Análisis de Bravely Second
Segundo premio.
Para quien no lo conozca, Cookie Clicker es, además de un pozo sin fondo donde perder innumerables horas que nunca volverán, un caso de estudio realmente interesante. La idea es tremendamente sencilla: el jugador gestiona una fábrica de galletas, y su objetivo es aumentar el ratio de producción de estas pulsando frenéticamente sobre la imagen de una preciosidad recubierta de pepitas de chocolate. Evidentemente la cosa no tarda en complicarse, ya que los beneficios pueden ser reinvertidos en diferentes dispositivos que faciliten nuestra tarea: desde un escuadrón de abuelitas que fabrican unas cuantas decenas por minuto, hasta inmensos hornos industriales, máquinas del tiempo y todo tipo de locuras que disparan la producción hasta el terreno del surrealismo. Y es aquí donde el juego se vuelve verdaderamente interesante: en apenas unos minutos, las cifras se descontrolan, y la cantidad de galletas producidas por el input del jugador pasa a ser despreciable, porque a quién le importa el ratio de clicks por minuto cuando tienes siete portales que teletransportan billones de galletas desde otra dimensión. Sin embargo, el efecto de la adicción no cede un solo centímetro: puede que nosotros ya no pintemos nada, pero los números siguen subiendo.
Sobre el papel puede parecer estúpido, pero es un principio de diseño sobre el que se han levantado franquicias millonarias e incluso géneros enteros. Sin ir más lejos, el JRPG clásico, que esconde bajo un sinfín de estadísticas y barritas de colores el mismo principio fundacional: un sentimiento de aprobación permanente, una serie de números explícitos que nos recuerdan constantemente que somos cada vez mejores en lo que hacemos, aunque nuestro papel se reduzca a pulsar la x despreocupadamente mientras vemos la televisión. Es una sensación que conoce bien cualquiera que haya pasado un par de tardes grindeando para poder afrontar una mazmorra particularmente complicada, y un punto en el que la saga Bravely brilla con especial intensidad: si subir niveles es una tarea absurda, subrayémoslo bien fuerte, y aprovechemos la ocasión para echar unas risas.
Y precisamente por eso Bravely Second es, como ya lo fue su precuela, un juego de ver subir barritas sensacional. Porque sabe ser suficientemente inteligente para hacerse a un lado cuando toca, y, como Cookie Clicker, hacer de sus mecánicas discurso agilizando un proceso que todos sabemos no va a ningún sitio. Porque se ha hablado mucho de su sistema de combate, y de cómo los estados Brave y Default (pedir prestados turnos del futuro o ahorrarlos para entonces, en esencia) intentan abrir un nuevo campo de posibilidades en un terreno tan apolillado como el del enfrentamiento por turnos, pero frecuentemente se olvida que hablamos de una saga que abre una posibilidad tan radical como librar combates automáticos. La entrega original ya incluía algunos de estos conceptos, como el avance rápido o la repetición de secuencias de ataque anteriores, pero es un terreno en el que muy inteligentemente esta secuela pone toda la carne en el asador. Porque grindear es un trabajo, una oficina gris donde repetir una y otra vez las mismas acciones y las mismas animaciones interminables a cambio de unos cochinos puntos de experiencia, y lo que Bravely Second propone es acelerar la hora de salida y quemar la corbata; un casual friday basado en escoger un lugar y una presa apetecibles, programar unas cuantas acciones, aumentar manualmente el ratio de encuentros al máximo y sentarnos a hacer caja mientras lo observamos todo en avance rápido, encadenando los enfrentamientos exitosos bajo una mecánica de doble o nada que nos permite, si somos inteligentes, subir unos cuantos niveles y llegar a la siguiente mazmorra a tiempo para cenar. La misma experiencia de siempre con un 90% menos de paja, y con la posibilidad de desactivar los encuentros para explorar sin preocupaciones una vez nos demos por satisfechos. Todos contentos.
Y decía antes que este sistema esconde un discurso, porque desde un primer momento la saga ha dado muestras de no encontrarse a gusto con los grilletes que impone la concepción tradicional del género. Son unos cánones que respeta, pero que mira con cierto aire de superioridad, como el niño de familia bien que se sienta a ver como sus padres bendicen la mesa y reza el padre nuestro muy rápido para llegar antes a los postres. De ahí su afán de acelerar las cosas, y un gusto por lo meta y la auto parodia que en esta segunda entrega se llevan aún más allá. Y en ese sentido es efectivo, pero mientras jugaba no paraba de repetirme a mi mismo que esto no debería funcionar. Más aun, me reprochaba a mi mismo el estar disfrutando, porque en cierta medida el juego te recompensa por no jugar. Y la respuesta vuelve a estar en la inteligencia: pulsar los botones es lo de menos, lo importante es saber cual de ellos elegir.
Por eso funcionan los combates. Porque el esfuerzo viene antes, y configurar nuestros ataques termina pareciéndose a manejar un lenguaje de programación, uno en el que posteriormente nos sentamos a esperar, observando en tensión si aquello finalmente compila o si un pequeño bug en el código nos obliga a pararlo todo y entrar en acción. Configuramos nuestra estrategia, todo marcha correctamente, y de repente nuestros héroes comienzan a caer como moscas: detenemos la acción, y un estado alterado especialmente puñetero está impidiendo a nuestro healer efectuar hechizos de sanación. Es un bucle que se repite constantemente (salvo en los enfrentamientos contra jefes, auténticas master class de estrategia donde cada turno se compra con sangre y el modo automático es un suicidio inmediato), y que no sería posible sin un sistema de jobs que es la verdadera estrella de la función, y que ya fundamentaba gran parte del éxito de la primera entrega. Afortunadamente, la mayor parte de las novedades vienen por aquí, y esta secuela trae bajo el brazo un abrumador surtido de nuevos trabajos que deben ser entendidos de la misma manera: como pequeños segmentos de código malicioso con los que hackear el sistema construyendo cadenas de estados complementarios y defensas que nos devuelvan más puntos de los que nos arrebataron. Tanto es así, que se ha añadido la opción de guardar presets con las ocupaciones actuales de nuestro equipo, para evitarnos el papeleo en caso de querer saltar al campo con dos esgrimagos, un obispo y un gatomante. En ese sentido, es un juego que obsesiona.
En el debe, por desgracia, quedan las otras novedades, las que no tienen tanto que ver con usar la cabeza y sí con algo que sin tapujos vamos a llamar free to play. Ahí está, por ejemplo, la reconstrucción lunar, un minijuego de nulo interés que encierra ciertos potenciadores y ataques especiales bajo el clásico muro de las horas de espera en tiempo real. Pero es incomparablemente más doloroso el caso del modo Second, una mecánica suficientemente importante como para dar nombre al propio juego y que nace con la opción de unirse a los modos Brave y Default. Y fracasa, no por un error de concepto (parar el tiempo y operar ignorando los turnos), sino por venir de la mano de un nuevo medidor temporal (ocho horas por punto, no se andan con tonterías) que podremos ignorar a cambio de lo que el tutorial llama de manera muy vivaracha "bebidas SP" y yo llamo dinero real. Tratándose de un juego de precio completo, no creo que haga falta extenderse mucho más en por qué este tipo de prácticas son inadmisibles.
Y si he dejado para el final el argumento es porque, pese a que pueda sorprender, realmente es lo de menos. Y aquí nos topamos con dos problemas, el mío para explicar suficiente sin desvelar demasiado, y el del juego para continuar una historia de la que es sucesor directo sin caer en la repetición abusiva de personajes y localizaciones. En mi caso, y más allá del punto de partida (la ahora papisa Agnès ha sido secuestrada, y será nuestra labor rescatarla), prefiero decir que Bravely Default es un claro hijo de su padre: un juego de nuevo obsesionado por subvertir los cánones del género, que invierte más en dejar pistas y en preparar un giro que realmente rompa moldes que en construir un argumento absorbente. Y ese momento llega, aunque para ello sacrifique cuatro de sus seis capítulos persiguiendo un castillo flotante que realmente es poco más que un McGuffin, un "mira al pajarito" que nos distraiga de la sorpresa final. Y sin embargo se sostiene, porque es uno de esos juegos en los que el script, el elenco de personajes y un particular sentido del humor (aun con ciertos problemas de tono, porque no es muy normal llevar a un señor moribundo y ponerte a hablar de pasteles) pesan más que el argumento real. Al menos, lo que podemos asegurar es que quienes temieran un nuevo fiasco relacionado con cierto bucle en el tramo final pueden respirar tranquilos.
Y en lo tocante al juego, y a su posible condición de refrito, digamos que salva la papeleta por poco. La sensación de Bravely Default y medio está ahí, pero tiendo a pensar que más bien se trata de un problema de expectativas y de la costumbre del JRPG de plantear secuelas completamente desligadas de las aventuras originales. Hasta cierto punto es natural que una historia continuista recupere escenarios y personajes, y Bravely Second al menos hace esfuerzos por enmarcar a los segundos dentro del ámbito del homenaje y de la misión secundaria. Sin embargo, no deja de llamar la atención que un juego tan preocupado por ahorrarnos repeticiones insulsas en el combate no muestre algo más de rubor cuando se trata de su propio mundo. Yo prefiero pensar que vuelve a tratarse de una pista, una que nos lleva al mismo discurso: que el mundo da igual, y que el argumento es lo de menos, porque, por segunda vez, todos sabemos a lo que hemos venido.