Análisis de Bloodborne
Veredicto final.
Antes de empezar, señalemos el elefante en la habitación: hasta pasados unos meses no podremos hablar con propiedad de Bloodborne ni realizar lecturas con algo de profundidad sobre lo nuevo de From Software. A pesar de no tratarse de un videojuego especialmente largo para su género, es, al igual que sus hermanos mayores, una obra formidablemente densa. Jugar con (en) él durante una semana y completar su historia principal nos servirá para coronar la punta del iceberg, poner los brazos en jarra y tomar aire, pero no significará el final del viaje. Si desde esa altura miramos entonces hacia abajo, nos daremos cuenta que la masa de hielo oculta bajo la superficie pesa decenas de veces más de lo que sobresale del mar. Bloodborne guarda con celo sus secretos, gusta de proteger sus misterios y obliga a seguir jugándolo en la cabeza tiempo después de haber apagado la consola. Hasta el jugador más perseverante y atento al detalle necesitará tiempo para procesar lo que ha vivido.
Dicho esto, el asumir nuestras limitaciones no quiere decir que debamos permanecer callados. Muy al contrario, guardar silencio ante un juego que ofrece tantos estímulos sólo sería propio de monstruosas deidades cósmicas contemplando con apatía la vida en la Tierra, no de seres humanos sensibles, con almas capaces de conmoverse ante la belleza y excitarse frente a las épicas de finales funestos.
Si habéis estado atentos a la prensa especializada de estos últimos días ya conoceréis que la recepción de Bloodborne ha sido inmejorable. En esta misma casa glosamos también lo que nos parecían aciertos inapelables. Entre ellos un exquisito y profundo sistema de combate que reinterpreta en tempo prestissimo las batallas de la serie Souls; un gran talento para la escenografía de espacios virtuales, que hará que a miles de jugadores se nos grabe para siempre en la memoria la llegada al Lago Lunar o el descubrimiento de Yahar'gul; respeto y confianza tanto en el lenguaje del videojuegos como herramienta de expresión como en la capacidad del jugador de saber leer esa gramática interactiva por sí mismo; o un fabuloso trabajo de diseño de escenarios y la dirección artística.
Es posible que, cometiendo una gran injusticia, haya sido este último punto el que menos celebráramos en nuestro primer texto sobre Bloodborne.
Bloodborne guarda con celo sus secretos, gusta de proteger sus misterios y obliga a seguir jugándolo en la cabeza tiempo después de haber apagado la consola. Hasta el jugador más perseverante y atento al detalle necesitará tiempo para procesar lo que ha vivido.
Como bien ha señalado Simon Parkin en su crítica para The Guardian, Hidetaka Miyazaki es, tal vez, el mejor creador de mundos de este medio. Cada aspecto de sus juegos, desde los más trascendentales a los más nimios, son piezas que suman y dan forma a universos de ficción más complejos de lo que le pueda parecer a un espectador ocasional. Casi ninguno de los ladrillos del juego cumple una única función, sino que sirven siempre a varios propósitos: una runa encontrada en un cadáver no sólo permite aumentar un 25% tu defensa contra el veneno, sino que además te está avisando -si quieres escuchar- del mejor método para terminar con un enemigo concreto, además de suministrarte información sobre la naturaleza de cierta localización del juego, permitiéndote unir puntos entre varios retazos de información con la que ir, poco a poco, pintándote en la cabeza qué es lo que realmente está ocurriendo en Bloodborne y por qué. Estos ladrillos, además, interaccionan entre sí con resultados expresivos muy brillantes. Cuando nos damos cuenta que un detalle de ambientación (por ejemplo, una sombría campana tañendo cada pocos minutos desde la lejanía de la catedral), un elemento fundamental de las reglas jugables de los Souls (por ejemplo, la reaparición de amenazas tras cualquiera de nuestras muertes) y las rutinas de ataque de cierto enemigo (por ejemplo, una siniestra bruja en túnica blanca) se están combinando para hablarnos sin palabras de la lógica interna de este mundo de terrores innominados, lo único que queda es reconocer la genialidad y disfrutarla.
Abandonando la estructura radial que propuso Dark Souls II, el mapeado de Bloodborne prefiere construirse en forma de laberinto donde, paradójicamente, la entrada y la salida se encuentran en su mismo centro: Yharnam, un reflejo deformado del Londres victoriano, pero también con destellos del barroco germánico y del París medieval. Mientras que el resto de los juegos de la serie Souls se habían decantado hasta ahora por ofrecer una buena variedad de ambientaciones (casi de videojuego clásico: fase de hielo, fase de fuego, fase de agua), el último título de From Software no es tan viajero. Para no arruinar la posibilidad de descubrimiento a nadie, diremos que aquí la ciudad es la gran protagonista, otrora orgullosa, pero arrasada por una maldición cuando la conocemos, condenada a sufrir una noche eterna y donde sus pocos habitantes o bien han decidido salir a patrullar las calles (en masas enfurecidas de hasta quince enemigos) o se han encerrado en casa bajo siete llaves, hablando con nosotros a través de ventanas o las mirillas de los portones. Las capillas, universidades, cárceles y mausoleos de nombres musicales (como de religión arcaica) que recorreremos a lo largo del juego tienen una unidad estética que es posible que algún jugador interprete como falta de variedad, pero que desde aquí pensamos que dota al juego de una cohesión visual que le sienta particularmente bien. A fin de cuentas, ésta es la historia de Yharnam.
Abandonando la estructura radial que propuso Dark Souls II, el mapeado de Bloodborne prefiere construirse en forma de laberinto donde, paradójicamente, la entrada y la salida se encuentran en su mismo centro: Yharnam, un reflejo deformado del Londres victoriano, pero también con destellos del barroco germánico y del París medieval.
Hay ciertas secciones a mitad del juego en que sí podemos tener la impresión de estar avanzando desde un punto A a un punto B sin salida por una línea más o menos recta (más o menos), pero la mayor parte de la aventura nos pondrá delante de encrucijadas que conducen a bifurcaciones que terminan en cruces de calles que acaban siendo un atajo hacia un punto de guardado que ya habíamos visitado. Bloodborne juega muy bien con sus escenarios, con las emociones que son capaces de inducir y con la sensación de alivio que proporciona descubrir un lugar donde descansar después de unos momentos especialmente difíciles. Consigue, al mismo tiempo, que todos sus espacios sean interesantes para ser jugados, para desplegar los recursos que Miyazaki ha dado a nuestro avatar.
Hay, también, una diferencia muy interesante con respecto a los anteriores juegos del estudio. Si en Demon's Souls y posteriores la línea del tiempo trazaba un círculo cerrado, en Bloodborne esta línea es recta y apunta hacia delante. La acción del juego transcurre en una larga noche que, según desbloquemos áreas y avanzamos en la historia, va caminando hacia el amanecer. Los escenarios y los enemigos no son ajenos a este paso del tiempo y lo que una vez pudo ser un lugar tranquilo puede presentar una sorpresa, los personajes cambian de lugar y, por supuesto, este dinamismo enriquece de forma muy interesante la manera de encarar secciones que ya conocíamos.
Bloodborne, como todas las cosas que valen la pena en la vida, no es perfecto. En los próximos días es posible que os canséis de oír a jugadores quejarse de que el nuevo sistema de recuperar salud obliga, hacia mediados del juego, a poco estimulantes farmeos en las zonas iniciales del mapeado. Y creedme: tendrán razón. Si alguien se queja de que los combates contra los grandes final bosses están menos conseguidos que en Dark Souls II, tampoco podremos decir que miente.
Por su parte, el juego online no se desvía en exceso de lo visto en los anteriores títulos de la serie: manchas de sangre que nos muestran los últimos segundos de vida de jugadores desdichados, una libreta con la que podemos dejar mensajes de apoyo (o no) a otros cazadores y tres pequeñas campanas que permiten solicitar ayuda, ofrecerla o invadir una partida ajena en busca de pelea. Nuestro comportamiento a lo largo de la partida y ciertos regalos que ofrecemos a un NPC parecen que influyen y modifican de alguna manera nuestra experiencia online, pero, en la más pura tradición Souls, nunca se explica su funcionamiento y es posible qué no descubramos su secreto hasta dentro de un tiempo.
"El juego online no se desvía en exceso de lo visto en los anteriores títulos de la serie: manchas de sangre que nos muestran los últimos segundos de vida de jugadores desdichados, una libreta con la que podemos dejar mensajes de apoyo (o no) a otros cazadores y tres pequeñas campanas que permiten solicitar ayuda, ofrecerla o invadir una partida ajena en busca de pelea.
Más interés tiene, a priori, el nuevo modo conocido como Mazmorras Cálice, escenarios generados de forma procedural, únicos para cada jugador y que están pensados para ser compartidos con la comunidad vía password (o glifos, por utilizar el nombre que se le da en el juego). Estas mazmorras pueden presentar mayor o menor número de niveles de profundidad y distintos grados de dificultad según los objetos que utilicemos ante los altares, cuentan con enemigos únicos que no aparecen en el resto del juego e, incluso, con jefes finales propios.
En realidad, todo esto suena mejor de lo que al final encontramos. Que su conexión con la historia principal de Bloodborne no sea especialmente fuerte y que los escenarios -debido a la manera en la que se generan- pierdan esa cualidad tan atractiva de los Souls de poder "leer" el entorno, puede hacer que este modo de juego sólo lo disfrute en plenitud un pequeño segmento de los aficionados más completistas, para los que finalizar el juego siete veces seguidas no es suficiente. Se hace complicado, no obstante, apuntar este detalle en la columna del haber: no nos enamoraremos de Bloodborne por sus Mazmorras Cálice, pero cumplen su función, nunca restan a la experiencia, un porcentaje de los jugadores las encontrará atractivas y las disfrutará, mientras que los demás podremos pasar de puntillas por ellas o, como From Software no nos las impone, omitirlas completamente de nuestra partida.
La rejugabilidad de los títulos de la serie Souls no está tanto en el Game + (que también, claro) como en su capacidad de revisitación. En medio de una temporada especialmente desanimada de superproducciones de usar y tirar, Bloodborne destaca como un título que deja heridas, del que es complicado despegarse y al que sin duda regresaremos periódicamente en los próximos años. Esto, en mi diccionario, define a los clásicos instantáneos.