Análisis de Call of Duty: Black Ops 3
Fuerza bruta.
En su columna "What games are" correspondiente al número de noviembre de 2013 de Edge, Tadgh Kelly definía la diversión como "el placer de ganar dominando mecánicas de juego justas". Es un equilibrio especialmente complicado para los juegos más complejos, porque enfrenta la intención del diseñador de solapar diferentes sistemas que aporten profundidad al conjunto con la pulsión innata del jugador a desmenuzar dichos sistemas hasta encontrar pequeñas fallas o exploits que le otorguen una ventaja, arruinando de manera efectiva su propia diversión. Por esto, y aunque un análisis superficial pueda llevar a pensar lo contrario, Kelly argumenta que la mayoría de los juegos más exitosos giran en torno a una sola mecánica que soporta todo el conjunto, y son raros los que consiguen triunfar basándose en más de dos. Es su manera de concretar su enormidad en algo que tenga sentido.
Es un paradigma de diseño que la saga Call of Duty, en cualquiera de sus encarnaciones, ha convertido en religión, y que muy probablemente fundamente su astronómico éxito y su posición como franquicia entre franquicias. Call of Duty es un juego sobre disparar a cosas. Un excelente juego sobre disparar a cosas. El problema, como con todas las cosas excelentes que además generan desorbitadas cantidades de dinero, es su necesidad de presentarse año tras año ante el mismo público con un paquete de novedades que justifique un nuevo desembolso. Es la particular llamada del deber a la que un conjunto de estudios capitaneados por Treyarch acuden puntuales cada año, salpimentando esa fenomenal mecánica básica con suficientes fuegos de artificio para que los números vuelvan a cuadrar. El problema, como veremos más adelante, es que no parecen convencidos de que sea una buena idea.
Enfrentados a este dilema entre arreglar lo que en absoluto está roto y justificar una nueva entrega de una subsaga cuya segunda parte sigue arrastrando más jugadores que cualquiera de sus apariciones en la nueva generación, la apuesta del estudio parece haber sido la del ataque en tromba. La de hacer uso de su mareante presupuesto para sepultar ese ejemplar juego de tiros bajo una montaña de contenido y de supuestamente radicales innovaciones mecánicas que dejen poco espacio a las voces que hablan de estancamiento o saturación. Sin embargo, tanto su miríada de opciones multijugador como un modo campaña que en esta ocasión se enfrenta a la doble prueba de justificar su ausencia en la anterior generación mientras sale airosa de su traslación al cooperativo no pueden evitar una omnipresente sensación de familiaridad. Treyarch, obediente, ha dispuesto todas las piezas para adaptar su subsaga a los estándares del fps moderno, esto es, al parkour, el doble salto, los poderes especiales, los modos de visión asistida y los árboles de desbloqueo de habilidades a la RPG, pero en ningún momento parece sentirse cómoda con el cambio, y es algo que se aprecia desde el inicio del propio modo campaña.
Tras una primera misión extremadamente lineal en la que nos abrimos paso a tiros a través de una base enemiga, liberamos a un par de rehenes supuestamente muy importantes cuyos nombres olvidaremos en cuestión de minutos y que finaliza con la ya típica persecución torreta en mano a lomos de un vehículo acorazado, Treyarch parece querer subrayar que Call of Duty iba de esto, para posteriormente entregarnos a una serie de misiones introductorias en VR en las que nos va presentando todas las posibilidades de nuestros ahora mecánicamente mejorados palmitos. Sin embargo, una vez hechas las presentaciones, nos arrebata la gran mayoría de estas habilidades, para entregarlas a un árbol de desbloqueo de tres vertientes principales (Control, Marcial y Caos) en el que progresar mediante puntos de experiencia al uso, y que de manera incomprensible limita la posibilidad de mezclar varias ramas en combate hasta una vez alcanzado el nivel 20. Lo tremendamente específico de dichas habilidades (Control, por ejemplo, está ligada casi en su totalidad a sabotear y piratear enemigos robóticos) unido a la necesidad de una segunda vuelta para alcanzar dicho nivel redundan en un impacto mucho menor en combate y una importancia excesiva del factor suerte, porque si hemos elegido saltar al ruedo con un loadout basado en hacer vomitar a los enemigos o cegarles con ultrasonidos y toca vérselas contra las hordas de una IA rebelde, lo mismo nos había servido traernos un cargador de Nokia. Es una limitación completamente aleatoria que corta de raíz las posibilidades de un sistema idealmente basado en alternar diferentes habilidades para situaciones emergentes, y que parece hablar a las claras de la intención de Treyarch de que resolvamos las cosas a tiros y nos dejemos de tonterías.
Donde sí se aprecia una evolución clara, y directamente deudora de su renovada concepción como experiencia cooperativa, es en el diseño de los niveles, que abandonan el tren de la bruja marca de la casa para entregar unos entornos mucho más amplios, generalmente basados en grandes áreas centrales como plazas y naves industriales interconectadas por pequeños pasillos que ejercen de separadores de las instancias y hacen lo que pueden por imprimir de ritmo al conjunto. Es un enfoque abierto del que los propios personajes parecen estar tremendamente orgullosos, subrayando mediante el diálogo que la situación puede afrontarse como nos venga en gana siempre que el script les da la oportunidad. Y sería la ocasión perfecta para que el nuevo sistema de movimiento brillara, si no se diera de bruces con una implementación del desafío basada en arrojar contra nosotros cientos de objetivos sin orden ni concierto. En el que es quizá el error de diseño más terrible de esta campaña, Treyarch vuelve a confundir calidad con cantidad, ignorando la cuidadosa colocación de enemigos, coberturas y elementos del escenario de otros shooters basados en el movimiento libre para atosigarnos con oleadas interminables de infantería que dejan poco tiempo para andar corriendo por las paredes. Las posibilidades están ahí, pero no la intención de aprovecharlas.
En el terreno argumental, y como era de esperar, tenemos a Treyarch siendo Treyarch. Durante su reciente evento de presentación en Madrid, y mientras se emitía por las pantallas un saludo de tres de sus máximos responsables, comentaba con un compañero lo injusto de que a estos chicos realmente no les conozca nadie, porque en cualquier otra industria un señor como Jason Blundell sería una estrella del rock. Con Black Ops III, el estudio sigue reivindicando su concepto de autoría dentro de una saga en la que a pocos les importa el modo campaña, y menos aun lo que esta tenga que contar. Su respuesta vuelve a ser la de la ambición desmedida, ofreciendo a los que no quieren historia dos tazas en la forma de unas diez horas (probablemente la campaña más larga de la saga) que mezclan realidad virtual, transhumanismo, hipnosis, inteligencia artificial, científicos locos y zombis nazis en llamas, y en las que, como de costumbre, vuelve a ser difícil enterarse de nada. Treyarch quiere contarnos cosas, pero quizá su ambición exceda su capacidad, y volvemos a estar ante un guión confuso, atropellado, en el que todo el mundo está muy enfadado y la urgencia constante hace que al final nada resulte urgente. Al juego le cuesta horrores crear momentos verdaderamente memorables, y sus problemas de ritmo se trasladan constantemente a la jugabilidad, interrumpiendo el devenir del juego con un constante flujo de cinemáticas y sobreimpresiones crípticas de palomas y bosques nevados. Ni siquiera las situaciones más inmediatas o los scripts cerrados resultan especialmente reseñables, y aunque el juego sigue manteniendo cierto sentido del espectáculo, la sensación general es que puede que en algún lugar haya una gran historia, pero que desde luego está terriblemente mal contada.
Afortunadamente, y aunque en muchos casos sea la modalidad elegida por los jugadores para romper el hielo con cada nueva entrega, la decepción respecto a una campaña que prometía más no pasa de ser un equivalente a quedarse sin postre, un pequeño sinsabor rápidamente olvidable ante el peso de un plato principal, el modo multi competitivo, que vuelve por sus fueros para presentar una de las ofertas más sólidas de la industria a la hora de quedarse en casa un viernes para llenar de plomo a unos cuantos desconocidos de Ohio. En esta ocasión, y volviendo a hacer gala de músculo económico, el estudio deshecha la gran mayoría de habilidades y poderes concebidos para la campaña y se queda con una receta básica a la que añade las posibilidades de movimiento libre y una nueva sartenada de skills ligados a nueve especializaciones diferentes, encarnadas en otros tantos personajes con diseños específicos, muy en la onda del modelo de héroes de esa moda incipiente basada en mezclar los MOBA y el shooter competitivo. Esta vez sí, el diseño de los mapas y la disposición de los diferentes puntos calientes o de control tiene muy en cuenta las nuevas posibilidades de desplazamiento, continuando con la senda marcada por Advanced Warfare a la hora de agilizar el devenir de las partidas y añadiendo al clásico esquema de hubs con múltiples vías de aproximación diferentes rutas en altura.
El resultado es tremendamente satisfactorio, y posibilidades como ese extra de humillación que da encadenar un headshot caminando por la pared se agradecen enormemente, aunque a la hora de gestionar los poderes asociados a las especializaciones vuelve a temblar el pulso. De nuevo, Treyarch vacila a la hora de alterar la fórmula de su legendario gunplay con más añadidos de la cuenta, y estas habilidades se limitarán a funcionar como una racha de puntos más, ligada a un medidor diferente pero que invocaremos, a lo sumo, tres o cuatro veces por partida. El rango va desde ciertos ataques especiales hasta un pulso que nos permita ver a los enemigos circundantes o un arma especial que perderemos a los pocos segundos, tras lo que tocará volver a rellenar el medidor desde cero, resultando en una ayuda puntual que quizá nos permita maquillar una mala partida, pero que en absoluto redefine el multijugador en la medida de lo esperado.
En cuanto a la progresión y el desbloqueo de equipo y habilidades, vuelve a quedar en la carta a los reyes magos esa vuelta a los orígenes que ansiamos quienes añoramos la simpleza de sistemas como el del Modern Warfare original. Toda la personalización vuelve a estar ligada a medidores de progreso que en esta ocasión son individuales y que implicarán, además de alcanzar el nivel requerido en un determinado apartado, pagar con puntos de desbloqueo el añadido en cuestión, añadiendo además un "mercado negro" en el que adquirir sobres de material intercambiables por una nueva divisa ingame. En suma, vuelve a resultar un sistema profundo pero demasiado basado en la microgestión, que resta impacto a cada desbloqueo individual y que intimida en un primer contacto.
Como no podía ser de otra manera tratándose de una entrega a cargo del estudio de Santa Mónica, la oferta de esta navaja suiza del shooter multijugador vuelve a estar coronada por el modo zombis, que prometía lo indecible para esta nueva encarnación y que lamentablemente se ha quedado un poco a medio camino. Lo que muchos esperábamos, y se publicitó, como un revolcón de descampado entre la modalidad clásica y un Left 4 Dead de ambientación noir se ha quedado en poco más que un reskin de la primera, que desaprovecha un cuarteto protagonista sobrado de carisma en una experiencia que funciona igual de bien que siempre, pero que en lo narrativo se queda a medio cocer. Hay novedades, tanto en el terreno de los enemigos como en lo jugable, y añadidos como la transformación en bestia o el sistema de personalización basado en las máquinas expendedoras de caramelos y sus power ups de carácter aleatorio sin duda aportan, pero quienes esperaran esa descacharrante historia sobre el peor mago del mundo y su cuadrilla de perdedores tendrán que seguir esperando.
Con todas las cartas sobre la mesa, y son un buen puñado de ellas, la sensación final termina siendo positiva, aunque ligeramente agridulce. Porque la oferta es incontestable, y quienes gustan de valorar los juegos al peso tienen aquí razones más que de sobra para volver a desembolsar sus preciados ahorros en un título que ofrece lo que muy pocos pueden ofrecer. Un título que, en lo tocante a contenido, va tan sobrado que se permite introducir una nueva campaña (¡sorpresa!) nada más finalizar la principal, aunque lo haga reciclando escenarios y cinemáticas de la original, y que incluso se permite el lujo de esconder un dual stick shooter si jugueteamos con otro de sus menús. Desde su contenido, a su empeño en contar historias bigger than life, o a su manera de derribar puentes con helicópteros mientras huimos en un deslizador, todo en Black Ops III es exceso, y le sobran mecánicas, niveles y credenciales para justificar su valor. El problema es que parece que también le sobran sus propias ideas. Porque al final del día, parece resistirse a olvidar que tan solo es un juego basado en hacer coincidir una retícula con un señor que dispara antes de que nos dispare a nosotros. En ese terreno, quizá sea el mejor. Para todo lo demás, como dice uno de sus personajes antes de armarnos con un lanzamisiles para enfrentarnos contra un mecha de cuatro metros dentro de una iglesia, "a veces la fuerza bruta es lo único que tenemos. Lo último que nos queda".