antes que los jugables, pero la premeditación no es excusa, como he leído en algunos medios y análisis, para la calidad. La justificación de un resultado final apelando a la intencionalidad del creador es una peligrosa regla de tres que permitiría catalogar a Pearl Harbor como de incontestable obra maestra alegando que el interés de su director no radicaba en narrar una buena historia o en narrarla bien, sino en coreografiar espectaculares escenas de guerra.

  5. La curva de dificultad es digna de estudio. En nivel normal -el que el título trae por defecto- Columbia es un auténtico paseo por las nubes que se aplica con tesón para que el jugador alcance su desenlace, momento en que súbitamente y sin previo aviso se da bruces con un aparatoso combate para el que el juego no le ha instruido de manera adecuada con anterioridad. El noventa y nueve por ciento de tus muertes en Infinite tendrán lugar, por tanto, durante los últimos instantes del viaje y pondrán en serio peligro la integridad de tu consola y la de la ventana del vecino de enfrente. Con todo y más allá de este pasajero calentón final, el principal hándicap del juego radica en el hecho de que su irrisorio nivel de exigencia acaba por cruzar la línea que separa lo accesible de lo contraproducente, convirtiendo en inútiles buena parte de sus mecánicas. Cada giro del disco en el lector transmite la impronta de fachada lúdica compleja que oculta una realidad elemental. Puedes prescindir de tus poderes -y en ocasiones, incluso de tu pólvora- para vencer, por lo que las sinergias magia-entorno de la primera entrega se pierden. El propio estudio, previendo sin duda esta circunstancia, tratará de reconvenirte si eres de los que prefieren la artillería a los hechizos mediante un texto en pantalla que indica: "¡No olvides usar tus poderes!" Aún me estoy preguntando ¿para qué? Esa es, bajo mi punto de vista, la distancia que existe entre un diseño nefasto y otro competente. El primero dejará la utilización de sus mecánicas al capricho del jugador. El segundo, en cambio, le impondrá la necesidad de explotar todas y cada una de ellas y, además, de hacerlo con un mínimo de habilidad o criterio.

  6. El personaje de Elizabeth, una de las promesas más atrayentes y publicitadas por el estudio de desarrollo, sólo puede ser calificado como de sonora decepción. Lo que en principio iba para IA revolucionaria con la que establecer un sólido vínculo jugable -y, por tanto, emocional- queda al final en competente mula de carga presta a suministrar recursos a la que pulses X y cuyo mayor mérito consiste en pasar desapercibida. Narrativamente la cosa va poco más allá de un espléndido momento íntimo y puntual con guitarra de por medio y de fugacidad desesperante. Recordar en este sentido aquellos deslumbrantes vídeos del ya lejano E3 de 2011 que la mostraban colaborando activamente con DeWitt a través de mecánicas que finalmente no están presentes en el juego y por las que el título obtuvo en cierta medida los premios de la crítica a mejor juego de la feria, mejor juego original, mejor juego de PC y mejor juego de acción/aventura. Un hecho que no deja en buen lugar al estudio, que alardea a día de hoy de laureles que no se corresponden con el contenido final, ni a una industria con una inusitada tendencia a mirarse al ombligo y una alarmante propensión a conceder galardones en base a promesas en lugar de realidades.

Bioshock Infinite supone en definitiva una inversión radical de los términos, en el sentido de que prioriza de manera absoluta la narrativa sobre la interacción. Su convicción en este sentido puede resultar admirable, pero hace que el deseo de continuar partida no nazca tanto del disfrute que otorgan sus mecánicas, como de la curiosidad que suscita el devenir de la trama. Esta fórmula no es algo necesariamente negativo en sí mismo y, de hecho, resulta frecuente en la industria actual, pero llevada al extremo de descuidar el componente lúdico puede llegar a convertirlo en un aburrido estorbo que se interpone entre el jugador y el desenlace de la historia.

Personalmente opino que existe un paralelismo muy acusado entre el cine actual y la industria del videojuego. Hoy los límites prácticamente han desaparecido. Gracias a la post-producción y los efectos digitales es posible plasmar en la pantalla de una sala de cine cualquier imagen que el cerebro humano sea capaz de concebir por fantástica que sea. Esta impresionante herramienta técnica se destina, sin embargo, a la producción en cadena de montañas rusas visualmente impresionantes, pero vacías de contenido y que proponen una y otra vez la misma historia adocenada. Algo así sucede también en la industria del videojuego. La potencia actual del hardware hace posible explorar mecánicas impensables hace años y establecer nuevas formas de interacción. Nuevas formas de conectar al jugador con universos ficticios e inteligencias artificiales que parezcan más inteligentes y menos artificiales. En lugar de ello se reciclan mecánicas más viejas que la tos, simplificándolas, incluso, para aumentar el público objetivo, y se destina el grueso del presupuesto a potenciar apartados gráficos. Aquello que entra por los ojos y que asegura, por tanto, una cifra de ventas generosa en ceros.

No tengo absolutamente nada en contra del entretenimiento inofensivo. Creo que una industria madura y que pretenda sobrevivir ha de poner a disposición de su público una oferta amplia y adaptada a todo tipo de paladares. Soy el primero en cargar cada sábado a la tarde con un gigantesco cubo de palomitas hacia mi butaca de la fila treinta y cinco o en pulsar el botón start de un shooter que apesta a genérico tras un día jodido en la oficina. Lo que no soporto, sin embargo, es que pretendan venderme esa misma moto atiborrada de trasfondo y erudición -con sonrojante autorreferencia incluída- para otorgarle una apariencia de complejidad y trascendentalismo de chichinabo tras la cual se esconde un shooter ramplón, conservador como él sólo, construido en base a mecánicas de hace veinte años y cuya única preocupación radica en llevar de la mano al jugador hacia el final de una historia de redención. Redención, eso sí, a tiro limpio, que oye, al fin y al cabo esto va de vender juegos.

Me resulta en este sentido llamativo el entusiasmo que ha generado Bioshock Infinite en determinados medios, que no han dudado en calificarlo como de clásico instantáneo, auténtica revolución digital o fascinante ejercicio de metanarrativa y simbolismos varios basados en la numerología. Con todo, y sin entrar a cuestionar la indudable capacidad estilística del juego, lo cierto es que en 1993 Doom ya sentó cátedra manejando el lenguaje de la pólvora, Alone in the Dark ya jugaba en 1992 a esconder retales de historia en los inquietantes rincones de Derceto y hace tiempo que Silent Hill 2 mostró la oscuridad del alma humana en habitaciones de hospital empapadas en pecado.

En lo referente a la numerología, nunca he sido de simbolismos matemáticos, ya que entiendo que no siempre son premeditados y con frecuencia habitan en la entusiasmada cabeza del espectador antes que en la del creador. En cualquier caso, y ya para ir terminando, he de decirles que si suman ustedes el número de veces que aparece la palabra "jodido" en este texto obtendrán la cifra exacta de la Santísima Trinidad, las ocasiones en que las aguas del Jordán fueron partidas, las mentiras pronunciadas por Pedro antes de que el gallo cantara dos veces y las entregas de Star Wars que es posible contemplar sin que a uno le brote un sarpullido. Por no hablar del número de whiskys dobles que tuve a bien atizarme tras finalizar el juego que nos ocupa. En fin, qué les voy a decir a ustedes. Ken Levine es un jodido genio.

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