Bravely Default
Cuaderno de notas.
Existe un curioso fenómeno en el ámbito del entretenimiento electrónico que nunca deja de llamarme la atención. Cada cierto tiempo aparece un título que, pese a no figurar en lo más alto de las listas de lanzamientos del año ni, desde luego, en lo más bajo de mi lista de compras, parece suscitar un consenso generalizado en cuanto a su calidad, de tal manera que acaba convirtiendo internet en una auténtica apología digital de sus excelencias. Leer la prensa especializada en los días posteriores a su aparición significa encontrarse con un desfile de notas que no bajan del nueve y penetrar en las redes sociales es sumergirse en una algarabía de comentarios entusiastas que no vacilan a la hora de tildarlo de incontestable obra maestra.
Hace ya tiempo que vivimos instalados en el futuro, un lugar simple y complejo a la vez, en el que todo sucede con facilidad y a velocidad de vértigo. En él las corrientes de opinión se forman y hacen públicas de forma automática desde los dispositivos domésticos y su notoriedad no depende necesariamente tanto de la calidad de la reflexión que las suscita como de la de tu conexión a la red. Pulsa la pantalla del smartphone y tu granito de arena ascenderá con celeridad a través de la atmósfera hasta confundirse con otros que ya flotan en la nube o permanecen confortablemente alojados en un servidor, esas bibliotecas sin papel en su interior ni fachadas erigidas sobre capiteles corintios, pero prodigiosas y eficaces. Capaces de albergar en un milímetro cuadrado de su disco duro todo el saber humano sin menoscabo del rendimiento.
Uno, como gallego e internauta que es, no puede dejar de permanecer ajeno a estos tsunamis cibernéticos que de cuando en cuando sacuden la red y si el asunto se refiere a un videojuego casi siempre toca rascarse el bolsillo, ajustar presupuesto y, en ocasiones, reestructurar incluso la lista de la compra. Algo así es lo que me sucedió con Bravely Default, un RPG japonés por turnos de corte clásico que encandiló a las masas en diciembre de 2013 y que el propio Saeba, persona grande donde las haya y amigo al que tengo en gran estima, analizó en el programa de radio de Game Over calificándolo, al igual que la mayoría de medios, como de imprescindible.
Tardé unos meses en ponerme con él, cuando ya las aguas cibernéticas se habían calmado o, quizás, habían hallado otra obra atemporal sobre la que proyectar sus oleadas de entusiasmo, pero lo cierto es que, tras aproximadamente veinte horas de funcionamiento en mi Nintendo 3DS, el cartucho en cuestión fue a parar a la parte más oscura y recóndita de la estantería. Un limbo tétrico y abundante en telarañas donde yacen juegos de plataformas y géneros diversos, pero que comparten como rasgo común el no haber sido completados jamás por constituir una profunda decepción o, al menos, no haber satisfecho adecuadamente las expectativas depositadas en ellos.
Bravely Default no me parece un mal juego. Como RPG por turnos funciona razonablemente bien y no encuentro en sus mecánicas errores graves de diseño. Pero tampoco me parece un gran título ni, desde luego, la obra maestra que vió en él gran parte de la prensa especializada.
No me encuentro en disposición de juzgar su argumento, ya que no lo conozco en su totalidad, pero sí de afirmar que al menos la parte que tuve la oportunidad de jugar se caracteriza a nivel de trama por la abundancia de tópicos, la ausencia total de originalidad y, en definitiva, la reiteración de personajes, estructura y situaciones que ya ofrecía el género hace más de veinte años.
En cuanto a su discurso jugable el título de Silicon Studio constituye, como he comentado, un juego de rol de corte clásico cuya principal novedad radica en la posibilidad de administrar los turnos como uno crea conveniente, de tal forma que puedes consumirlos anticipadamente o reservarlos para un momento posterior hasta un máximo de tres. A primera vista el hecho de poder cincelar el granítico orden de los turnos parece, desde luego, una mecánica capaz de aportar una dimensión distinta al devenir de las contiendas, otorgándoles un valor estratégico considerable, pero lo cierto es que en la práctica la cosa deviene casi en anécdota debido en cierta medida a la facilidad de la mayor parte de los combates. Así, obviando los enfrentamientos contra los jefes finales, la importancia táctica de la citada mecánica es nula y su uso se traduce únicamente en la posibilidad de aniquilar al enemigo sin que éste te toque un pelo, ya que, anticipando los turnos propios de todos los personajes de tu grupo, los rivales morderán el polvo antes de que les toque mover ficha.
Contra los final boss la cosa posee más chicha y su buen uso resulta clave para alzarse con la victoria. Sin embargo, al menos en los enfrentamientos finales que servidor tuvo la oportunidad de dirimir, su gestión prácticamente se limita a mantener turnos en reserva con objeto de curar al grupo cuando el enemigo concatena varios ataques o ejecuta uno especialmente dañino.
Existe además una cuestión que a uno le molesta especialmente y que cada vez resulta más habitual en el ocio digital. Bravely Default pertenece a esa clase de títulos que convierten al usuario en diseñador de videojuegos sin retribución, ofreciéndole una cantidad considerable de opciones que puede modificar a su antojo, con total libertad y en cualquier momento de la partida.
Una posibilidad que en principio parece fantástica, ya que a través de ella el jugador podrá configurar la experiencia para adaptarla mejor a sus gustos personales y, por tanto, disfrutar en mayor medida de ella, pero yo considero que, llevada al extremo, entraña el riesgo de atentar contra las señas de identidad de la obra, desdibujándola, y, por tanto, puede ir en menoscabo de su valor intrínseco como creación única alumbrada por un estudio de desarrollo.
A través de esta vía el juego puede, además, permitirse el lujo de patinar e incurrir en errores de diseño, ya que éstos podrán ser corregidos con facilidad por el propio usuario. En Bravely Default todo vale. Una curva de dificultad descompensada, una mazmorra excesivamente larga o mal equilibrada o una implementación deficiente de objetos clave puede ser rápidamente solventada por el jugador entrando en el menú de opciones. Así, si te quedas tieso de pociones en las profundidades de una mazmorra, tan sólo has de configurar los combates aleatorios a cero para, acto seguido, dirigirte plácidamente y sin que enemigo alguno se interponga en tu camino a la población más cercana con objeto de abastecer convenientemente tu inventario. La penalización por no jugar bien queda eliminada, por tanto, de un plumazo. Bravely Default incluye en sus menús y como parte de la experiencia la posibilidad de ingerir un chupito de sake y componer un yuigon para proceder al harakiri, haciendo saltar en mil pedazos las reglas de juego que él mismo había establecido.
Más allá de unos diseños gráficos que considero acertados y de mi agrado, y con las cautelas que requiere el acto de valorar una experiencia que no es completa, las veinte horas frente a mi 3DS han dejado un título a mi juicio tremendamente conservador en su planteamiento, que funciona razonablemente bien en la medida en que gestiona una fórmula, la de los turnos clásicos, sólida y solvente, pero que fracasa en su pretensión de imprimirle un giro de tuerca, debido a una ejecución excesivamente timorata y a su deseo de amoldarse a cualquier precio a todos los gustos y paladares. Esta circunstancia le lleva a sacrificar en cierta medida su discurso, convirtiendo la obra en producto, al jugador en consumidor y el juego de rol en juguete.