Call of Duty: Ghosts
Cuaderno de notas.
Aquellos que me conocen desde hace tiempo o han tenido el dudoso criterio de leer alguno de mis artículos saben que existen una serie de franquicias y géneros que no gozan de mi simpatía. Uno de los blancos más recurrentes de mi ira es en este sentido la saga Call of Duty, a la que de manera completamente generosa y altruista vengo dedicando a lo largo de los años feroces escarnios, improperios no admitidos por la RAE y abundantes litros de bilis.
Pese a ello, lo cierto es que desde sus inicios, allá por 2003 cuando uno no era más que un treintañero sin problemas, he sido fiel seguidor de la serie o, más concretamente, de su campaña individual, ya que los modos de juego online nunca me han interesado demasiado. Es espectacular, frenética, llevas un arma y sale gente sobre la que puedes disparar. Lo tiene todo. Es como el crucifijo para los católicos: la solución ideal y desengrasante ante la que ajustar cuentas con uno mismo antes de irte a la cama y tras un día jodido en la oficina. Eso no quita, sin embargo, para que en mi opinión sea un auténtico tordo pinchado en un palo. No soy tan egocéntrico como para considerar que el disfrute que me procura un videojuego, libro o película tenga algo que ver con su calidad objetiva. De hecho, tengo la convicción de que muchas de las cosas que más me agradan en la vida se parecen sospechosamente, y cada vez más, a un tordo pinchado en un palo.
Con Call of Duty soy capaz de disfrutar despreocupado cual político del erario público mientras me doy de bruces contra muros invisibles, lidio con interminables respawns de infantería o trato de liquidar a un nazi a través de una ventana. Sin éxito, claro; cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de historia contemporánea sabe que esas entrañables casitas de la campiña francesa fueron construidas con cristales blindados, ya que los franceses, siempre atentos y al quite, se olían la tostada alemana desde lejos. Tampoco es que les sirviera luego de mucho, pero bueno... son franceses. Qué le vas a pedir a una gente que ha hecho de la mantequilla el ingrediente principal de su cocina.
El caso es que todos esos problemas, les decía, me son indiferentes porque yo estoy haciendo la guerra en vez del amor, algo mucho más sencillo y gratificante, dónde va a parar. Que le pregunten a mi ex. Las balas silban sobre mi cabeza, acordes atronadores suenan de fondo y el mundo entero parece a punto de derrumbarse a mi alrededor. ¿Que un enemigo apunta hacia la luna mientras yo me encuentro a dos metros de distancia y el único motivo que me impide lanzarle un escupitajo es que no hay botón para escupir? Fruslerías. I am your worst nightmare, y eso es lo único que importa... o, al menos, lo único que me importaba hasta que en un despacho de esos donde nunca se pone el sol alguien supremo y encorbatado tuvo la feliz ocurrencia de engrasar la maquinaria publicitaria de la franquicia a base de matanzas aeroportuarias gratuitas y peleles disfrazados de Castro. Como si uno no tuviera ya bastante con el tufillo fascistoide de la serie.
En esa parada, lo siento mucho, decidí bajarme. Que eso de la salvación anual del mundo libre patrocinada por barras y estrellas está muy bien, pero las canas que ya engalanan profusamente la azotea y el sótano indican bien a las claras que uno ya no está para perder el tiempo con majaderías. Por este motivo mantuve mis posaderas limpias y ajenas a la llamada del deber durante un tiempo. En concreto hasta la aparición de Xbox One. Esto es algo que suele sucederme cada vez que hay un relevo generacional. La vanidad gráfica que suscita comprobar de lo que es capaz esa llave al paraíso que es una consola de videojuegos, unida a la ausencia de un catálogo amplio en el que poder hincar el diente con algo de criterio, me lleva con frecuencia a degustar códigos que en otras circunstancias no tocaría ni con un palo debidamente esterilizado, y esta vez ha sido el turno de Call of Duty: Ghost.
He de decir que mi reencuentro a regañadientes con la saga ha sido menos traumático de lo esperado. No me malinterpreten, la campaña individual de Ghost sigue siendo lo que siempre ha sido, el diminuto y destartalado vestíbulo por el que se accede a ese suntuoso salón que es el multijugador, auténtico devorador de juventudes en el que muchos pierden el tiempo en lugar de otras cosas. Sin embargo y pese a todo, he apreciado en ella, no amor, ni tan siquiera amor, pero sí ciertas dosis de cuidado impensables hace años y que desconozco si ya estaban presentes en Modern Warfare 3 o Blacks Ops 2, ya que estos títulos, como he dicho, no los he probado.
Prácticamente no existen dos fases seguidas e iguales, sino que el desarrollo va alterando continuamente el ritmo de juego y combina mecánicas tales como la conducción de vehículos, los asesinatos teledirigidos, fases espaciales o submarinas, etc. Además, el autoapuntado me ha parecido hasta simpático, es lo que tiene hacerse viejo y el incipiente Parkinson, mientras que el respawn de enemigos, un auténtico cáncer que destroza por completo la inmersión, prácticamente ha desaparecido o es más difícil de apreciar.
La serie sigue teniendo, por supuesto, su propia batería de problemas. El planteamiento de base continúa siendo el mismo: es decir, transitas por un pasillo de dirección única, la sensación de encorsetamiento física y lúdica es asfixiante, la inteligencia artificial se queda en artificial y, hacia el último tramo, el grado de dificultad se eleva básicamente incrementando la resistencia de los enemigos, lo que sólo genera hastío o la sensación de que combates contra ejércitos de zombies, porque solo así se explica que un soldado abatido se reincorpore en repetidas ocasiones.
Con todo, considero que esta gente ha conseguido corregir o, al menos, matizar en cierta medida, algunos de los inconvenientes tradicionales de la serie y, por tanto, creo que a pesar de su conservadurismo a ultranza y de la leve sensación de hartazgo o saturación que comienza a palparse cuando ya se acercan los créditos finales y sólo llevas cinco horas de reloj con el pad entre las manos, puede merecerse al menos el alquiler furtivo de un fin de semana, siempre y cuando, eso sí, de lunes a viernes la vida te haya convertido en su felpudo favorito, el sábado incluya plantón doloroso con sobredosis de helado de chocolate y el salario de tu flamante y recién estrenado minijob te impida costearte unas sesiones de psicoanálisis.