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Análisis de Cuphead

Paladín a la taza.

Eurogamer.es - Recomendado sello
Pese a que su dificultad puede no ser del gusto de todos, el apartado artístico impresiona como el primer día.

Volviendo a jugar a Cuphead en su versión de Switch, un par de años después de su lanzamiento - el juego salió, originalmente, en 2017 - me surgen un par de preguntas sobre la naturaleza cíclica de nuestros intereses y opiniones. Por un lado, porque el título no ha terminado aún de perder esta especie de carácter de leyenda, de disociarse del tiempo en el que era para nosotros poco más que una fantasía recurrente que nos sorprendía y llenaba de ganas con cada aparición en un E3: un juego con una estética llamativa, que casi podríamos decir que no se parecía a nada que hubiésemos visto en el medio antes, y que miraba directamente a los ojos a nuestra nostalgia de los dibujos animados clásicos. Y por otro, porque casi tres años después, en 2019, nos encontramos en un punto más o menos similar en cuanto a la conversación general de la comunidad, los temas que nos quitan el sueño y nos hacen escribir largas diatribas en nuestras redes sociales de madrugada.

Ha llovido ya un poco desde el día en el que el periodista Dean Takahashi, bendito sea, decidió subir a YouTube un vídeo de la primera vez que probó Cuphead en Gamescom. Veinte minutos de gameplay a manos de un jugador no particularmente experto en el género que tenía problemas pasándose el tutorial y que dieron lugar a horas, días, semanas de debate alrededor de si era necesario ser un jugador habilidoso para poder hablar, analizar o criticar videojuegos. Al lanzamiento del juego completo, unos meses después, le siguió un debate similar. Cuphead es un juego difícil, y aunque tiene un modo fácil, este está pensado para servir únicamente como entrenamiento, y utilizar únicamente esta opción no nos permite avanzar a través de los mapas y desbloquear los enemigos de las últimas fases. Muchos opinaron que la dificultad era excesiva y que su aproximación al reto terminaba por sepultar un juego excelente en lo estético y valiente y cuidadoso en lo técnico; otros afirmaron, tajantemente, que estos primeros tenían que quejarse menos y simplemente, aprender a jugar mejor.

En abril de 2019, ha sido otro juego el que ha avivado las llamas de este dilema que, cada cierto tiempo, no nos deja dormir: esta vez, ha sido From Software quien ha lanzado un videojuego que, de nuevo, pone a prueba nuestras habilidades, nuestra paciencia y nuestras opiniones respecto a la que está siendo, últimamente, una de las controversias más recurrentes del medio. Y en medio de este ambiente, y como si lo hubiesen planeado de antemano - no creo que sea el caso, pero de serlo, no me quedaría más que aplaudir la ocurrencia - el juego de las tacitas que se apuestan su alma con el diablo y pierden encuentra su casa en la híbrida de Nintendo. Una consola que, simultáneamente, le sienta al ahora ex-exclusivo de Microsoft como un guante y como un tiro.

Como un guante porque el apartado artístico de Cuphead, tanto en 2017 como en 2019 y seguramente cuando volvamos a él en 2020, o en 2040, impresiona como pocos, pero es si cabe todavía más sorprendente cuando lo vemos en la pantalla chiquitita del modo portátil. Si cogemos el cacharro entre las manos y lo ponemos sobre el regazo, somos conscientes de que hay un leve downgrade técnico, pero a todas luces no importa porque si hace unos años nos hubiesen dicho que podríamos jugar a algo que luce como Cuphead tumbados en la cama o atrapados en un larguísimo viaje de tren seguramente no nos lo hubiésemos creído. Y como un tiro porque quizás en el territorio amable y neutro que muy frecuentemente es la Nintendo Switch, el juego engaña todavía más: debajo de la estética medio infantil - pero con un puntito ácido - esconde unas mecánicas consistentes pero obtusas y muy, muy pocas ganas de dejar pasar ni un sólo intento para penalizarnos por no ser lo suficientemente rápidos, lo suficientemente lentos, lo suficientemente precisos.

Creo que Cuphead puede generar, bastante fácilmente, la sensación de ser uno de los mejores juegos que hemos jugado nunca; también creo que, igual de fácilmente, puede hacernos sentir que es un título que queremos que nos guste mucho más de lo que nos gusta en realidad. La apuesta por la dificultad elevada es, en este caso especialmente, un arma de doble filo. Es cierto que tiene todo el sentido del mundo que un juego con una estética clásica vuelva también a las raíces del medio; y por eso, Cuphead apuesta por ese tipo de desafío que no consiste tanto en reaccionar rápido a lo que se nos venga encima sino más bien en memorizar cuándo hay que saltar, cuándo hay que agacharse y cuándo hay que aprovechar para disparar en los puntos débiles. Pero también es cierto que hay muchas ocasiones en las que las fases, especialmente las más complicadas, saben un poco más a examen que a desafío. Lo que se mide aquí no son nuestras aptitudes para entender cómo funcionan los engranajes del juego ni nuestra rapidez de reacción: es, en todo momento, una batalla contra nuestra memoria, con la habilidad de aprender a la perfección qué tenemos qué hacer en cada momento y la capacidad de realizar esta secuencia casi escrita en piedra sin frustrarnos ni ir demasiado rápido.

Si sumamos esto a los no-siempre-precisos controles de los Joy-Cons, la cosa se pone un poco complicada; pero la verdad es que incluso con unos gatillos o palancas quizás un poquito más pequeñas o responsivas que la media, la respuesta táctil de cada uno de los movimientos que realizamos sigue siendo inmejorablemente buena. Al menos, tenemos eso: que Cuphead es capaz de compensar sus aspectos más cuestionables con su mimo apabullante hacia los detalles, con el cariño y el cuidado con el que están hechos ya no sólo las animaciones, sino también los sonidos.

Hablando de cosas cuestionables, supongo que hay un par de ellas que achacarle a su estructura: el juego estaba originalmente concebido como una especie de "boss rush", una recopilación de jefes uno detrás de otro, y aunque terminó siendo una cosa diferente, añadiendo aquí y allá mejoras de habilidades y algún que otro nivel intermedio - "run'n'gun", como el juego los llama - estos aspectos parecen, en ocasiones, un poco despegados de la dinámica general del juego. Supongo que tiene que ver con que sus características particulares hacen que resalte todavía más lo que no acaba de encajar del todo, o al menos, lo que puede no ser necesariamente del gusto de la mayoría: es aquí donde se evidencia que, en esencia, Cuphead es un juego que hay que jugar como él nos pide, sin hueco al diálogo ni la improvisación.

Y es por eso que, cuando se trata de este título en concreto, me tengo que decir y desdecir constantemente: hay momentos en los que creo que lo odio a muerte, en los que no comulgo ni un poco con su dinámica, con su manera de afrontar la dificultad, y acto seguido lo recomiendo fervientemente a cualquiera que tenga veinte euros en el bolsillo y tres o cuatro horas libres.

Porque, en realidad, los momentos en los que el juego se deja ir un poquito, en las batallas más dinámicas contra los jefes, que tienen algún que otro elemento de azar, nos encontramos cara a cara con la cosa que Cuphead quiere ser de verdad: un juego extremadamente divertido, con la frustración y la recompensa equilibrada de forma óptima para no facilitarnos necesariamente el avance, pero sí darnos alicientes para intentarlo de nuevo. Es difícil dejar el juego y abandonar en una batalla que se nos atraganta porque superarla significará tener más: ver más diseños, disfrutar con más escenarios, encontrar más juegos de palabras y referencias sorprendentes. Es complicado no querer ser mejores y hacer mejores puntuaciones porque, cuando de verdad se decide a dejar de exigirle a nuestra memoria y empieza a exigirle a nuestra intuición, el condenado videojuego nos hace disfrutar todos y cada uno de los segundos que pasamos a los mandos.

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