Avance de Call of Duty: Modern Warfare
Black mirror.
Quizá llego algo tarde a la polémica, pero como algo me dice que podría volver a ponerse de actualidad de un momento a otro, toca definirse: sí, soy de esos a los que Nada de Ruso les pareció una genialidad. Y supongo que esto bastará para que muchos me consideren un loco peligroso, porque la cuarta misión de la segunda entrega de la subsaga que en 2019 renace sin coletilla o numeración alguna (la nomenclatura se está poniendo peliaguda, desde luego) era en esencia una macabra y estomagante carnicería carente de sentido alguno más allá de una vaga justificación argumental: un aeropuerto lleno de civiles, la obligación de encarnar el papel de un infiltrado en un comando terrorista armado hasta los putos dientes, y la decisión de pulsar o no el gatillo cuando nuestros compañeros comenzaban a disparar. Ahí estaba el golpe de genio, la provocación real, y un regalo al medio que iba mucho más allá de las imágenes de inocentes rogando por su vida que abrieron todos los informativos. Nada de Ruso era enfermiza y malsana, por descontado, pero también implicaba un dedo acusador y unas cuantas preguntas: ¿Dispararías o no?¿En el anonimato que brindan el caos y la virtualidad, descargarías un par de tiros sobre un grupo de turistas solo para ver qué se siente? ¿Qué tipo de persona eres?
Suena estremecedor, y a fe que lo era. Pero lo que narra esta secuencia de demostración es cien veces más impactante.
Pero antes, pongámonos en situación. Modern Warfare, o el Modern Warfare de 2019 al menos, implica según las declaraciones de sus propios artífices no tanto una vuelta a las raíces de la franquicia en términos narrativos sino un retorno a su espíritu, a su intención de plasmar este tipo de conflictos de la manera en que suceden hoy, tal y como los vemos en los noticiarios. Implica retratar la guerra moderna, y hacer esto doce años después de Call of Duty 4 requiere evolucionar. Las sensibilidades no son las mismas, las amenazas tampoco, y aunque se podría escribir un ladrillo bien gordo acerca de la influencia de los medios (y del videojuego mismo) en la normalización del conflicto armado, la cuestión es que los trucos de siempre ya no funcionan. Que las explosiones aburren, que el espectáculo hollywoodiense ya no sorprende a nadie y que la guerra según Michael Bay es solo un subgénero de fantasía. Realismo, suciedad, deshumanización. Ese es el mundo en el que vivimos ahora.
Modern Warfare entiende esto a la perfección, y por eso hiela la sangre. Porque para lo que viene a mostrar todos manejamos decenas de referentes, porque lo hemos visto en nuestras calles y en nuestros televisores, porque sabemos que funciona así. La demo, una pequeña secuencia de gameplay que se extendía unos veinte minutos de inicio a fin, estaba estructurada en dos secuencias totalmente diferenciadas, y quizá el mayor testimonio de esta nueva manera de entender el espectáculo esté en el poco tiempo que dedicaba a la primera. A un atentado en las calles de Londres que ejercía como detonante de toda la acción y que en otros tiempos se hubiera recreado con todo lujo de detalles, con edificios cayendo y persecuciones entre los restos de algún monumento histórico. Nada de eso. La secuencia no tiene tiempo para la pirotecnia y el escapismo, y tras situar la acción en una callejuela cualquiera hace detonar la carga mortal; nuestro protagonista cae, y la única ceremonia consiste en unos últimos segundos de vida en los que alcanzamos a reconocer la silueta de los encapuchados que terminan el trabajo a bocajarro, disparando a los conductores atrapados desde el capó de sus coches. Un minuto, quizá dos. No hace falta decir nada más.
Naturalmente tardamos poco en dar con los responsables, y así, como en la vida real, se inicia una caza humana que arranca en otro callejón, el que da acceso al patio trasero de la villa en que se esconden los terroristas. Lo recorremos en silencio, farfullando un puñado de órdenes en jerga militar hasta que por fin alcanzamos la fachada del edificio, y tras desplegar una escalerilla de mano elegimos una ventana semi abierta en el segundo piso y empieza la fiesta. Un disparo en el cuadro de fusibles y nuestro instrumental de visión nocturna nos aseguran una ventaja táctica desde el principio, y así, en total oscuridad y con el escuadrón avanzando de estancia a estancia con el ritmo resuelto y metódico de un cirujano, da comienzo una sección jugable que en lo mecánico recuerda poderosamente a un Rainbow Six Siege incomparablemente más pesimista y sombrío. En lo estético, en lo ideológico, y en todo lo que apela directamente a nuestra humanidad, lo que presenciamos recuerda al ocaso de una civilización.
A un conflicto en el que la vida no vale nada, dibujado con la misma fuerza en los restos de metralla que inundaban aquella calle y en los tiros en la cabeza que dispensamos con la sangre fría de un profesional, estancia tras estancia tras estancia. Son siempre entornos cerrados, pasillos, cocinas, escaleras y salas de estar que podrían ocultar una nueva amenaza y que reproducen de manera machacona y envenenada la decisión que el aeropuerto nos obligaba a tomar, convirtiéndola ahora en la base de toda la jugabilidad: disparar o no disparar, una vez tras otra, en centésimas de segundo. Disparar al tipo que aparece de pronto tras un sofá, disparar al que sujeta firmemente a una mujer que le sirve de escudo humano, disparar a la víctima recién liberada que recoge el Kalashnikov y lo vuelve contra nosotros; disparar a la mujer que levanta las manos rindiéndose y de pronto intenta alcanzar algo sobre la mesa, o disparar a la que corre hacia el otro extremo de la habitación y regresa con algo que podría ser un arma, o podría ser un recién nacido. Disparar o no disparar, esa es la cuestión.
Incluso a través de un vídeo, incluso evitando ejercerla de forma directa, la responsabilidad es asfixiante. Sin embargo, el verdadero peaje en lo emocional se lo toman las ejecuciones en sí, las decisiones que ya están tomadas. Los disparos en el costado que hacen retorcerse a la víctima, y el posterior descabello con una sola bala en la frente. Una baja, dos bajas, tres bajas. Es tétrico, es maquinal, y justificado o no no hay duda que resulta diabólico. Es casi imposible no sentir una inmensa sensación de rechazo, y de hecho es sencillo dejarse llevar por ella y no reparar en los indudables hallazgos jugables que aporta una fórmula así. En el nuevo ritmo, en la importancia de los entornos, en la sobriedad de un apartado técnico que sin embargo impresiona de la misma manera que lo hacía P.T, y en la nueva dimensión que toman, en cuanto a diseño, aspectos tan banales como el atrezzo o la disposición de los muebles. En los sofás que son parapeto, los somieres que podrían esconder a alguien o las lámparas que proyectan una sombra engañosa, y en la rotunda manera de dinamitar todo esto que implica el nuevo motor de daños y superficies.
Técnicamente hablamos de una pequeña virguería que convierte la madera en astillas de manera totalmente creíble y deja tras de sí, atendiendo a la fuerza del impacto, pequeños impactos de bala u orificios por los que entraría una cabeza humana; jugablemente, de un cambio de paradigma que permite devolver granadas a través de una puerta que ha sufrido la descarga de una escopeta, o ejecutar sin contemplaciones a los infelices que se escondan bajo una cama. Ambas situaciones se dan en al demo, aunque quizá la que más huella deje sea esa en la que simplemente escuchamos disparos, vaciamos un cargador contra la pared, y unos cuantos cuerpos sin vida se precipitan al otro lado, con ese ruido sordo que hacen los muertos. Así es Call of Duty ahora, y esa es su jugada maestra: ahorrarse los desprendimientos, la adrenalina y la hipérbole, e impactar por todo lo contrario. Por lo cruento, por lo contenido, por lo calculado. Y si la intención era ponernos en una situación incómoda y plantear preguntas el éxito es absoluto, porque ni siquiera sé como responderlas. Lo único que tenía claro a la salida es que necesitaba un abrazo y que alguien me dijera que todo iba a salir bien.