Nuestras primeras treinta horas en Bloodborne
Nos adentramos en Yharnam.
Nota del editor: Este artículo recoge nuestras impresiones tras cuatro días jugando a Bloodborne. Publicaremos la versión definitiva del análisis a mediados de esta misma semana, una vez el juego esté a la venta y hayamos podido probar en condiciones los servidores y algunos elementos online que todavía no funcionaban al 100%.
El contador marca ya las veintitantas horas de juego. Has luchado contra licántropos, ogros, perros rabiosos, brujas, masas enfurecidas y bestias deformes para la que todavía no hemos inventado nombres. A veces ganas tú; a veces ganan ellos. La mayoría de las veces son ellos. Con dificultad, y a base de pura cabezonería, has conseguido irte abriendo camino en Yharnam, la ciudad infectada donde se desarrolla la mayor parte de la acción de Bloodborne y uno de los escenarios más asfixiantes y hostiles que podemos encontrar hoy en día en un videojuego. Has aprendido a que ningún lugar es del todo seguro, la tensión sostenida está a punto de quebrarte los nervios y, a pesar de esta incomodidad en la que sumerge el último juego de From Software, ahí estás tú, tras veintitantas horas de triunfos y frustraciones, mirando la luna. De pie en medio de un patio, apuntando la cámara hacia las alturas, preguntándote por qué ese personaje te anima a alzar la vista y contemplar un "cielo de sangre pálida": una luna llena gigantesca hasta el pavor, rodeada de estrellas titilantes y atravesada por retales de nubes.
Sabes (porque el juego ya lo ha ido apuntando con sutileza) que la luna juega un papel importante en la historia de Bloodborne, y, aunque no seas capaz de entenderlo de un modo racional, también sabes que está hablando sobre los terribles hechos que han ocurrido en Yharnam.
Esta escena -la tuya deteniendo un momento el reloj, dejando de pensar en estadísticas, en rutas alternativas, en enemigos y en la potencia de las armas- también está hablando de por qué estás jugando a Bloodborne. Porque no sólo se trata de un juego atractivo en sus aspectos puramente mecánicos y, sin duda, es más que una rara avis capaz de tratar a sus jugadores con respeto, confiando en su inteligencia y en su capacidad de entender una obra interactiva sin tener que subrayar cada regla subyacente. Uno de los principales motivos por el que jugamos a Bloodborne (como también hicimos con sus antecesores) es porque, a su extraña y macabra manera, se trata de uno de los juegos más hermosos que existen. Es capaz de sacarte la cabeza de la acción más inmediata y ponerte a mirar a la luna sin que parezca un movimiento forzado. Entre el ruido, la furia, el miedo y la hipérbole, From Software siempre ha encontrado lugar para la delicadeza, haikus oscuros introducidos de manera tan natural en el fluir del juego que hace que un momento como el de la luna parezca sencillo de coreografiar, cuando es todo un logro, no más fácil que llevar desde 2009 entregando sólo juegos redondos.
La sensación de que cada encuentro con un enemigo es un momento singular y relevante se conserva, pero Bloodborne premia ahora la agresividad y el intentar llevar siempre la iniciativa.
A pesar del cambio de nombre, de escenario y de mitología, es evidente que Bloodborne se trata de el estudio tokiota siguiendo el camino que abrió en 2009 con Demon's Souls. No obstante, mientras que Dark Souls II, su propuesta inmediatamente anterior, fue una extraordinaria y exuberante dilatación de ideas ya expuestas por sus predecesores, Bloodborne es más ambicioso y se atreve a un ejercicio de reformulación de los cimientos jugables de una plantilla más flexible de lo que podríamos haber pensado. Dark Souls II era un juego presumido, que se sabía bueno y quería mostrarlo en todo momento: puntos de fuga muy dramáticos, momentos autoreferenciales en los que anunciaba un pico de dificultad y una acentuada tendencia a lo lírico. Bloodborne, poseyendo virtudes muy similares y siendo, como mínimo, igual de bueno, no se mira tanto el ombligo, concentrando sus esfuerzos en intentar dar pasos hacia geografías (de las físicas, pero también de las estéticas, argumentales, jugables) no exploradas hasta ahora por la serie.
En las entrevistas promocionales concedidas en estos últimos meses, Hidetaka Miyazaki (de nuevo en labores de dirección) explicaba como el momento cero del juego fue el deseo de introducir armas de fuego en los combates de la serie Souls. Las mecánicas, la ambientación y la historia crecieron como ramas desde ese punto original y a fe que se trata de un elemento clave, pues lo cambian todo. Adiós a bailar alrededor de tu rival con el escudo levantado, adiós a las armaduras pesadas, adiós a las estrategias conservadoras. La sensación de que cada encuentro con un enemigo es un momento singular y relevante se conserva, pero Bloodborne premia ahora la agresividad y el intentar llevar siempre la iniciativa (una idea estupenda la de poder recuperar parte de la energía de un ataque en contra a base de contratacar enseguida al enemigo).
Los escudos, aunque los hay (al menos uno), no permiten especular y pronto demuestran su ineficacia al lado de unas armas de fuego pensadas no para el combate a distancia, sino como herramienta para el crowd control y para ejecutar brutales parrys. El año pasado, los microcambios introducidos por Dark Souls II apenas tenían un impacto significativo en la experiencia de combate, pero Bloodborne se trata de una bestia distinta que se debe domar de maneras que nos obligará a reaprender gran parte de lo que pensábamos dominar. El resultado es excelente, tal vez lo mejor que haya hecho From hasta la fecha, poniendo de relieve que cuando clavaron el sistema de combate en sus anteriores juegos no fue una casualidad. Esta gente sabe como armar mecánicas jugables robustas, flexibles y profundas.
Los escudos, aunque los hay, no permiten especular y pronto demuestran su ineficacia al lado de unas armas de fuego pensadas no para el combate a distancia, sino como herramienta para el crowd control y para ejecutar brutales parrys.
La sensación general tras varias horas de juego es que Miyazaki también piensa que han hecho un gran trabajo en este aspecto. A las catorce horas de juego las estadísticas de mi personaje apenas habían variado. Los niveles se suben muy lentamente, las armas se diferencias entre sí no tanto por su potencia, sino por el estilo de combate que permiten (desaparecido el antiguo sistema de clases, la elección de armamento determina ahora cómo planteamos el combate) y avanzar en el juego depende más de tu curva de aprendizaje que de los puntos de experiencia destinados a subir números en la pantalla de estadísticas. Elige tu propio set de armas, dos blancas (cada una de ellas con dos estados distintos) y dos de fuego, aprende su velocidad y su alcance, en qué situaciones pueden ser útiles y qué piedras puedes engastarles para mejorarlas. Las opciones de experimentación son muchas y el resultado casi siempre gratificante.
Todo este proceso de adaptación a ninja victoriano lleva su tiempo, lo que hará que las diez primeras horas de partida sean las más duras, las que más no hagan soltar el mando, quitarnos las gafas y mirar abatidos al suelo mientras nos pinzamos fuerte la nariz con dos dedos. A partir de ese momento, cuando los músculos de la mano comiencen a trabajar de memoria, Bloodborne se revelar como un juego menos implacable de lo que podíamos esperar de él. De ninguna forma tiene sentido decir que Bloodborne es un juego sencillo, ni siquiera asequible para todos, porque no lo es, pero está lejos de estimular los centros del cerebro que disparan sentimientos de frustración con tanta alegría e intensidad como sí hacían Demons o Dark Souls.
Es raro que las muertes supongan un castigo demasiado severo y, desde luego, nunca se tiene la impresión de que el juego está siendo más cruel de la cuenta con nosotros. Las hogueras (farolillos en este caso), aunque escasas, están situadas en encrucijadas de caminos y atajos que desbloqueamos después de terminar alguna sección especialmente complicada, y los enemigos muertos dejan caer ítems curativos con cierta generosidad (aunque con un combate basado en el a-pecho-descubierto tened por seguro que los gastaréis todos). Visto que ya Dark Souls II -en opinión de muchos- rebajaba su nivel de dificultad y Bloodborne -en opinión de este crítico- se mantiene más o menos en el mismo igual sin que esto le haga perder un ápice de lo que hace atractiva la fórmula Souls, podemos proponer dos teorías: o a) la dificultad en los juegos de From Software nunca ha sido el Himalaya que nos ha vendido el marketing o b) la dificultad extrema no era un elemento sine qua non para el funcionamiento de la receta. Mirado con la perspectiva que dan ya cuatro juegos, lo más probable es que ambas afirmaciones sean ciertas al mismo tiempo.
La moneda de cambio en el mundo de Bloodborne ya no son las etéreas almas de los otros juegos, sino la sangre que palpita en el interior de las bestias que damos caza y que, en un genial recordatorio visual de su importancia, va empapando poco a poco nuestro atuendo.
Dark Souls nos hablaba de un mundo de dioses con pasiones y deseos muy humanos, aunque, en cierta manera, desapegados del mundo de los hombres. Eran puras voluntades de vivir, luchando por mantener ad eternum un ciclo infinito de muerte y resurrección vacío, absurdo y sin objetivo. Era un relato de decadencia sobre la gran broma que supone nuestra mera existencia en el cosmos. Con las cosas así planteadas, no puede pillarnos por sorpresa que una de las posibles evoluciones de la serie la llevara a abrazar con fuerza las constantes del horror cósmico, una referencia que siempre sobrevoló en los juegos anteriores, pero que en esta ocasión juega un papel tan central que se hace difícil hablar solo de guiños, homenajes o influencias. Bloodborne se trata de una nueva entrada dentro de la mitología lovecraftiana, hasta el punto que nuestro avatar bien podría tratarse de un Randolph Carter soñando una versión decimonónica de Posesión Infernal.
Es posible que este sea el motivo por el que la magia aparece con cuentagotas en Bloodborne. Se acabaron los espectros y las almas transmutadas. Los terrores de Bloodborne son puramente físicos, conjuntos de átomos con formas monstruosas e inhumanas, pero biológicas a fin y al cabo. La moneda de cambio en su mundo ya no son las etéreas almas de los otros juegos, sino la sangre que palpita en el interior de las bestias que damos caza y que, en un genial recordatorio visual de su importancia, va empapando poco a poco nuestro atuendo.
Con este giro, From ha conseguido también su juego más terrorífico. Revistas como Edge no han tenido problemas en etiquetar de esta manera a Bloodborne y razón no les falta. Desde luego no se trata de un terror activado a base de sustos, sino de un tipo de asfixia y desazón que se pega al cuerpo como una bruma gris incluso horas después de apagar la consola. Posiblemente también muchos días después de haberlo acabado. Puede que el reto no sea tan elevado como algunos esperaban, pero lo compensa apretándonos el pecho hasta dejarnos sin resuello.
Bloodborne es un juego largo y complejo. A la extensión de la historia principal hay que sumarle un sofisticado modo online y la gran novedad de las Mazmorras Cálice, una serie de mapas generados de forma procedural, con sus propios enemigos, sus propios final bosses y su propia lógica interna que, por desgracia -y al igual que la mayoría de nuestros compañeros de otros medios-, apenas hemos tenido tiempo de probar. Las impresiones después de treinta horas (o casi) con Bloodborne son excelentes y dejan poco margen a considerarlo cualquier otra cosa que no sea un videojuego soberbio: ha alcanzado ese punto mágico entre familiaridad y sorpresa, posee un superdotado sentido de la maravilla, solidez mecánica y arroja estímulos mentales suficientes para rumiar durante meses, pero encontramos que escribir una crítica que omita aspectos tan sustantivos del juego no sólo es injusto con el trabajo de From Software, sino también con los lectores que esperen algo más que una texto apresurado. Es por ello que preferimos hacer esperar unos días nuestro veredicto definitivo. Stay tuned.