Catherine
Y el Tetris conoció el psicoanálisis.
Atencion: El siguiente análisis contiene algún pequeño spoiler de muy baja intensidad.
Cuando Carherine llegó a Europa, llevaba ya un tiempo rompiendo los corazones de medio mundo. Un año de espera el del viejo continente salpicado de teasers sorprendentes y presidido por un hype intenso, aunque restringido a un perfil de usuario muy determinado. Una expectación ciertamente considerable pero derivada, más que de las mecánicas jugables del título, de su temática, que exhibe la credencial "adults only" y que por una vez y sin que sirva de precedente, deja aparcado el destino de la humanidad para proponer como reto la disyuntiva amorosa a la que se enfrenta el protagonista del juego. Objetivo insignificante y asequible, sin duda, para un público acostumbrado a librar batallas encarnizadas y a salvar civilizaciones enteras.
En realidad, el dilema que formula Catherine va más allá del simple romance y no tiene tanto que ver con la pareja como con las renuncias que implica crecer. Vincent, un Peter Pan de aspecto desaliñado y camiseta molona, ha de decidir si pasar el resto de su vida con Katherine o con Catherine: dos bellas mujeres que en realidad encarnan maneras opuestas de entender la existencia.
Katherine, su actual novia, es responsable, sensata, formal y ligeramente aburrida. El futuro a su lado consiste en un horizonte de pies en el suelo, tardes de parque y mocosos, hipoteca, plan de pensiones, seguro médico y televisión por cable para el partido de los sábados. Catherine carece, en cambio, de oficio y beneficio; es inconsciente, atolondrada, arrebatadoramente sensual y extremadamente divertida. Asomarse a sus ojos es hacerlo a un abismo en el que no existe el mañana. Un paraíso de pecado, placeres infinitos, fines de semana de siete días y la ausencia de un plan más allá del próximo chupito de sake que circulará por tus arterias.
El dilema que formula Catherine va más allá del simple romance y no tiene tanto que ver con la pareja como con las renuncias que implica crecer.
Semejante encrucijada genera en el protagonista un conflicto interior que le lleva a sufrir cada noche espeluznantes pesadillas, las cuales constituyen la parte jugable del título. En ellas Vincent ha de trepar por enormes montañas de bloques a toda velocidad. No alcanzar la cima en el tiempo establecido implica, como si de Matrix se tratase, la muerte real del personaje. Curiosamente estas angustiosas escaladas nocturnas parecen haberse instalado en el subconsciente colectivo de todos aquellos que engañan a sus parejas, ya que es habitual desayunarse cada día con la noticia en los medios de varias muertes relacionadas con ellas. De manera un tanto sorprendente, en el universo de Catherine sólo los varones padecen esta maldición, lo cual da a entender que allí las mujeres jamás son infieles.
Sin duda alguna, el argumento del título supone un agradable toque de distinción en un catálogo embarcado en la epopeya permanente y que, en general, aún no parece percatarse de la capacidad del videojuego para abordar, a través de la metáfora, odiseas de carácter más personal o cotidiano. Aspecto este que no es completamente desconocido para Atlus, y que permite enriquecer la experiencia jugable desde un punto de vista narrativo, sustituyendo la recurrente salvación de la humanidad por el miedo, la inseguridad o cualquier otro conflicto interno que sufra el protagonista. Resulta imposible no recordar en este sentido los terroríficos paseos por la niebla que proponía Silent Hill 2 (Konami, 2001) y que venían a constituir un itinerario detallado a través del desquiciado cerebro de James Sunderland.
Sin embargo, el atrevimiento que esgrime Catherine a la hora de elegir la temática a tratar no se ve refrendado cuando llega el momento de profundizar en ella. Bastan un par de cervezas en el Stray Sheep para comprobar que los personajes que pululan por allí resultan planos como una tabla, y las posibilidades de empatizar con ellos mediante la conversación son, por tanto, limitadas. Por otro lado el juego jamás consigue desprenderse por completo de ciertos tics propios del anime juvenil, por lo que el pretendido tono adulto del que tanto alardeaba termina consistiendo simplemente en mostrar a gente fumando, bebiendo alcohol y hablando de sexo.
Sin embargo, el atrevimiento que esgrime Catherine a la hora de elegir la temática a tratar no se ve refrendado cuando llega el momento de profundizar en ella.
Catherine nunca puede, ni probablemente quiere, renunciar al matiz grotesco y no tiene reparo en transformar a ciudadanos respetables en temerosos carneros que han de enfrentarse cada noche a la montaña de sus miserias. El carácter onírico de este ejercicio de alpinismo permite inundar cada polígono de un surrealismo desternillante que funciona a la perfección mientras permanece en el cerebro de Vincent, es decir, en la medida en que es fruto de su imaginación. Por desgracia el título no es lo suficientemente valiente como para prescindir de un final boss al que acusar de todo lo acontecido y en su tramo final decide tirar por la calle de en medio: coge el disparate que hasta el momento habitaba con naturalidad en la cabeza del protagonista y lo coloca en el mundo real, dando lugar a un monumental fiasco que rompe por completo el tono onírico del juego y deja al usuario completamente descolocado.
A ello hay que añadir cierta torpeza a la hora de referir los acontecimientos. Es evidente que un videojuego, por su propia naturaleza, difícilmente conseguirá el pulso narrativo que es posible en la literatura, el cine o el cómic, pero entre la firmeza sublime y la desidia absoluta existe un término medio que Catherine ni siquiera llega a rozar. La exposición de la trama aparece dosificada con el tino de un narrador ebrio y se concentra en momentos puntuales, especialmente al comienzo y al final del juego.
Esto implica, por un lado, la presencia de interminables vídeos en los que sucede de todo y tras los cuales te verás en la necesidad de sacudirle las telarañas al pad. Entre dichas cinemáticas existen, por contra, gigantescos desiertos narrativos en los que tanto la historia como los personajes permanecen petrificados. Eso significa jugar sin que pasen cosas, es decir, superar fases sin obtener como premio el progreso significativo de la trama, sino tan sólo el caramelo del logro.