Análisis de Crossing Souls
Pagafantasmas.
Manejar referencias a la hora de generar un contenido tiene una inevitabilidad poco cuestionable a estas alturas, pero también una intención, o al menos así suele ser de entrada, de contaminar la obra lo menos posible y dejar respirar su discurso. En la música, cantantes y bandas caminan a menudo la fina línea entre tres compartimentos cercanos entre sí como son el plagio, el homenaje y la inspiración. En el cine, directores como Quentin Tarantino han convertido el apropiarse de líneas, planos o secuencias enteras en un arte, haciendo que todas ellas vayan siempre al servicio de una narración y narrativa propias. Podría decirse incluso que citarle ha convertido este texto en otro ejemplo más de esto mismo que estoy explicando -¡metaejemplo!-, y seguro que aunque emplear su nombre me haya servido para esclarecer a qué demonios me estoy refiriendo con mis palabras iniciales alguno pensará que solo lo he hecho para tirarme el pisto y mostrar mi poca originalidad. Para esa gente: Jean Paul Sartre. Emir Kusturica. Kuleshov. Ramoncín.
Bromas aparte, lo cierto es que da igual el medio en el que nos encontremos, el exceso siempre termina matando a la virtud. Este es uno de los principales problemas de Crossing Souls, un juego que quiere rendir homenaje a todos sus referentes, que quiere alabar todo aquello que ha marcado seguramente a la gente detrás del juego y que acaba sepultando muchos de sus aciertos bajo una tonelada de nostalgia entendida como un codazo incómodo y constante en las costillas y no como un guiño ocasional que nos hace sentir cómplices.
Si algo nos ha traído la globalización por un lado y el imperialismo cultural por el otro es que todas las personas nacidas en las últimas décadas hemos acabado manejando los mismos referentes, ninguno de ellos especialmente cercano. Digo esto porque a pesar de que el juego está desarrollado por un estudio español, la historia nos sitúa en la California de 1986, con el archiconocido grupo de chavales que Hollywood sobre todo nos ha vendido en películas sobre la amistad, el compañerismo, los cambios y, ocasionalmente, los payasos asesinos. Aquí de hecho también encontramos ese componente sobrenatural, solo que en forma de un extraño dispositivo que nos permite atravesar el muro que separa a los vivos de los muertos. Un artilugio peligroso de caer en las manos equivocadas, que irónicamente parece más seguro sujetado por unos adolescentes que por los miembros del ejército con los que hemos de enfrentarnos para resolver la situación generada por nuestro fortuito hallazgo.
De conseguir apartar los incansables guiños a un lado depende el que podamos encontrarnos con un guión que está lejos de ser lo peor del conjunto. No es nada que no hayamos visto antes, como resulta evidente a estas alturas, pero lo cierto es que el ritmo constante de los acontecimientos -alguno sorprendentemente oscuro para un relato de estas características-, los diálogos graciosos entre algunos de los personajes y unas cinemáticas reminiscentes de aquellas divertidísimas peliculitas interactivas de Don Bluth -Space Ace y Dragon's Lair, tus amigos no os olvidan- ayudan a generar interés. Más difícil es sacarle pegas al sensacional apartado gráfico, con un estilo retro muy colorido y unas animaciones perfectamente ejecutadas, dignas de cualquier indie de buen presupuesto, que consiguen que el juego entre fácil por los ojos y convencer a cualquiera que lo pruebe durante un rato de darle un merecido tiento.
Es al llegar al control donde comienza a hacer aguas, aunque no sea de manera dramática. Crossing Souls intercala momentos de combate como en un beat 'em up clásico con otros de acción más similares a un roguelike e interludios de plataformeo puro y duro, sin sobresalir en ninguno de ellos. Los enfrentamientos se reducen a dar un par de golpes y esquivar de manera sistemática, ya que la inclusión de una barra de estamina acaba frenando el ritmo rápido que parece requerir un juego de estas características. Tampoco ayuda esto último a la partes de los saltos, ya que lo único que consigue es impulsar una dificultad completamente artificial e innecesaria que se acentúa aún más con lo impreciso de las caídas y los agarres en determinadas superficies.
Quizás lo más difícil de justificar sea el cómo desaprovecha muchas de las herramientas que él mismo introduce, como si no supiera muy bien qué hacer con ellas una vez situadas. Cada uno de nuestros cinco protagonistas cuenta con distintas habilidades, pero apenas usaremos a más de dos a lo largo de todo el juego -especialmente de coña, ya que viene al caso, que una de esas habilidades exclusivas sea saltar-; y los escasos puzles en los que se requiere la colaboración de varios no destacan necesariamente por su originalidad. Tampoco lo hacen los distintos jefes a los que tenemos que enfrentarnos al final de cada zona, ya que pese a ofrecer un mayor reto que el combate más tradicional y estar objetivamente mejor acaban cayendo en situaciones fáciles como devolver proyectiles que ellos mismos lanzan o participar en trilladísimos juegos de memoria tipo "Simón dice".
Aunque técnicamente no faltan razones para introducirnos en esta vorágine de guiños y homenajes, es relativamente descorazonador ser incapaz de dar cuatro pasos sin que un personaje suelte una frase de tal película, un póster nos recuerde esa serie mítica que veíamos comiendo la merienda o un coleccionable nos agarre del brazo e insista una y otra vez en lo mucho que molaban los '80, tío. Fourattic ha sido capaz de sacar adelante un proyecto que ha tardado casi tres años en ver la luz del sol, pero la continua reverencia hacia otras obras, mecánicas y estilos ha hecho que acabe descuidando el propio y cometiendo errores de principiante. Un juego correcto, diluido en un mar de nombres que hace que el único que no destaque sea, precisamente, el suyo.