Avance de Crackdown 3
Tiempos modernos.
Crackdown, el original, era un perfecto hijo de su tiempo. Era un juego desenfadado, una alocada comedia de acción en la que los deportivos servían para saltar por las rampas de los camiones y para estamparse en la cabeza de los pandilleros, y en la que saltábamos cientos de metros porque era más divertido que recorrer la ciudad a pie. Aspectos como la narrativa o la coherencia interna no le importaban demasiado a nadie, y con su apartado técnico sucedía un poco lo mismo: era un juego resultón, y con eso bastaba. De ahí su éxito y su estatus de culto, y de ahí el papelón de una tercera entrega que viene a nacer en un escenario bien diferente. Con una consola nueva a las espaldas (la más potente de la historia, no es poca cosa) y la responsabilidad de abanderar un catálogo al que los dragones y el dubstep han dado plantón, intentar renovar la misma apuesta es una jugada arriesgada. No dudo que sea noble, pero desgraciadamente aspirar a hacer un juego divertido hace tiempo que dejó de ser suficiente.
Crackdown 3 debería serlo si quiere llevar ese nombre en la camiseta, pero las exigencias del guion le obligan también a mostrar un tipo de músculo que el juego parecía haber enfocado a lo suyo, esto es, la destrucción por la destrucción. Todos tenemos frescas en la retina esas secuencias de demolición descontrolada en las que un pepinazo bien dirigido convertía el centro de la ciudad en una lluvia de cascotes multicolores, y aquí viene el primer aviso a navegantes: las informaciones que hablaban de un motor de destrucción que reservaba sus mieles para el modo multijugador no bromeaban ni un poco. El morbo manda, y por eso lo primero que intentamos con el mando en las manos y una escena cualquiera de su campaña enfrente fue descargar un cargador contra una pared para hacer un bonito agujero. No hubo suerte: con la nube de vacaciones, el nivel de caos que podemos generar se ve seriamente afectado, y lo mismo sucede con sus posibilidades jugables. Podemos desconchar marquesinas, y una carga explosiva bien colocada hace volar por los aires un número razonable de coches ennegrecidos, pero no hay nada de revolucionario aquí. Acceder a uno de los cuarteles de pandilleros repartidos por toda la ciudad sigue implicando cruzar la puerta y los únicos elementos que parecen realmente afectados por el motor de física son los actores individuales que transitan un escenario inmutable: cadáveres, vehículos, contenedores, todo ok, pero nada de vigas maestras.
Por suerte es una lista que admite más posibilidades de interacción que el explosivo plástico, y son esos mismos elementos los que volarán hacia el centro del agujero negro cuando utilicemos la pistola de singularidad, porque Crackdown 3 sigue siendo el tipo de juego que no se ruboriza al incluir un artilugio semejante. Del mismo modo, cualquier elemento del juego que no esté atornillado al suelo (y un buen número de los que sí lo están) será susceptible de ser arrancado de cuajo y utilizado como arma arrojadiza; hay un montón de pipas de fantasía, pero los superpoderes siguen siendo la pieza central del diseño, y la fuerza desproporcionada sigue destacando en un solvente segundo puesto. El juego sabe que destaca aquí, y nos anima a abusar del sistema convirtiendo la propia progresión en una cuestión de experiencia y hábito: si quieres lanzar coches más pesados, invierte tiempo en cargar con otros más pequeños. Lo mismo sucede con nuestra capacidad para sacar partido a los explosivos, o con un componente de shooter que vuelve a dejar claro que no somos personas normales: los super agentes no fallan, y una vez con el blanco fijado la única duda es si el tiro irá a la cabeza o a la rodilla. La decisión recae en un stick derecho que permite afinar el tiro saltando entre las diferentes partes del cuerpo, un sistema ideal cuando lo que prima es despachar headshots a buen ritmo. Como en el original, la inferioridad numérica aplastante es la esperable para un ejército de un solo hombre.
Pero hablaba antes de un segundo puesto, y si las bofetadas con un autobús escolar tienen que conformarse con él es porque la verdadera estrella vuelve a ser la movilidad. Crackdown triunfó porque saltar de un edificio a otro nunca se queda viejo, y su tercera entrega mantiene la posibilidad de alcanzar una azotea impulsándonos en la repisa de un octavo piso y añade un pequeño dash aéreo que nos permite ganar unos cuantos metros cuando el optimismo nos juegue malas pasadas. También podremos usarlo en combate, esquivando rágafas de metralla a velocidad de vértigo para finalizar con el clásico puñetazo en caída y su área de efecto correspondiente. Todas estas habilidades son incrementales, y saltar más alto o escalar con más brío vuelve a estar ligado a lo que debe, esto es, a esos orbes flotantes que terminaron convirtiéndose en el alma de la primera entrega. Aún es pronto para hablar de ellas, porque apenas diez minutos de demostración dan para poco. En el fondo, vuelve a ser una cuestión de intangibles, y repetir la jugada con éxito dependerá de que la ciudad vuelva a ser ese laberinto de escondrijos y localizaciones puñeteras que vuelvan a articular esa cadena de progresión ejemplar. Si un salto al límite permite acceder a esa esfera escondida que permita incrementar nuestro margen para alcanzar la siguiente todo estará bien, y el juego no parece aspirar a otra cosa. Por diseño, por sensaciones y por acabado gráfico (esta vez con una ración generosa de efectos de postprocesado, pero un claro hijo de su padre aun así), la intención de Crackdown 3 parece ser revivir el pasado, punto por punto y quién sabe si peligrosamente. Lo que no queda tan claro es que sea eso lo que la plataforma necesita de él.