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Análisis de Bravely Default 2 - Atrevidamente conservador

Grindcore.

Su fe ciega en un sistema de combate excelente acaba restando fuelle a una secuela excesivamente repetitiva.

En el momento que escribo estas líneas me alegra poder decir que mi equipo es una maquinaria perfectamente engrasada. No siempre ha sido así, y supongo que me toca reconocer que por el camino me he equivocado unas cuantas veces: poner todos los huevos en la cesta de una sanadora a tiempo completo sin alternativas para el ataque pronto demostró ser una vía de agua importante, y lo mismo sucedió durante esas primeras horas en las que mi especialista en hechizos ofensivos era una máquina de quemar maná imposible de mantener. Afortunadamente para eso se inventó el ensayo y error, y tras decenas de horas retocando pasivas aquí y allá he dado con un par de configuraciones más o menos autosuficientes que me permiten recuperar esos puntos a un ritmo casi mayor del que puedo gastarlos.

Combinar el default regenerativo con un doble papel como mago rojo y negro me permite, además, cubrir de manera económica el espectro total de posibles debilidades elementales del enemigo, y cuando lo arcano falla siempre puedo confiar en el daño bruto que ofrece la lanza de mi adiestradora, incrementado significativamente cada vez que realizo una captura exitosa. En cuanto a la defensa, hay pocas cosas que puedan traspasar la doble configuración como Guardia y Maestro Protector de mi protagonista, un auténtico acorazado que ignora las penalizaciones por llevar escudo y también sabe repartir cuando toca: probablemente su Neocorte Cruzado de nivel 12 sea el movimiento más letal de todo mi arsenal. ¿Os había comentado ya que su hacha es especialmente efectiva contra los enemigos vulnerables al elemento Tierra?

Pero alcanzar un equilibrio así no es gratis. Cuesta esfuerzo, dedicación, más tardes de las médicamente recomendables encadenando combates sin interés para maximizar el nivel de ese nuevo trabajo que maridaría fenomenal con tu rol secundario y, ante todo, requiere de un conocimiento enciclopédico de cada habilidad, cada pasiva, y cada mecánica relacionada con las sinergias. Un conocimiento que acaba llegando tras el paso de muchas horas, y que contrasta con lo que a estas alturas os puedo contar sobre los personajes en sí. De hecho, en una pirueta estilística sin precedentes, voy a intentar recitar sus nombres de carrerilla sin volver a encender la consola: Gloria, Estela, Elvis y... ¿Shelk?

Que tras decenas de horas de juego ininterrumpido esté más o menos seguro de haber metido la pata debería dar la medida de hasta qué punto nuestros avatares son algo más que estadísticas de colores. Más allá de sus tímidos intentos por resultar calentito, de un sistema de skits (las conversaciones opcionales clásicas de la saga Tales, disculpad que me apropie del término igual que el juego fusila el propio concepto) que busca trabajar las relaciones entre nuestros protagonistas olvidando darles algo interesante que contar, y del irritante acento argentino que la localización insiste en imponerle a nuestro hechicero, el elenco ni siquiera intenta evitar la incómoda sensación de que manejamos a un conjunto de tópicos, y lo que es peor, a un puñado de cascarones vacíos que solo están ahí para soportar sus mecánicas. Y quizá por eso el sistema de trabajos intercambiables funciona tan bien en lo estrictamente mecánico: resulta más sencillo aceptar que tus protagonistas cambien constantemente de rol, de diseño y de habilidades cuando los tratas como folios en blanco.

Es un principio, el de las mecánicas por encima de absolutamente todo lo demás, que se traslada con contundencia a todo el resto del juego. Bravely Default siempre ha sido una franquicia más centrada en los sistemas que en la narrativa, un apuesta que esta secuela plasma en un argumento no ya olvidable, sino en ocasiones imperceptible; un mero pretexto para mover a los personajes de un lado a otro que no parece sonrojarse al hacer uso de los tópicos más viejos del libro desde su mismo arranque. Que el punto de partida, un puñado de cristales mágicos y otros tantos reinos enfrentados por su control, no ganará ningún premio a la sinopsis más original del año es más que evidente, pero aún así sorprende la desidia con la que el juego pone en marcha los acontecimientos: un joven aventurero (el elegido, evidentemente) varado en la playa tras un naufragio, una princesa en apuros, un cristal que ha caído en las manos equivocadas, dos tipos que pasaban por allí y se animan a completar el grupo sin que sus motivaciones parezcan importarle a nadie. Esas primeras horas en las que el JRPG promedio busca seducirnos con las particulares reglas del mundo que ha construido para nosotros se convierten aquí en un apresurado revolcón que apenas intenta presentar nada, y en un marco medieval que, pese a sonar a ya visto, al menos no engaña a nadie: a fin de cuentas el juego lleva un "default" bien grande en el título.

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Siendo justos sobran ejemplos de juegos (y de sagas enteras) que insisten en este tipo de ambientaciones y aún así se las arreglan para resultar memorables. Quizá el ejemplo más inmediato sea el de Dragon Quest, otra franquicia militantemente conservadora que encuentra ese extra de corazón en su manera de trabajar el encuentro casual y la sucesión de pequeñas aventurillas auto conclusivas, un espejo en el que Bravely Default 2 también parece dispuesto a mirarse. Cada aldea, cada nuevo reino, cada localización a la que el juego nos lleva suele ser una excusa para plantear una pequeña intriga, y aunque al argumento en global le cueste arrancar una barbaridad, el espíritu de anime de sábado por la mañana sí impulsa a continuar. Siempre hay un príncipe enloquecido o una muchacha que pinta cuadros malditos para aportar objetivos a medio plazo y algo parecido a un contexto, y aunque muchos de estos misterios de usar y tirar tienen su encanto y están bien resueltos, el juego termina abrazando esa estructura capitular de una manera demasiado literal.

Todo está demasiado pautado, todo parece obedecer siempre a un patrón más dictado por las estadísticas y el ritmo al que el juego quiere ir desvelándonos cada nueva especialización de los personajes que por la narrativa en sí misma, y a las pocas horas comienza a ser demasiado sencillo predecir lo que va a pasar; saber que después de una sucesión de diálogos y un pequeño garbeo por el nuevo escenario tocará una mazmorra, un combate final, una pequeña revelación, otra mazmorra y el enfrentamiento contra la verdadera mente maestra tras cada embrollo. Lo que quiero decir con esto es que en Bravely Default 2 hay muchas cosas que hacer (de las secundarias en sí, una colección de misiones de exterminio y encargos de recadero tan perezosos como molestos, ni siquiera voy a hablar, pero podéis imaginaros el panorama), pero también que pasan muy pocas cosas. Apenas hay espacio para la sorpresa, para momentos que dividan al grupo e incluso para sucesos que merezcan contarse con una cinemática como Dios manda, y en ocasiones parece que el juego necesita ser predecible; que prefiere repetirse una y otra vez porque solo así, insisto, puede controlar la que es su única prioridad: darnos un nuevo juguete antes de que nos aburramos.

Es el momento de hablar de los asteriscos, la piedra angular que soporta todo el sistema y, afortunadamente, un premio que realmente merece la pena. Por no perdernos en justificaciones argumentales que ni el propio juego considera importantes, diremos que se trata de otra sartenada de McGuffins arcanos que otorgan fenomenales poderes cósmicos al portador, generalmente el jefe intermedio de turno que, tras morder el polvo, cederá a regañadientes la joya y permitirá a cualquier miembro del grupo iniciarse en una nueva especialización. Así funciona el sistema de trabajos, una idea escasamente original que sin embargo está ejecutada con inteligencia y acaba por dar sentido a un combate que, ahora sí, brilla como pocos dentro del género. Y es una suerte que esto sea así, porque en Bravely Default 2 vamos a estar combatiendo el noventa por ciento del tiempo, siendo muy generosos.

Y esa es su cara y su cruz. Las buenas noticias vienen en la forma de profundidad, y de un brío a la hora de plantear sinergias y juguetear con los efectos de cada pieza de equipo que resuenan a las mil maravillas con ese tipo de jugador que tiende a obsesionarse en busca de la build perfecta. Herramientas no faltan: Además de ser uno de esos juegos en los que cada medallón, cada sombrero y cada nueva daga vienen acompañados de un cajón de texto plagado de modificadores y notas a pie de página, el propio diseño de cada una de estas especialidades y la posibilidad de compaginar dos de ellas en cada personaje multiplican las posibilidades. De hecho, ese párrafo inicial en el que intentaba resumir el proceso de labrarse una configuración competente no deja de ser una simplificación muy burda de lo que realmente se puede conseguir con tiempo y dedicación, y lo realmente bonito es perderse experimentando con esas habilidades que permiten ceder turnos a otros personajes o hinchar sus estadísticas si, por ejemplo, reciben daño continuado. No quiero poner a Slay the Spire encima de la mesa porque nombrar a Dios en vano es pecado, pero sí diré que de ese 10% de metraje total que resta tras los combates un porcentaje muy respetable se va en micro gestión y menús, y probablemente sea la parte más estimulante del juego.

Y esto es así porque, afortunadamente, el juego es duro. Muy duro. Porque es suficientemente difícil como para plantear bosses que retuerzan las normas cada vez de una manera diferente (contraatacando de manera fulminante y salvaje cada vez que usas magias, por poner un ejemplo) y que limpien el suelo con tu cara si te limitas a atacar y curarte como un novato, pero sobre todo porque cualquier enemigo de campo puede hacerte un traje si bajas la guardia. Bravely Default 2 está tan orgulloso de su combate, muestra tanta fe en el sistema que ha construido y en esa idea genial que sigue siendo el sistema de Brave y Default (para los nuevos, la posibilidad de tomar prestados turnos del futuro o irlos almacenando mientras nos defendemos), que nuevamente cae en la repetición obsesiva: es cierto que los combates no son aleatorios y que por tanto hablar de una tasa de encuentros no sería preciso del todo, pero también que es casi imposible avanzar tres metros en una mazmorra sin toparte de bruces con seis diablillos o cuatro caballeros no muertos. Y si funciona, si no resulta agobiante, es porque cada uno es un desafío. Lo peor que puede pasarle a un juego que insiste tanto en el combate es convertirlo en un mero trámite, y por eso habíamos quedado en hablar de una cara, pero también de una cruz.

Y es que esto no siempre es así, porque Bravely Default 2 no siempre resulta tan elegante en su dificultad: también hay muros de nivel de toda la vida, y larguísimas sesiones de grindeo que nos obligarán a repetir una y otra vez encuentros contra enemigos más débiles si es que queremos continuar avanzando. El juego lo sabe, lo abraza y no se avergüenza, y de ahí sus coqueteos con el idle game, otra seña de identidad de una franquicia que nunca ha negado lo que tiene de hoja de cálculo; de ahí ese sistema de expediciones que nos permite hacernos con potenciadores de experiencia con la consola en reposo, o la posibilidad no solo de multiplicar la velocidad de los combates por cuatro, sino de almacenar cadenas de acciones para los personajes que puedan repetirse pulsando un solo botón. Que el juego incorpore todas estas soluciones es sin duda una buena noticia, una decisión excelente y un guiño hacia su propia usabilidad, pero también el síntoma inequívoco de quien sabe que tiene un problema. Y es una pena. Es amargo que un juego diseñado con tanto mimo y que un conjunto de sistemas pensados para prestarles tanta atención caigan de manera deliberada en la rutina, en el picar piedra y en la partida perezosa compartida con lo que sea que estén echando en la tele hasta que nos saquemos el nivel doce. En el trabajo, en definitiva.

Aún así cuesta enfadarse con él, porque su único problema es, de hecho, el exceso de confianza. Bravely Default 2 está convencido de que su sistema de combate es la bomba, y no le falta razón, pero en su afán por abrirle camino y dejarle espacio para brillar se ha olvidado de ofrecer absolutamente nada más. Ni sus personajes, ni su argumento, ni ese aspecto gráfico original y adorable pero justito en lo técnico acaban por compensar el tedio de muchos de sus pasajes, y esto lo digo, ojo, habiéndome enganchado como un animal. Es lo que tienen los numeritos, las habilidades diseñadas con inteligencia y la caza de la sinergia perfecta, y supongo que quien comparta este tipo de enfermedad conmigo encontrará en él el mismo tipo de material para la obsesión, pero en este caso, y diría que más que con cualquier JRPG reciente, es de una importancia crítica saber a lo que se viene.

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