Análisis de Captain Tsubasa: Rise of New Champions - un divertidísimo culebrón deportivo en el que el fútbol es lo de menos
Roberto Larcos.
Como entiendo que nos sucedería a muchos hijos de los ochenta, mi primer contacto con el deporte rey tuvo dos vertientes hasta cierto punto irreconciliables. La primera, la oficial, la que contaba con el beneplácito de mis abuelos y buscaba inculcarme un sano forofismo que me permitiera vivir en sociedad y hacerme del Real Madrid como las personas normales, tuvo lugar los domingos por la tarde, de la mano de mi padre y en las gradas del estadio de El Sardinero. El hombre siempre puso todo su empeño en hacerme ver que aquello era una cosa fenomenal y que lo suyo era vivirla como la vivían los mayores, con el ímpetu de los otros cuarenta mil parroquianos que vociferaban a nuestro alrededor: gritando bien fuerte, perdiendo las formas y los papeles cuando el señor de negro nos sacaba una cartulina amarilla y celebrando hasta el delirio cada triunfo de aquellos once muchachos fornidos y generalmente con bigote (odio eterno al fútbol moderno, ya sabéis) que se estaban jugando el ascenso, algo que por algún motivo también era muy importante.
He de decir que se lo agradezco, porque guardo inmejorables recuerdos de los bocadillos que preparábamos cuando tocaba partido de copa y sobre todo porque a día de hoy a mi padre el fútbol le trae sin cuidado y en el fondo siempre he sabido que todo lo hacía por mi. Pero había un problema. En todos esos partidos, en todas esas eliminatorias a vida o muerte, incluso en todas aquellas visitas de los equipos ricos que paralizaban la ciudad porque iba a venir algún brasileño, nadie se digno a ejecutar un solo tiro del águila. Voy más allá: si alguien se lesionaba se lo llevaban en una camilla y ya. No había drama, no había juramentos mirando al cielo, no había capitanes que permanecieran en pie desoyendo los consejos del equipo médico porque ese partido iban a ganarlo. Entiendo que un cruce intrascendente contra un equipillo de provincias en la tercera jornada quizá no era el lugar para este tipo de cosas, pero creo que algún balonazo atravesando la red y dejando un cráter humeante en un cartel de Martini no era pedir demasiado.
Todo esto sí sucedía en la tele, en Japón, en los partidos que enfrentaban a un puñado de mocosos que ni siquiera tenían edad para salir en el Marca, y creo que por eso me gusta el fútbol. Que en los patios de colegio de entonces a nadie le interesase ser Butragueño pero hubiera bofetadas por encarnar a Mark Lenders debería dar la medida del impacto de una serie, Campeones u Oliver y Benji según el día, que en el fondo se limitaba a hacer lo que siempre ha hecho el anime: tomar una temática cualquiera (las artes marciales, el béisbol, la mitología griega, echarse una novia en el instituto), quedarse solo con lo magro y con lo que mola y exagerarlo hasta el infinito. Campeones era imaginación y delirio, eran catapultas infernales y chilenas de fuego en el medio campo y sobre todo eran adolescentes que no iban a rendirse por minucias como un puto infarto, y por eso cuando más tarde llegaron los videojuegos de fútbol la cosa seguía sabiendo a poco. No me entendáis mal: le tengo el mismo cariño a Super Soccer que cualquier hijo de vecino, pero supongo que no soy el único que jugaba con Argentina pero imaginaba que el 7 era Oliver Atom.
Han tenido que pasar unos cuantos años, pero Captain Tsubasa: Rise of New Champions es exactamente el videojuego que entonces necesitábamos. Y lo es no solo por la licencia, por su elenco de personajes inolvidables o por poder controlar de verdad al mediapunta del New Team que soñaba con ir a Brasil. De hecho esto solo es verdad a medias, y por eso creo que es importante encarar cuanto antes el verdadero elefante en la habitación: en mi colegio, insisto, remangarte la camiseta significaba que eras Mark Lenders, pero yo Kojiro Hyuga no sé quién es. Aún entendiendo que esto no afectará a quienes se subieran al carro más tarde y que se trata de un lanzamiento modesto, me costaría mencionar un solo título en la historia que haya necesitado un trabajo de localización de manera más desesperada. Uno que al menos tradujera los nombres de jugadores y equipos, porque jugar con la Wikipedia abierta en el móvil le resta bastante emoción al asunto. Te acostumbras, sin duda, pero entiendo perfectamente a quien no esté dispuesto a hacer el esfuerzo: si Captain Tsubasa triunfa en nuestro país, si vende más de lo que debería vender un juego tan decididamente de nicho, tendrá todo que ver con aquellas tardes después del cole, con la Nocilla y con Telecinco. Oliver, Benji, los magos del balón y todo eso. Si la intención era capitalizar la nostalgia lo mínimo hubiera sido tenerla en cuenta.
Lo natural era enfadarse porque es lo que tiene que te arrebaten la infancia y te la cambien por el Meiwa FC y el Nankatsu, pero el juego te acaba ganando. Y si lo hace, insisto, no es por tener la licencia, sino por entenderla. Por comprender que aquí el fútbol importa lo justo, que el realismo estorba y que cada partido es un folletín, un ejercicio de narrativa preadolescente en el que lo que está en juego siempre es delirante y un saque de banda puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Su manera de abrazar este exceso implica muchas veces pasar por encima de lo estrictamente jugable, y aunque se trata de una solución polémica también diría que es la acertada: en Captain Tsubasa a veces sucede que te marcan goles sin que puedas evitarlo realmente, porque el joven emperador alemán está calentito y que reciba el balón implica una breve pantalla de carga, una cinemática, un agujero en la red y un montón de caras de incredulidad. De nuevo es natural el enfado, porque se supone que es un juego de fútbol y en los juegos de fútbol no pueden robarte así la merienda. Ese es el error. Al diablo las reglas, viva el espectáculo. Cualquier otra cosa hubiera sido traición.
Tendrán que llegar todavía muchas de estas escenas para que finalmente lo entiendas, para que todo haga clic y para que te limites a convivir con ello. Para que le niegues el gol a Schneider evitando que reciba por todos los medios, o para que recuerdes como Oliver (me niego a llamarlo de otra manera) entrenaba el tiro con efecto durante esa visual novel que siempre precede a cada partido y busques ejecutar su especial en el campo una vez tras otra a ver si suena la flauta. Esa es la solución salomónica, el eslabón perdido entre narrativa y gameplay y el mayor hallazgo de un juego que necesita construir jugadas literalmente imposibles sobre la base de un simulador más bien normalito: hacerlo sin más, interrumpiendo la acción mediante un sin fin de cinemáticas a priori ocultas que solo se desbloquean si se cumplen ciertas condiciones que solo predecirán los que hayan estado atentos. Habrá quien piense que es un sistema injusto, pero es lo que tiene dejar que uno de los gemelos Derrick reciba solo, o no pasársela a Julian Ross el día que el médico le ha permitido jugar.
Afortunadamente también es un sistema que juega de cuando en cuando a nuestro favor, empatando el partido in extremis porque simplemente tocaba o haciendo que sea buena idea cargar el disparo con Oliver si en las inmediaciones se encuentra Tom. El resultado de esta acción en concreto, un tiro combinado deliciosamente absurdo que hará trizas la barra de resistencia del portero rival, es solo uno de los especiales que el juego pone a nuestra disposición. Regates, paradas, intercepciones, remates en plancha, voleas desde el medio campo... más allá de las técnicas personales de cada estrella, del tiro del tigre de Lenders y las estiradas acrobáticas de su portero, cada acción individual mínimamente reseñable vendrá acompañada de un primer plano frenético y un poquito de pirotecnia, y por eso hablaba de tirar a la basura el libro de reglas: aunque lo parezca, Captain Tsubasa no es un juego de fútbol, es un juego inspirado en el fútbol. Una prueba de ello es que no existan las faltas, y que los penaltis lleguen solo cuando lo estima oportuno el guión. Otra, quizá más contundente, es que en cerca de veinte horas de juego no haya marcado un solo gol de jugada.
De hecho dudo que sea posible, porque los porteros simplemente no funcionan así. No son entidades falibles, ni seres humanos a los que se pueda pillar en un renuncio si andamos listos con los pases en profundidad; son barreras, muros infranqueables, jefes finales que habrá que desgastar poco a poco hasta que su resistencia ceda y ese disparo que habrían detenido con una sola mano se envenene y les arrastre en el aire contra las redes. Los partidos se convierten así en una guerra de desgaste que tiene mucho de estratégico, y sobre la que el juego construye unos cuantos sistemas interesantes: algunos tienen que ver con la compenetración del grupo y con esa barra de zona que puede invertirse en multiplicar las estadísticas de todo el equipo o guardarse para una parada antológica que nos salve el culo en el momento indicado, otros con habilidades de capitán tan abusivas como la de Lenders, que marcará siempre que dicha barra se haya activado, y sin duda mi favorito es el que gobierna las entradas y los regates. Como fan de la serie, de Neymar y de Bayonetta no puedo sino aplaudir ante una mecánica que aprieta bien fuerte el botón de la fantasía y convierte a cada regate en un parry, en una fracción de segundo en la que contestar a una carga o una segada con el comando correspondiente resulta en un quiebro, humo sobre el césped y una oportunidad para cargar el tiro especial de forma inmediata. Ojalá el fútbol de verdad fuera así.
Ya os adelanto que no lo es, y que de hecho es el máximo perjudicado. Alguien tenía que perder aquí, y en este caso toda la fantasía y todas las patadas al reglamento no parecen haber dejado espacio para un arcade futbolístico que sepa defenderse en solitario, o que al menos no provoque sonrojo cuando empiezan a aparecer las comparaciones inevitables. Que esto está a años luz de FIFA y de PES no creo que sorprenda a nadie, pero ni siquiera se trata de un asunto de realismo o de físicas del balón; se trata de imprecisiones, de errores de bulto, de una IA catastrófica que ni siquiera gestiona bien el cambio de jugador manual y deja auténticas autopistas en la defensa y de todas esas bolas perdidas en las que ganaremos al defensa en velocidad pero nuestro avatar no registrará el contacto con el balón y perderemos la posesión. Al principio es muy sencillo desesperarse, sobre todo porque el juego carece de cualquier tipo de sutileza: la cámara está demasiado baja, las ventanas de carga para los especiales son raras, es muy frecuente presionar el disparo demasiado pronto tras un regate y que el juego simplemente lo ignore, es más frecuente aún arrepentirse de hacerlo y no poder cancelar con un pase... todas las facilidades que los simuladores modernos nos han acostumbrado a dar por sentadas aquí han desaparecido, y el resultado es un control tosco y por qué no decirlo, un auténtico correcalles.
Hay muy poca táctica, mucho intercambio de codazos sin demasiado sentido en el medio campo y muchos pases y tiros que cuando no vienen precedidos de una secuencia no interactiva resultan flojitos y extremadamente imprecisos, y por eso, pese a existir, me cuesta verle el sentido a un multijugador que solo se basa en esto. Al apartar el componente narrativo, las estrategias ultra secretas y los porteros que juran venganza y dejar al juego a solas con sus mecánicas los partidos pierden fuelle muy rápido, y por eso es una suerte que Captain Tsubasa ofrezca tanto contenido al jugador que se aproxime a el con la intención de revivir un anime. Quizá decir dos animes sería más exacto, porque así se divide la modalidad que el juego llama "El Viaje": en dos temporadas de la misma serie, una que busca recrear primero el torneo de secundaria que enfrenta por tercera vez consecutiva a Lenders y Atom antes de que ambos deban decidir su futuro, y después ese mundial juvenil que les haga convivir bajo un mismo escudo: el de la selección nacional de Japón.
Y sorprendentemente el segundo es el mejor de todos. Digo que sorprende porque aquí todos veníamos a lo primero, a revivir la legendaria rivalidad de ambos delanteros y a librarnos por el camino de los Clifford Yuma y los Phillip Callahan de la vida, líderes todos ellos de esos equipos menores que le daban salsa al asunto. Todo esto está en el juego y resulta igual de emocionante que siempre, sobre todo por la mencionada manera en la que Rise of New Champions gusta de salpimentar los partidos en sí con cinemáticas trepidantes y muchísimo diálogo antes y después de los mismos, pero el juego no miente al asegurar que ese primer campeonato es un mero calentamiento. Lo es por su menor duración, y también por la omnipresencia de sus tutoriales, pero sobre todo lo es por mecánicas: el modo historia solo explota de verdad cuando llega el mundial, aunque en este sentido no son todo buenas noticias.
Las que sí lo son resultan bastante evidentes. El mundial es el mundial, la épica llega sola y la narración es lo suficientemente hábil como para reservar sorpresas a cada paso, muchas de las cuales tienen que ver con viejos conocidos y otras con estrella de nuevo cuño que siempre abren el camino a un divertido juego de paralelismos: mi favorito, sin lugar a dudas, es ese delantero italiano vago e impertinente pero extremadamente talentoso que se llama Rusciano porque no podían llamarle Cassano. También resulta estimulante pintar algo en todo este embrollo, porque otra de las novedades llega en la forma de ese jugador custom que llega a la selección en el último momento y que nos toca encarnar. Si echabais de menos el modo entrenador jugador de los Fifa de hace unos años, o sin ir más lejos esas peliculitas de basket con las que la franquicia NBA 2K nos invita a llevar a nuestro avatar hasta lo más alto, podéis haceros una idea de lo que nos espera aquí, aunque sea en un envoltorio algo menos bombástico: ir ganando atributos, estar pendiente de nuestra valoración personal en cada partido sin convertirnos en un chupón que haga perder al equipo, acabar marcando en la final del mundial, ese tipo de cosas.
Y en principio todo funciona estupendamente, o al menos hasta que Captain Tsubasa: Rise of New Champions recuerda en el peor momento posible que supuestamente es un simulador deportivo y decide copiar todo lo demás. Decide copiar las tiendas de zapatillas, y las celebraciones intercambiables, y los sistemas de química (amistad, en este caso) y los sobres sorpresa jumbo repletos de jugadores y consumibles. Como era de esperar todo esto se estructura alrededor de un trasunto del FUT que ni aporta nada ni parece intentarlo, porque las plantillas de cada selección son fijas y el impacto de cada consumible es ridículo. Supongo que simplemente tocaba, que había que hacer lo que hacen todos los demás, y que embarullar toda la progresión con un sistema de cartas y combos que nadie se para a explicar demasiado bien era el precio a pagar a cambio de un sistema de adquisición de nuevos talentos y habilidades que podría haberse limitado a funcionar como de hecho lo hace, como lo haría cualquier Fire Emblem: acaba el partido, el delantero alemán se te acerca en un entrenamiento, habláis un poquito del tiempo y de lo guapísimo que está el fútbol y el colega te enseña el tiro de fuego.
No hacía falta hacer más, y por eso todo este embrollo de menús y cartitas deja un regusto amargo: porque llega cuando el juego ya había hecho lo más difícil. Cuando había sustituido el fútbol por otra cosa y nos había convencido de que era por nuestro bien. Querer imitar al resto de simuladores deportivos solo en lo accesorio, en lo sobrante, en lo malo, no era solo innecesario sino que es un gesto de cobardía en un juego por lo demás sorprendentemente valiente. Un juego que, como Oliver, Como Mark, como Benji, tenía un solo objetivo en la mente y no parecía dispuesto a parar ante nada ni nadie antes de conseguirlo. Ese sueño era reproducir el anime, y el resultado es un arcade estratégico muy bien pensado y sobre todo un culebrón deportivo divertidísimo. En ese sentido es un éxito y un producto altamente recomendable para cualquiera que haya tenido una infancia como es debido, pero no deja de llamar la atención que centrándose con la pasión que lo hace en unos chavales que viven, respiran y sueñan con un balón aquí el fútbol sea lo de menos.